La radicalidad del cuidado: Coexistencia e interdependencia diez años después

Magdalena Ugarte*

Quizás el recordatorio más grande que nos ha dejado la pandemia tiene que ver con la profunda interdependencia entre seres humanos y entre todas las otras formas de existencia, así como nuestra profunda vulnerabilidad.

Diez años atrás, fui invitada a contribuir con un artículo al primer número de Rufián Revista. El concepto a explorar era en realidad una pregunta, inspirada en Roland Barthes: ¿Cómo vivir juntos? Ocho personas fuimos convocadas a compartir ideas para responder a esta interrogante, que como bien expresó el equipo editorial, pasa “por alto la pregunta de si debemos vivir juntos para ir directo a cómo hacerlo”. [1] La pregunta da por sentado que la convivencia social es inescapable, por lo que lo que nos queda es buscar formas para llevar esa convivencia a cabo. Esos ocho primeros artículos examinaron tal convivencia, sus posibilidades y sus límites con ojo crítico, destacando las profundas desigualdades sociales que definen a Chile y a otros países latinoamericanos, el rol del entorno construido y los espacios públicos en facilitar o fragmentar las dinámicas sociales, el poder de las nuevas tecnologías y la transformación (¿disolución?) de la idea de comunidad, la posibilidad de convertir las subjetividades hacia futuros más solidarios y colectivos.

Mucha agua ha pasado bajo el puente durante la última década. Agua que, como sugiere el título de este número de aniversario, es caldo de cultivo para nuevas dinámicas, resistencias y reflexiones, invitándonos a repensar la pregunta que dio el puntapié inicial a Rufián. En Chile, el aumento de la desigualdad, la criminalización de la protesta social y la indolencia de la clase política-económica han sido caldo de cultivo para el estallido social de octubre pasado. La violencia de género y la impunidad para quienes la cometen, han destapado con claridad el poder del heteropatriarcado y alimentado solidaridades entre mujeres y disidencias. Las recientes olas de inmigración han dado nueva visibilidad al racismo, constitutivo de la sociedad chilena tal como los pueblos indígenas y afrodescendientes han hecho ver desde siempre, pero que ahora debe ser nombrado abiertamente, pues su violencia no aguanta eufemismos. La depredación de las aguas y los territorios, así como la destrucción de comunidades enteras en las llamadas zonas de sacrificio, siempre bajo el alero del progreso económico, han confirmado que la sed de ganancias de las elites supera al interés por la vida y la naturaleza. Nuevos terremotos y desastres naturales nos recuerdan la fragilidad de la existencia humana. El fortalecimiento de los movimientos sociales e indígenas, como siempre, encuentra correlato en la creciente violencia estatal en respuesta a tales movilizaciones. El reciente plebiscito por una nueva constitución en Chile es a la vez un triunfo de una ciudadanía abusada, cansada y un recordatorio de que la clase política teme perder piso y poder. La pandemia del COVID-19 no ha hecho sino agudizar estas tensiones, revelando con crudeza las desigualdades a múltiples niveles, así como las prioridades que guían la política pública, tan marcadas por el control social, la vigilancia y la protección de los intereses económicos. En breve, mucho ha cambiado desde el primer número de Rufián, pero también mucho sigue igual. El contexto geopolítico y económico es el mismo que hace diez años, aunque más exacerbado y con mayor polarización. Las temáticas examinadas en ese primer número tienen la misma, si no mayor, vigencia hoy.

La reflexión que hago en las siguientes páginas reformula ligeramente la pregunta original: ¿Qué significa convivir en un mundo común, cuando coexistir con otras personas es un hecho y muchas veces el cómo coexistir parece exceder las posibilidades de la agencia individual? ¿Qué aprendizajes se desprenden de los acontecimientos de los últimos diez años? Al releer el primer número de Rufián, una de las cosas que más me llamó la atención fue el uso generalizado del lenguaje masculino/no inclusivo, incluso entre personas que hoy en día nos declaramos feministas. Aunque a ciertos ojos pueda parecer una formalidad lingüística, este es sólo uno de los indicadores de lo mucho que ha ocurrido en esta década, en términos de una posible transformación crítica de la conciencia y una articulación colectiva de cara al poder jerárquico. 

El uso del lenguaje no inclusivo simboliza la absorción de las experiencias no masculinas bajo el alero masculino, la supresión de las formas de existir en el mundo de al menos la mitad de la población, que se intentan justificar porque es más “práctico” y “simple” utilizar el plural masculino. De acuerdo a un reciente informe de la Real Academia Española de la Lengua, [2] el uso de “términos en masculino que incluyen claramente en su referencia a hombres y mujeres cuando el contexto deja suficientemente claro que ello es así, de acuerdo con la conciencia lingüística de los hispanohablantes y con la estructura gramatical y léxica de las lenguas románicas”, no sería problemático, sin importar lo que las personas incluidas opinen. Lo que esta explicación pseudo técnica deja de lado es una discusión sobre el poder, sobre la evolución histórica de esta convención del lenguaje que asume lo masculino y lo binario como natural, sobre la cuestionable autoridad de una institución que surge precisamente para velar por una visión jerárquica del poder y la producción de conocimiento. Desafiar esas premisas a través de formas alternativas de lenguaje inclusivo es, por lo tanto, un ejercicio de contestación frente a una imposición, de visibilización de las experiencias y agencias no masculinas, de cuestionamiento de las estructuras impuestas, no un mero experimento lingüístico o gramatical. Aún más importante, se trata de la reclamación de una (co)existencia que ha tratado de ser minimizada y una confrontación a los ímpetus de dominación, materializados en este caso en la primacía de un género por sobre otros.

