Por Martín Hopenhayn[1]

La insostenibilidad de la posición antiaborto radica en que se fundamenta en un maximalismo moral que impide cualquier mediación argumentativa y práctica; y porque además recurre a un punto discrecional en el flujo no vida-vida humana para determinar su aplicación en la práctica. Frente a ello se propone un criterio ético-práctico fundado en la autonomía de la mujer y la consideración desde el caso singular y no de una norma absoluta.

En las polémicas sobre el aborto y los debates que acompañan su legislación, el problema central es si hemos de regirnos por un criterio moral o uno práctico, por uno absoluto o uno situacional. Los antiabortistas eligen el primer criterio y allí no hay argumentos conmensurables que permitan una discusión. A la vez que moralizan el tema, lo privan de mediaciones. El recurso argumentativo confina al otro a elegir entre el bien y el mal, apelando a un principio irreductible y a un parámetro discrecional sobre el “momento” de inicio de la persona humana, para luego verificar si se cumple o no la ley moral.

Para el antiabortista, el abortista interrumpe la vida de una persona humana y le niega su oportunidad de desplegarse en plenitud. Fija el momento exacto en que esa vida comienza cuando el óvulo fecundado se anida en la pared del útero. ¿Por qué en ese momento y no en el momento del coito, o cuando el feto está plenamente formado, o al evento de su nacimiento? Lo que ocurre es que el argumento antiaborto requiere la bisagra que vincula de manera necesaria una ley moral con un criterio inequívoco para determinar a partir de qué punto se cumple o se traiciona. A mi juicio, tal posición es contestable tanto por su irreductibilidad moral como por la discrecionalidad del parámetro para cotejarla con los hechos.

En cuanto a la incondicionalidad del principio, el contraargumento es que en términos prácticos la sociedad, y las personas, encuentran situaciones en que cualquier decisión puede producir una lesión a otra vida. Combatir un cáncer con quimioterapia busca prolongar la vida, pero a la vez mata muchas células vivas, sanas, todas ellas muy humanas. Una catástrofe natural puede obligar a decisiones rápidas en que el esfuerzo se destina a salvar muchas vidas al costo de no alcanzar a salvar otras (por ejemplo, en acciones de rescate en sequías, terremotos o huracanes). Cualquier política de emergencia social implica privilegiar la satisfacción de unas necesidades frente a otras, y de unos necesitados frente a otros, siendo vitales todos. Es decir, la irreductibilidad de la vida humana no impide que a cada momento se presenten situaciones dilemáticas en que hay “vida” lesionándose.

En el debate sobre el aborto, al menos frente al proyecto de ley de aborto en Chile, las tres causales admitidas se inscriben en esta dicotomía de sacrificios, vale decir, reconocen a la vez el derecho inalienable a la vida y los dilemas que se plantean para su ejercicio en la vida práctica. La pulsión de muerte y la violencia ejercida sobre otro en una violación, así como la marca indeleble que deja en la víctima, plantea dilemas respecto de dónde se está respetando la vida cuando se habilita o no habilita el derecho a abortar en tal circunstancia.

La malformación del feto depara una vida cuya calidad se pone en entredicho, vale decir, plantea dilemas inevitables entre el “quantum” de sufrimiento que esa vida implicará para sí misma y para los demás, y el hecho de prohibir su “interrupción”. Algo análogo podría plantearse frente a la eutanasia: ¿hasta dónde impedir el cese de la vida cuando su prolongación es solo calvario para quien la lleva y quienes le rodean? Se podrá argumentar que en la eutanasia la decisión es de la persona directamente afectada. ¿Pero cómo consultar a un feto con malformación? Sé que la pregunta misma suena deshumanizada, pero en términos prácticos no puede eludirse. Ante ello, quien lo porta en su vientre pareciera ser la persona indicada, o la menos ilegítima, para tomar semejante decisión.

