Javiera Manzi A.
Socióloga y archivera. Militante del Centro Social y Librería Proyección e integrante de la Coordinadora Feminista 8M.

Imagen: Javiera Santos Pizarro


Avanzaba en la bici escuchando el “Burning down the house” de los Talking Heads. El disco recién comenzaba y mi recorrido también. Mientras esquivaba micros por la calle Compañía casi pasando la plaza Brasil, un tipo en una moto comenzó a gritarme desde la pista de al lado.

Como tantas otra veces en mi vida, ignoré sus buenos deseos y subí el volumen del mp3. Se supo ignorado y comenzó a hacerme un gesto con su lengua a la distancia. Dio verde y avancé no sin antes estirar mi brazo e indicarle con el dedo bien erguido mi falta de aprecio por su triste espectáculo. Seguí pedaleando mientras Byrne me entusiasmaba con sus alaridos, sin detenerme a pensar en lo que había pasado y en todas las veces que me ha sucedido desde los 12 años en las calles de Santiago.

Unas cuadras más adelante, llegando a Almirante Barroso se acerca a mi pista y comienza a hacer sonar su motor de ese modo que es tan propio de quienes requieren confirmar su hombría al volante. Tampoco se bien qué es lo que me dijo en ese momento, ni siquiera me di vuelta a mirarlo mientras intentaba avanzar entre sus ruedas y la cuneta. Fue casi una cuadra que siguió maniobrando su motor mientras invadía mi metro cuadrado, cuando nuevamente dio verde y logré esquivarlo entre los autos. Una vez más no quise contener la rabia ante su despliegue y mientras dejaba atrás unos autos volví a estirar el brazo y regalarle un puño apretado con mi dedo de aprecio. No pensé entonces en el riesgo, ni en la calma, ni en la seguridad, ni en eso de quedarnos quietas, o tranquilas, o impávidas, o simplemente en hacer como si nada, en cómo siempre nos dicen cuando nos pasan estas cosas, que hemos de hacer como si nada.

Y fue entonces que justo antes de atravesar la Norte-Sur, o más bien en medio de ello, que vuelve el príncipe de la moto más intrépido que nunca. Se acerca desde atrás, avanza unos segundos para estar a mi altura, apenas alcanza a detenerse un momento y me escupe con toda su fuerza y desprecio. Sí, me escupe directo a la cara, justo abajo de mi ojo derecho. No alcanzo a reaccionar a lo que acaba de suceder cuando él ya ha salido rajado para doblar al norte y perderse entre el tráfico.

Como no podía parar porque en el fondo nunca podemos parar del todo, seguí pedaleando. Pasé el semáforo, avancé un par de cuadras y por un momento pensé en no concederle ni los pocos minutos que me quedaban antes del encuentro con unas amigas al almuerzo. Estaba en eso cuando dio roja y me tocó parar frente al paso de cebra de Plaza de Armas. Fue ahí que un hombre de unos cincuenta me queda mirando y pregunta, “¿se le cayó algo?” Yo miro al suelo a modo de reflejo, y al ver que no había nada, recordé inmediatamente como termina ese verso infesto. Ese que nos recuerda que en el espacio público, no somos más que mera mercancía, un chocolate o caluga de color. Levanté la vista y lo miré fijo por el segundo antes de que diera verde mientras él se decidía a seguir o no con su halago. No alcanzó a hacerlo, no fue necesario. La estrofa que quedaba, esa que me se de memoria, como tantas otros versos y canciones que nos dedican a diario, la continué repitiendo rabiosa en las cuadras siguientes como el perfecto mantra del matrimonio entre capitalismo y patriarcado.

Ya no recuerdo qué sonaba en ese momento por mis audífonos, en qué canción iba del “Speaking in Tongues” o si acaso se había quedado en pausa, ido a mute o soltado el audífono. Lo que sí recuerdo es que detrás de aquel mantra, seguía ahí la melodía del comienzo y ese llamado a la quema o más bien esa constatación de que ya se está quemando la casa, o mejor aun, de que aunque se les agüe todo, y pataleen en la calles, y nos amenacen en las redes o nos amedrenten en medio de sumarios universitarios y juicios públicos, lo cierto es
que ya les estamos quemando
la caza.

 

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