Hasta que la empatía se haga costumbre

Montserrat Castro*

Hemos olvidado que el otro, el que está a mi lado, merece el mismo respeto y empatía que yo. El 18/10 y el Covid-19 nos han demostrado que estamos lejos de ser una sociedad solidaria donde nos cuidamos entre todos. Los débiles no tienen opción de prolongar su vida, los gordos han de sufrir hambre, las eternas nanas sin nombre, desechadas en pro de la economía familar, la pureza del aire y nuestra responsabilidad sobre ella.

En esta columna se busca demostrar a través de situaciones cotidanas la falta de empatía con que nos relacionamos como sociedad.

El país se encuentra en medio de una pandemia y ad-portas de una nueva Constitución gestada desde la calle. Desde ahí se clama por un nuevo trato que se traduce en la consigna “hasta que la dignidad se haga costumbre” o hasta que tengamos la costumbre de tratarnos con dignidad. 

La miseria de los pensionados, el sistema de salud, el endeudamiento, la educación de mercado, la segregación urbana y otras, terminaron asfixiando a la ciudadanía. Sin perjuicio de ello, una serie de “anécdotas” previas al 18/10 parecen haber quedado en la memoria colectiva de los chilenos y dan cuenta de otro síntoma de nuestra sociedad: la falta de empatía entre nosotros. Los 30 pesos del alza en el precio del metro y el llamado a levantarse más temprano del Ministro de Economía, la invitación a salir a comprar flores del Ministro de Hacienda y el Presidente comiendo pizza en un restaurant de Vitacura. La explicación de los ministros giró entre una broma mal entendida y no haber dicho lo que efectivamente dijeron. 

El Presidente no dijo nada. Estás situaciones que tanto nos indignan ¿son exclusivas del trato que las autoridades tienen con los ciudadanos o es más bien son un trato generalizado entre nosotros? 

Una ley para obligar a los restaurantes a ofrecer agua sin costo, ordenanzas municipales para prohibir que las personas fumen en parques (lugar de paseo para niños y la tercera edad), peleas diarias entre conductores y ciclistas por el uso de las calles, el uso recurrente de la palabra “nana, mi nana” eliminando con ello la identidad de la persona, la burla hacia personas con sobrepeso que demandan mayor ayuda del Estado frente a la crisis, menoscaban, ubican a quien están dirigidas en una situación de inferioridad como sujetos sin derecho a que se tenga consideración hacia ellos.

A través de una serie de situaciones cotidianas, que en sí mismas no conllevan una sanción, esta columna pretende dar cuenta de una falta de empatía hacia el otro –ese trato abusivo de la autoridad que tanto nos indigna– también ha permeado nuestras relaciones sociales, a pesar de que públicamente los criterios han cambiados y cada día somos más conscientes de que el respeto por el otro exige también acciones positivas de nuestra parte.  Además de un nuevo pacto social, necesitamos un nuevo trato que vaya más allá de las pautas de buena conducta, un trato basado en entender al otro desde su punto de vista en vez del propio. ¿Será que tantas décadas de capitalismo se han llevado la capacidad de empatizar o la han dejado bien oculta para que no la podamos encontrar?

No hay lugar para los débiles o no hay camas para pacientes con enfermedades de base.

“Se murieron los que se tenían que morir. En este hospital nadie se quedó sin cama.” Con esta frase un médico urgenciólogo de un hospital periférico de la Región Metropolitana se refirió a la situación sanitaria Covid19, descartando de plano un colapso en el sistema de salud. Su afirmación se apoya en que el número de fallecidos producto del virus se conforma en su mayoría por personas con enfermedades previas y viejos, es decir, la pandemia ha matado a los débiles y esos son los que debían morir.

Esto se repite en forma recurrente en el reporte de la autoridad al hacer referencia al número de fallecidos con una enfermedad de base, atribuyendo su muerte a la enfermedad previa y no al virus recién adquirido. Tal acotación es pertinente para cualquier sujeto, independiente de su edad. Cabe recordar que en el caso del primer menor de edad muerto por Covid19, el Ministro de Salud no dudó en enumerar la lista de enfermedades de base que tenía el niño e incluso indicó el tiempo que el menor estuvo hospitalizado durante su vida. ¿Cuál es el mensaje que quería enviar el Ministro? ¿Era acaso un paciente que estaba destinado a morir?

Nos enfrentamos a enormes dificultades, inesperadas para todos pero ¿es necesario que nos presenten una excusa para parecer competentes frente a la tragedia? 

¿Se ha considerado la situación de los cercanos de esos pacientes? ¿Deben ellos aceptar que sus familiares y amigos murieron porque estaban enfermos con anterioridad? ¿No es acaso todo lo contrario y es deber de la autoridad proteger a los más débiles? En efecto, esa es la razón que subyace a los programas de vacunación, alimentación y salud: se protege primero a los de mayor riesgo.

Por otra parte, los periodistas preguntan insistentemente sobre la existencia de enfermedades de base y ante la respuesta afirmativa, dirigen su inquietud a otras áreas. Resulta cada vez más doloroso y cruel continuar preguntando si tenía una enfermedad de base, en una fase en la que si de algo tenemos claridad es que todos somos posibles víctimas.

El ítem nana.

“Yo hace rato que quiero disminuir ese ítem, pero le tengo cariño después de quince años.” Así contestaba una twittera al comentario sobre lo beneficioso que había resultado la pandemia al permitirnos prescindir de las nanas sustituyéndolas por robots cuyo precio bordea uno o dos meses de sueldo mínimo.