Finalmente, cuando el embarazo es de riesgo vital para la madre, plantea inequívocamente el dilema entre optar por una vida u otra. Puede que el riesgo vital no implique necesariamente la muerte de la madre, pero pone en un lado de la balanza a la madre con toda su biografía en el cuerpo, su mundo afectivo y sus proyectos, y del otro lado a un feto que ella misma alberga en su interior. No veo allí otro camino más respetable que el dejar la decisión a quien, entre las partes, tiene la posibilidad de tomar la decisión.

En lo personal siempre he considerado que el aborto debe ser legal sin atenuantes ni causales restringidas, sino basado en el respeto a la decisión autónoma de las mujeres ante una situación de embarazo no deseado. Sé que este planteo abre otros flancos de discusión, a saber, el de aceptar la práctica del aborto en función de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su maternidad. Se podría objetar que dicha defensa de la autonomía también apela a un principio irreductible y en ello replica la lógica del antiabortista. La diferencia, empero, es decisiva: con el principio de autonomía la decisión de abortar no está prohibida ni asegurada ex ante, sino que ocurre tomando en cuenta precisamente lo que el antiabortista veta: las consideraciones específicas, el momento, los afectos y razones involucradas en el caso singular. En oposición al principio de inalienabilidad de toda vida incluida la del feto, el principio de la autonomía de la madre introduce una dimensión práctico-ética, vale decir, vincula inductivamente la situación concreta con el principio. Mientras la moral antiabortista solo vincula deductivamente el principio con el caso, y cierra con ello toda consideración sobre la especificidad de la situación y la voluntad de la persona que porta esa vida en su vientre, el principio de autonomía de la mujer permite que la decisión sobre abortar o no se asiente en una evaluación pormenorizada y que contempla un conjunto de circunstancias presentes y futuras y, eventualmente, consulta con el progenitor.

Tenemos luego otro problema de consistencia, puesto que el maximalismo moral del argumento antiaborto solo funciona en la medida en que pueda fijarse un parámetro exacto para evaluar las conductas humanas en relación al principio. Allí viene la determinación del “momento” en que la vida humana aparece como irreductible en medio de un proceso que es de flujo continuo de la vida. ¿La concepción? ¿Ese momento x de adherencia del óvulo fecundado en la pared del útero? Esto abre otro flanco de debate.

Si bien como principio moral la persona humana es irreductible, atribuirle personalidad a un óvulo fecundado adherido al útero resulta poco verosímil para el sentido común. La postulación viene de una doctrina básicamente religiosa, y específicamente católica, y su última instancia radica en la idea de que Dios crea la vida humana y nadie tiene derecho para alterar ese curso providencial. Por supuesto, el carácter de criatura de ese feto cuyo corazón aún no late lo hace, ante los ojos de Dios, tan obra suya como usted o como yo. Sin embargo, ¿es este un argumento plausible en una discusión de políticas dentro de un orden laico y una cultura secularizada? Claramente no, porque dicho orden supone decisiones fundadas en la posibilidad de un debate racional entre posiciones conmensurables entre sí.

En mi agnosticismo creo que la vida humana es un flujo que va desde la vida en general hasta el momento en que tenemos frente a nosotros un ser humano constituido e independiente, ya nacido y con todos los derechos a su haber. Interrumpir la vida humana es algo que, en ese contexto, ocurre todo el tiempo. No hay un punto inequívoco de corte. En el semen hay vida en potencia. Si es así la masturbación debería ser sancionada como un crimen de lesa humanidad por cuanto condena a millones de potenciales seres humanos a no desarrollarse como tales. Podemos remontarnos más atrás, a formas de alimentación lesivas para la fertilidad, a todo método anticonceptivo, al suicidio de hombres y mujeres con potencial de reproducción. El supuesto del flujo no tiene límite y por lo mismo obliga a que ese límite se ponga en cada caso por parte de las personas directamente involucradas. La elasticidad con que se puede remontar, hacia atrás, el punto de corte entre un proyecto de vida humana y la nada que le antecede, pone hacia delante la imposibilidad de vincular, de manera inexorable, un punto de corte-inicio con un principio moral irreductible. Salvo ante un ser humano-en-el-mundo, constituido físicamente como ser independiente y en cuanto tal titular de los derechos.