Pero ese mismo principio de dominación, tan en la onda de la Ilustración europea con sus afanes de superioridad, aplica en otras esferas. Durante la década pasada, la economía basada en el extractivismo ha llevado la depredación del medioambiente hacia nuevos límites. La arrogancia y la avaricia, que llevan a algunas personas a creer que la naturaleza es una dimensión ajena a nuestra existencia, que existe para ser explotada con fines comerciales, están detrás de la escasez hídrica en Petorca y en territorio mapuche, donde la agroindustria y los monocultivos forestales para la exportación han agotado el agua para consumo humano y para la reproducción de la vida, siempre con la venia de las instituciones y las leyes. 

El mismo espíritu impositivo explica el descuido por el bienestar del medioambiente y de las personas en lugares como Quintero, Ventanas o Puchuncaví, donde pueblos enteros han sido sometidos a vivir en la contaminación y el peligro con tal de garantizar actividades económicas que se consideran fundamentales. Se privilegia la producción por sobre la existencia de comunidades y ecosistemas, que se entienden como prescindibles desde una óptica de mercado. Sin embargo, son estas mismas agresiones a la vida y a la dignidad de las personas las que han fortalecido las solidaridades y la movilización social, reclamando la existencia de entramados sociales y territoriales que dan el sustento a sistemas de vida. Frente al descuido de las instituciones y las autoridades que debiesen velar por el bien común, los territorios se organizan y re-articulan, generando respuestas locales. 

Es así como se han establecido redes de distribución gratuita de agua en zonas en sequía como Petorca, lideradas por ONGs y organizaciones de base. O barreras sanitarias lideradas por comunidades mapuche y asociaciones civiles en Tirua, como medida para detener el avance del COVID. O la paralización, por la vía de los hechos, de centrales hidroeléctricas y otros proyectos extractivos en territorio mapuche, que amenazan el equilibrio ecosistémico y la subsistencia de las comunidades aledañas. Todos estos procesos sacan a la luz una profunda tensión entre formas de existencia que parecen apuntar en distintas direcciones, así como los impulsos de dominación que privilegian ciertas existencias por sobre otras. 

La pandemia este año 2020 ha visibilizado aún más estas tensiones. En un escenario de vida o muerte, ciertas vidas parecen ser prioritarias, especialmente cuando los sistemas de bienestar social no dan el ancho para garantizar la salud y la estabilidad económica de todas las personas. La llamada crisis de los cuidados, que la economía feminista ha denunciado desde hace tiempo, ha salido más a la luz. El énfasis de la política pública en asegurar la producción en la economía de mercado, ha dejado de lado la esfera de la reproducción de la vida, sin la cual el sistema económico no puede existir. Se ha desplazado la responsabilidad de las tareas que permiten el mantenimiento de la vida cotidiana al ámbito privado, con estados que limitan su acción y hacen poco más que corregir las imperfecciones del mercado. En este proceso, amplios sectores de la población ven limitada su posibilidad de cuidarse, cuidar y ser cuidados. 

Pero no se trata sólo de las formas más evidentes de cuidado (y por lo tanto de descuido), aquellas relacionadas con el trabajo doméstico no remunerado generalmente femenino, la crianza, el cuidado de las personas mayores y enfermas. Aunque quizás menos consideradas, se trata también de cuidar las relaciones con el entorno del que somos parte y que sostiene nuestra existencia, con las aguas y los territorios, con todas las formas de vida, humana y no humana. La crisis sanitaria y sus efectos en la salud, la precariedad laboral y económica, la movilidad, el acceso a servicios y la posibilidad de acceder a los elementos básicos para la subsistencia en un estado de excepción, ha visibilizado que nadie es totalmente autosuficiente, que nadie puede salvarse sin redes de apoyo, que la soberanía alimentaria es un imperativo, que la solidaridad y la cooperación al margen del mercado siempre han sido indispensables. Quizás el recordatorio más grande que nos ha dejado la pandemia tiene que ver con la profunda interdependencia entre seres humanos y entre todas las otras formas de existencia, así como nuestra profunda vulnerabilidad.

A la pregunta de cómo convivir en un mundo de existencias en supuesta tensión, quisiera responder aferrándome al trabajo de las numerosas feministas, colectivos y comunidades que priorizan la protección y la reproducción de la vida en todas sus formas, insistiendo en la necesidad de poner al centro de nuestro actuar una ética del cuidado, en su sentido más amplio, que reconozca esa interdependencia como un valor esencial. Estos últimos diez años han sido caldo de cultivo para la precarización de la vida social y ecológica en muchas esferas, al menos en Chile. Pero tal vez también estén siendo caldo de cultivo para el fortalecimiento de nuevas formas de entender el poder del trabajo conjunto y la fragilidad de los equilibrios naturales. Quizás la única manera de vivir colectivamente sea el cuidar(nos) con la mayor convicción posible, ya que de ello dependemos.

Referencias

[1] Editorial “La utopía y la trampa”. Rufián Revista, año 1, número 1 (2010), pp. 5-6.
[2] Informe de la Real Academia Española sobre el lenguaje inclusivo y cuestiones conexas. https://www.rae.es/sites/default/files/Informe_lenguaje_inclusivo.pdf


* Nacida en Santiago de Chile en 1981. Diseñadora, magíster en ciencia política y doctora en planificación. Actualmente vive en Toronto, Canadá, donde realiza investigación y docencia en la Escuela de Planificación Urbana y Regional de la Universidad de Ryerson, en las áreas de justicia social, teoría de la planificación, planificación comunitaria y política pública.

Comentarios

Comentarios

CC BY-NC-SA 4.0 Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *