Cárcel y vulneración de derechos humanos

Alicia Alonso Merino
Directora de Leasur. Abogada por la Universidad de Salamanca (España) y experta en derechos humanos y género. Desde el año 2005 realiza acompañamiento socio-jurídico a personas privadas de libertad. www.leasur.cl / facebook: leasur.ong

Ilustración: Francisca Veas

Las cárceles son espacios invisibles de control social donde la violencia y la impunidad forman parte de la cotidianeidad. Visibilizar y denunciar esta grave vulneración de derechos es uno de los objetivos de ONG Leasur. Tenemos la obligación de avanzar hacia un horizonte de mayor igualdad y justicia social, donde las personas privadas de libertad también sean reconocidas como sujetos de derecho.

ONG Leasur es una organización comprometida con los derechos humanos de las personas privadas de libertad, que busca detectar y denunciar los patrones de abuso sistemático que se producen (y reproducen) en las cárceles de nuestro país. Queremos llamar la atención acerca de los diversos problemas, vacíos legislativos y deficiencias institucionales que existen en el ámbito penitenciario nacional, para contribuir a la generación de cambios estructurales que los modifiquen, tanto en términos normativos como políticos, sociales y culturales, bajo la convicción de que visibilizar los problemas es el primer paso para erradicarlos.

A pesar de que la tasa de delitos en Chile es una de las más bajas de América Latina, tenemos una de las mayores tasas de prisionización de la región. Las cárceles son un reflejo de la sociedad en que vivimos. Al examinar el perfil socioeconómico de la población penal, es posible corroborar que las personas privadas de libertad pertenecen, en su mayoría, a los sectores más precarizados de la población.

Chile es uno de los países más desiguales del continente y de la OCDE, y la desigualdad requiere que el control social de las personas excluidas por el neoliberalismo se mantenga por medio de normas represivas. La agenda corta antidelincuencia es una muestra de ello: mayor criminalización de la pobreza y una importante reducción de derechos y libertades. De acuerdo con esta lógica, los problemas sociales (que el propio sistema capitalista crea) se solucionan con cárcel y represión, en lo que viene a llamarse «populismo punitivo». La inseguridad acaba siendo un negocio… no sólo económico, sino también político.

No está de más recordar que las personas que cumplen una condena en prisión están privadas de su derecho a la libertad ambulatoria, pero no del resto de sus derechos, que deben permanecer intactos. Sin embargo, las cárceles son espacios esencialmente violentos: violencia estructural, violencia de los gendarmes y violencia como forma de relación entre los mismos reclusos. El hacinamiento y las precarias condiciones de infraestructura que se aprecian en las unidades penales no hacen sino exacerbar y reproducir esta realidad.

En su trabajo cotidiano, los equipos territoriales[1] de ONG Leasur han podido constatar que muchas personas privadas de libertad señalan haber sufrido apremios ilegítimos, malos tratos y tortura con secuelas físicas que no son recogidas en los informes médicos. Además de la naturalización de la violencia que existe en la cultura carcelaria, la mayoría de estos hechos no se denuncia por temor a que Gendarmería tome represalias. Esto se debe a que no existe un mecanismo de protección efectivo (ni judicial ni administrativo) ni una institucionalidad coherente que regule la ejecución de la pena. En nuestro país no hay jueces especializados ni una ley de ejecución penal, y el Estado chileno no ha cumplido con la obligación que contrajo en 2008: crear o designar un Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNPT) en diálogo con la sociedad civil.

Además de los abusos de que son objeto, las personas presas que atienden nuestros equipos se refieren a situaciones cotidianas de corrupción e irregularidades en los recintos penales. Entre otras, que deben «pagar» para acceder a derechos reconocidos por los tratados internacionales y la normativa chilena, como el acceso a talleres, recibir visitas sin acreditar relación de afinidad y tener acceso a un celular cuando la unidad penal no cuenta con teléfonos públicos. Según el relato de los presos, estos pagos son canalizados a través de otros reclusos o de funcionarios de Gendarmería, quienes además incurren o propician el tráfico de drogas, la venta y consumo de alcohol y la circulación de celulares que luego requisan en los allanamientos.

También existen irregularidades en la aplicación de las sanciones. Los reclusos señalan que, para evitar una mala calificación en la conducta y la consiguiente dificultad para acceder a beneficios intrapenitenciarios, los presos se someten al «pago al contado», práctica que consiste en recibir una golpiza por parte de la autoridad a cambio de que no quede registro de la sanción en la hoja de vida. Esta práctica, que se enseña habitualmente en las escuelas de Gendarmería, se ha extendido a los recintos penales, transformándose en un hábito frecuente y silenciado. La mayoría de las personas privadas de libertad que han sido entrevistadas por nuestros equipos señalan que se han sometido a esta forma irregular de cumplimiento de las sanciones en más de una oportunidad.

Respecto a las mujeres privadas de libertad, a pesar de que presentan menores niveles de agresividad y violencia, viven bajo el régimen penitenciario establecido para los hombres, que no tiene en cuenta su idiosincrasia, necesidades y circunstancias particulares. Si las áreas de intervención social fueran determinadas por el nivel de punitividad, lo más probable es que las mujeres serían menos castigadas que los varones, pero sucede todo lo contrario: se castiga con más dureza la desviación de la norma de las mujeres.

El hecho de que no exista una ley de ejecución penal, ni jueces o fiscales especializados en ejecución penitenciaria, ni procedimientos judiciales dirigidos específicamente a cautelar los derechos de las personas privadas de libertad hace que la mayoría de estas irregularidades se mantengan en la impunidad.

Atendiendo a todo lo anterior, resulta evidente que estamos todavía muy lejos de alcanzar los estándares democráticos internacionales en cuanto a la custodia que se da al interior de las prisiones. Muchas son las tareas pendientes para que Chile sea capaz de proveer las garantías sociales y democráticas que requiere el ámbito penitenciario. Ante la ausencia de voluntad política para realizar estos cambios, la sociedad civil tiene la obligación de seguir denunciando los abusos y reivindicando los derechos, para avanzar hacia un horizonte de mayor igualdad y justicia social, donde las personas privadas de libertad también sean reconocidas como sujetos de derecho.

[1] En la actualidad tenemos equipos territoriales de asesoramiento y defensa jurídica gratuita en el CCP Colina II, CDP Santiago Sur (Ex penitenciaría), Unidad Especial de Alta Seguridad (UEAS), CDP Puente Alto y en CPF Santiago (Centro Penitenciario Femenino).

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