Ante la falta de salida del moralismo antiabortista creo necesario plantearse el problema desde la perspectiva de una práctica capaz de construir desde sí misma su discurso de legitimidad. ¿Qué significa esto? Que uno puede ser abortista o antiabortista y nadie puede obligar deductivamente, desde un imperativo doctrinario, a una u otra opción. La legitimidad del aborto o el antiaborto es de consideración, en primer lugar, de la mujer que sostiene el embarazo y que decide llevarlo a término o interrumpirlo. Las razones a esgrimir podrán ser muy diversas en uno u otro sentido. Lo que es requerimiento ético en la política, en este caso, es poner a disposición las posibilidades, la información y todo aquello que puede fortalecer tanto la responsabilidad como la libertad de quien aquí es principal agente de decisiones, a saber, la mujer embarazada y eventualmente su pareja. Esto implica, por ejemplo, una política educativa y comunicacional que permita a los agentes actuar con autonomía y conocimiento de causa. Me inspiro, en esta posición, en el concepto de capacidades y libertades del desarrollo humano (capabilities and liberties) planteado por Amartya Sen, y que defiende como principio ético y social el derecho de cada cual a decidir sobre su vida conforme a sus valores y su visión de lo que es valioso.

Una última contradicción se plantea cuando se lleva el argumento moral al extremo. Si un aborto interrumpe la vida de un ser humano, y el argumento es el de la inalienabilidad de esa vida, considerada igualmente valiosa en quien camina sobre el suelo que en el óvulo fecundado adhiriéndose a la pared del útero, entonces la pena debería guardar equivalencia, y el aborto no debería diferenciarse de un homicidio. ¿Pero no viola esto toda consideración de sentido común? ¿Acaso estaría dispuesto a consentir, el antiabortista, la cadena perpetua para la mujer que decide abortar o el médico que la asiste? ¿No huele eso a fundamentalismo anacrónico? Esta pregunta puede parecer absurda, pero permite ilustrar los límites de la posición moralista, empujándola al extremo de sus consecuencias.

Quisiera concluir con una inquietud que va más allá de estas consideraciones. Como dije, siempre he sido defensor del aborto como decisión autónoma de las mujeres y, si se da el caso, en conjunto con sus parejas. Siempre creí, también, que la juventud se desplazaría progresivamente hacia mayor tolerancia y aceptación del aborto. Pero últimamente he encontrado muchos jóvenes modernos, informados, informatizados, en principio progresistas o secularizados, que sí le conceden un carácter crítico al aborto desde la perspectiva ética.

¿Es esto un retroceso? No me atrevo a afirmarlo, porque a la vez que se le otorga un carácter problemático en lo ético, se reconoce también que ya es hora de legislar y legalizar el aborto y poner en los actores directos el lugar de la decisión final. No está mal como impronta de una generación emergente el que le confiera al aborto un lugar en la reflexión ética con todos sus dilemas, y al mismo tiempo coloque el poder de decisión en el único lugar posible, o en el menos ilegítimo.

[1] El autor es máster en filosofía por la Universidad de París VIII (1979), ha sido profesor en la Universidad de Chile, Universidad Diego Portales y Universidad Arcis, y trabajó como investigador en desarrollo social en la CEPAL (1989-2014), donde fue director de la División de Desarrollo Social (2008-2014). Es autor, entre otros, de ¿Por qué Kafka? Poder, mala conciencia y literatura (Paidós, Bs.As., 1983 y LOM, Santiago, 2000), Ni apocalípticos ni integrados: aventuras de la modernidad en América Latina (Fondo de Cultura Económica, Santiago 1994 y México 1996); y Después del nihilismo: de Nietzsche a Foucault (Andrés Bello, Santiago, 1997 y 2005).

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