En enero de 2015, el Poder Ejecutivo envió un proyecto de ley de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo bajo tres causales, a saber, riesgo vital para la madre, inviabilidad fetal y embarazos cuyo origen es la violación. Luego de ser aprobado en primer trámite constitucional por la Cámara de Diputados el 17 de marzo de 2016, fue aprobado por la Comisión de Salud del Senado y actualmente está siendo debatido por la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento. De acuerdo a lo señalado por el Ejecutivo, debería ser votado por el Senado en pleno el 10 de enero del 2017, para luego discutir en particular y ser finalmente aprobado dándose por terminada la etapa legislativa. Con esto, después de dos años de amplio debate a nivel público, se marcaría un momento clave para las miles de mujeres que día a día toman la decisión de interrumpir sus embarazos por estas y otras razones, y que desde hace casi tres décadas han sido judicial y socialmente criminalizadas.

Ante la urgencia de pronunciarse sobre el tema, en el equipo de Rufián Revista quisiéramos aclarar que todas abortamos. Abortamos todas porque –ya lo dijimos en una editorial pasada– «la lucha contra la penalización del aborto, que en la práctica se vuelve una prohibición solamente aplicable a las clases sociales más desprotegidas, es para nosotras apenas la punta de lanza para la creación de un movimiento colectivo y crítico amplio, que se oponga a la histórica marginación de las mujeres de las esferas públicas, al abuso y explotación de los cuales hemos sido víctimas por generaciones y a la violencia cotidiana a la que nos vemos expuestas».

Abortamos todas y siempre lo hemos hecho, pues los antiguos «raspajes» y otras técnicas ancestrales se han practicado desde siempre; están ajenas a la escritura de la historia. No hay fechas ni nociones de tiempo. Tampoco hay cifras ni huellas visibles. Pero se sabe, secretamente, se entiende y se comparte –entre nosotras– que se trata de un desacato histórico. En nuestra herencia se encuentra el testimonio de las mujeres que, en el pasado, se autoagredieron arriesgando su vida en sanatorios clandestinos para conservar el orden dentro de la familia convencional, deshaciéndose de los hijos no deseados cuando ni siquiera había métodos anticonceptivos disponibles. Abortamos todas y abortamos juntas, porque ante la violencia sobre nuestros cuerpos, entre mujeres nos tendemos las manos. Y eso también es parte de nuestra herencia.

Abortamos todas porque el debate sobre la despenalización del aborto se da en un contexto bien específico, en un proceso que, después de los «traguitos de más» y las mujeres que «prestan el cuerpo», en 2016 termina con una lista de eventos que dejan al descubierto el funcionamiento de un discurso abiertamente machista y opresor. Desde marzo de este año, una decena de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile ha denunciado una serie de acosos sexuales de parte de profesores de dicha facultad. Ante esta polémica, el académico y premio nacional de historia, Gabriel Salazar, declara que dichos acosos son «una estupidez, no un crimen». En agosto, los guardias de seguridad de la tienda Ripley echaron con insultos homofóbicos a una pareja de mujeres que había osado besarse en público. Algunos meses después, la misma empresa se apropia de la consigna #niunamenos para vender camisetas, en una campaña publicitaria tan descontextualizada que utilizó imágenes de mujeres a las que, irónicamente, se les había cortado la cabeza. En el mismo contexto, el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, en una campaña televisiva «Por un #ChileSinFemicidios», presenta únicamente actores hombres en pantalla, con una voz en off masculina que se refiere a las mujeres solo en calidad de «tu mamá», «tu hermana» o «tu hija». Y para coronar el año, nos encontramos con que hay quienes no entienden que regalar una muñeca inflable no es solamente de pésimo gusto –ciertamente no porque ofenda a la economía–, sino que es una de esas miles de «tallitas» que no hacen más que perpetuar un sistema machista y violento. Porque la única razón por la que se sostiene regalar una figura de mujer con la boca tapada y la vagina al aire es porque arriba del escenario se encontraban «el» presidente de los exportadores, «el» ministro de economía, «el» senador y «el» ex ministro… y la promotora, claro, atrás, calladita y sonriente.

Abortamos todas, porque expresiones como «violencia obstétrica» son neologismos necesarios para develar prácticas que sostienen y son sostenidas por un sistema que se apropia de los cuerpos femeninos y desconoce a las mujeres como sujetos de derecho con capacidad para decidir sobre sus vidas. Porque en la violencia obstétrica se evidencia, una vez más, que el machismo opera en conjunto con otras violencias, como el racismo y el clasismo, por ejemplo, en el caso de Lorenza Cayuhan, quien fue obligada a parir engrillada y en presencia de un gendarme, por su calidad de mujer, presa y mapuche.

Abortamos todas porque a los chilenos nos quitaron la autonomía sobre nuestros cuerpos el 11 de septiembre de 1973, y dieciséis años después, justo antes de recuperarla, a las mujeres chilenas nos la volvieron a quitar. No es casualidad que la penalización total del aborto haya sido la última acción de la Dictadura, movilizada por quien, además de ser un fanático religioso, fuera un astuto estratega político. La prohibición no apunta –y nunca apuntó– a reducir el número de abortos realizados en el país, sino a profundizar un sistema de control y de privilegios.

Abortamos todas en Rufián Revista porque hemos establecido contacto con una reflexión profunda sobre la desobediencia a la norma, como respuesta casi fundacional a la creación de esta última. Hoy vale para nosotras hacernos cargo de la penalización y su desobediencia desde otros puntos de vista. Ya no sentimos que nuestra motivación para abortar sea no cumplir las expectativas del rol materno, «no estar aptas» para el constructo femenino de la sociedad, o haber fracasado. El aborto se perfila hoy como un método de autoliberación que se reconoce histórico y legítimo, en el que las mujeres materializamos la autonomía sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. Un acto que temerariamente representa la alternativa al mandato de la mujer-madre, la diferencia y el desacuerdo frente a los roles para los cuales se nos ha entrenado. Esto es, un aborto sin culpa. Un aborto libre.

 

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