Pareciera ser que este país no logra avanzar en el respeto y reconocimiento por la labor de las trabajadoras de casa particular. Según datos de SINTRACAPCHILE a doce mil trabajadoras se les ha congelado su contrato de trabajo producto de la pandemia. A otras se les ha reducido la jornada laboral y con ello su sueldo, debiendo permanecer en casa para evitar el contagio. Situación que ellas describen como una cuarentena interminable. El servicio doméstico parece estar condenado a ser el resabio de una era de servilismo y abuso hacia los trabajadores, confundiéndose muchas veces situaciones de afecto entre empleador y trabajadora con sus legítimos derechos laborales. 

Públicamente, en reuniones sociales, es común escuchar a unas agobiadas madres hablar de “la nana”. Interminables conversaciones sobre lo buena que me salió mi nana, e incluso, en grupos de WhatsApp, se ofrecen y solicitan “nanas de confianza”, cual corredor de propiedades. Por otro lado, la nana es declarada públicamente como miembro de la familia, pero en época de vacas flacas es la primera que sale volando de casa, sin otra explicación que la situación económica de la familia. 

Lo que resulta más sorprenderte de esta situación es que la relación que existe con la trabajadora de casa particular es algo que en general se produce entre mujeres. En los hogares con presencia masculina, estos no hablan de la nana, salvo que ocurra un hecho que por su gravedad requiera de su participación. Es asunto entre mujeres, donde se permite que mujeres abusen de otras mujeres.

Quisiera detenerme en este punto porque si algo nos ha evidenciado la pandemia es que, para las mujeres a cargo de un niño, niña o enfermo, existe una absoluta dependencia hacia esa persona que suple las labores de cuidado en el hogar. Para muchas mujeres su desarrollo profesional y económico está condicionado por la presencia de otra mujer que ocupe su lugar. No pretendo en ningún caso desatender el rol masculino en esta situación, pero quisiera detenerme en la falta de sororidad en estas relaciones. ¿Por qué rompemos la red de protección que opera entre las mujeres cuando hablamos de las trabajadoras de casa particular? Las amigas nos cuidamos, las hermanas, madres, colegas nos protegemos especialmente cuando una esta criando o cuidando, pero esta red pareciera que no alcanza a las trabajadoras de casa particular.

El fútbol, el asado, la calidad del aire. 

Invierno del año 2015, se juega la Copa América y el Intendente de la Región Metropolitana, Claudio Orrego, planteó prohibir los asados en los días en que jugaba la selección Nacional. Los registros indicaban que en estos días los índices de calidad del aire empeoraban significativamente, habiéndose reportado cuatro emergencias sanitarias en la Región Metropolitana. “Pelotudo”, debe haber sido uno de los insultos más suaves que recibió. Una tanda de reportajes avivó la discusión donde unos entusiastas fans alegaban que el asado es cercano a una tradición nacional, que el fútbol no es fútbol sin asado, que el Intendente no entiende de fútbol y no sabe lo que significa para el pueblo ver jugar a su selección. Asimismo, los alegatos se centraron en que la contaminación la generan los autos y las empresas y son las personas las que terminan pagando los platos rotos.

Para abordar este punto me permito hacer referencia a tres aspectos: El consumo de leña es un asunto de política pública porque afecta la calidad del aire que respiramos. El fútbol genera felicidad a las personas y todos deberían poder vibrar viendo a su equipo. ¿Existe realmente una relación entre parrilla y fútbol en el sentido que prohibir una hace imposible el disfrute de la otra?   

Primero, existe un problema de calidad del aire en prácticamente todas las grandes ciudades de Chile. En el Gran Santiago están prohibidos los artefactos a leña. La leña es un problema, se consume mucha leña, lo que aumenta el riesgo de muertes prematuras en niños, adultos mayores y personas con enfermedades crónicas.

Segundo, el fútbol genera un sentimiento apasionado de los fans por su equipo. No será esta columna la que pretenda cuestionar los dogmas de esa religión sin ateos (Galeano). Sin embargo, ¿existe algún nexo entre esa pasión y la necesidad de prender una parrilla? Somos incapaces de modificar un hábito a sabiendas de que resulta perjudicial para nuestra salud y la de los demás. 

Durante los últimos años la autoridad ha dejado de hacer campañas informativas sobre el correcto uso de la leña porque ya se ha logrado concientizar a las personas sobre lo perjudicial para la salud que resulta su uso. No obstante, si preguntamos sobre la conveniencia de prohibir los asados en días de clásicos, la respuesta será que la autoridad fiscalice otras fuentes de emisión. ¿Será que, sencillamente, el hecho que otras conductas dañinas sean toleradas nos exime de responsabilidad frente a un problema que nos afecta a todos? 

La insistencia en seguir prendiendo fuego y continuar arrojando a la parrilla alimentos de una de las industrias más contaminantes del mundo cada día, resulta simplemente inaceptable en una ciudad como Santiago, más aún en época estival. Tendrán los fanáticos que comprender que las ansias de derrotar a su oponente no se avivan con la grasa encendiendo unas brasas humeantes, que los únicos derrotados terminan siendo los pacientes que a los días siguientes llenan las salas de esperas de los SAPUS con complicaciones respiratorias.


Por medios de estas tres situaciones tan disímiles entre sí quisiera dejar en evidencia como elemento común la falta de empatía presente en la forma que nos relacionamos. Hasta que la dignidad se haga costumbre debiese ser un mandato para repensar, también, nuestras relaciones horizontales e introducir empatía en la forma en que nos tratamos, ese sentimiento que al final del día permite que las personas se ayuden entre sí.


*Montserrat Castro, Abogada Universidad de Chile y estudiante del Magíster de Políticas Públicas de la misma casa de estudios. 

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