Juana Aguilera
Comisión Ética Contra la Tortura-Chile

Ilustración: Cristian Norambuena

El 26 de junio fue declarado por las Naciones Unidas como el Día Internacional de Solidaridad y Apoyo a las Víctimas de la Tortura en el mundo. En la Comisión Ética Contra la Tortura-Chile, conmemoramos cada año esta fecha y saludamos como siempre a todas y todos los luchadores sociales que se unen contra el olvido y a favor de la memoria tanto de quienes sobrevivieron como de aquellos que cayeron, víctimas de este crimen tan bárbaro y brutal.

Hoy las noticias locales nos hablan casi cotidianamente de la tortura. Siete inmigrantes de nacionalidad colombiana fueron sometidos a torturas con electricidad, asfixia y colgamientos en el norte de Chile; la Coordinadora Nacional de Inmigrantes en Chile presentó una denuncia ante los tribunales, la cual dio como resultado que ocho carabineros de Chile fueran procesados (18 de junio 2016 en la ciudad de Arica, Población Cerro El Chuño). El 22 de junio 2016, el ex detective Ricardo Bopp Negrete denunció las clases de tortura a las que debe asistir todo alumno aspirante a formar parte de la Policía Civil en Chile. El 17 de mayo, el menor de edad Roberto Zambrano, estudiante de cuarto medio y presidente del Centro de Alumnos del Instituto Nacional, fue detenido en una concentración estudiantil. Lo llevaron a la Tercera Comisaría de Santiago, lugar donde le rompieron la ropa, lo desnudaron y le pegaron. Gabriel González, estudiante de tercer año de Literatura en la Universidad de Chile, fue presidente del Centro de Alumnos del Instituto Nacional en 2012 y actualmente es Consejero de la FECh. Detenido por Carabineros de Chile el 27 de abril, con el pretexto de no haber pagado una multa, fue desnudado en la comisaría, obligado hacer sentadillas e insultado por ser dirigente estudiantil. González señala que su detención fue selectiva precisamente por su condición de dirigente. Patricio Gutiérrez, presidente del Centro de Alumnos del Liceo de Aplicación, narra que en las dos semanas que han estado en toma, los han desalojado tres veces con una excesiva violencia de parte de Carabineros: “después de eso, apuntaron con armas de fuego a dos alumnos dentro del liceo y se llevaron detenidos a setenta y seis estudiantes y dos apoderados”. Gutiérrez añade que el viernes, en la jornada de protesta en solidaridad con el caso de Roberto Zambrano, fueron detenidos dos estudiantes del Liceo. Uno de ellos cursa séptimo básico, tiene trece años y nacionalidad peruana. “Él tuvo una discriminación muy fuerte por ser extranjero y por ser estudiante movilizado. Lo discriminaron por ser peruano, le dijeron que no tenía por qué estar metido en este tipo de cosas y recibió agresiones verbales de grueso calibre. Si bien no le pegaron, lo maltrataron psicológicamente con solo trece años”, explica el presidente del Centro de Alumnos. Gutiérrez reflexiona: “La agresividad de Carabineros es totalmente desmedida. Estamos levantando una querella contra Carabineros por estos excesos y específicamente contra el Coronel René Martínez, quien estuvo a cargo del operativo de ese viernes. Es fuerte porque Carabineros ha realizado todos los destrozos que hay en el colegio. Rompieron la chapa del Centro de Alumnos, las salas, tiraron lacrimógenas, rompieron los baños y, honestamente, son ellos los que están causando los destrozos y dañando la infraestructura que nosotros necesitamos y que estamos exigiendo que mejore”.

Según estudiosos y expertos sobre el tema, las secuelas de la tortura en el tejido social son profundas, prolongadas y permanentes. Las consecuencias de la tortura en la sociedad luego de la dictadura son insospechadas; las de hoy, en pleno Estado democrático, más insospechadas aún.

Lo que nos muestran las noticias es que el pueblo de Chile vuelve hoy a encontrarse en medio de un escenario donde prevalece la práctica de aplicar tormentos, penas y tratos crueles, inhumanos y degradantes por parte de los agentes del Estado. Quien protesta se enfrenta, casi cotidianamente, a una única respuesta gubernamental: represión e impunidad. Por su parte, el movimiento social exige, a lo largo y ancho de nuestro país, urgentes reformas que garanticen los derechos de las personas, mayor dignidad y justicia social.

Chile se encuentra hoy sin caretas y sin disfraces; hemos sido testigos de cómo las instituciones y estructuras establecidas como pilares de la sociedad se han caído por la corrupción, el cohecho, la extorsión y la avaricia. De este modo se desnuda la confabulación entre el empresariado y la clase política, que hacen leyes que nos explotan, destruyen nuestros ríos, montañas y mares, y nos relegan a la pobreza y a insalvables brechas sociales. Estas mismas brechas les permiten levantar discursos de igualdad e inclusión social vacíos, sin sentido, sin puntos de intersección reales con la vida de los postergados. Las políticas públicas que se les proponen a las llamadas poblaciones vulnerables, la parafraseada participación ciudadana y los llamados a la inclusión social colisionan permanentemente con la inexistencia de garantías de los derechos, porque dichos y hechos, en nuestro país, siguen teniendo demasiados trechos.

La persistencia de lucha del movimiento social, especialmente del pueblo mapuche y de los estudiantes, alienta esperanzas para múltiples demandas sectoriales y nacionales. Sin embargo, y conforme avanza el movimiento social, también avanza la política represiva y de impunidad a los agentes del Estado que ejecutan acciones de represión cada vez más cruentas contra los luchadores sociales, especialmente contra los líderes y dirigentes, en cuyos casos la práctica de la tortura y de violaciones a los derechos humanos se empiezan hacer rutina.

La impunidad a la prevalencia de los actos de tortura no resulta rara en nuestro país, que tiene una larga experiencia en burlar los compromisos internacionales firmados en el campo de los derechos humanos y especialmente en relación al infame crimen internacional de la tortura, flagelo rector aplicado masiva y sistemáticamente durante los diecisiete años de dictadura y que en democracia jamás ha sido abolida. Nula ha sido la voluntad política de los legisladores, magistrados y gobernantes por declararla abyecta, ilegal y perseguirla judicialmente.

Aún estamos lejos de que los órganos del Estado reconozcan, investiguen y castiguen judicialmente a los perpetradores; estamos aún lejos de la existencia de medidas de reparación al daño causado contra un ser humano por parte de un Estado que se organiza y entrena para reducir, anular su dignidad, destruir su personalidad y llevarlo a la negación total como persona.

Aún estamos lejos de incluir en la legislación nacional la tipificación del delito de tortura, mientras se mantiene la figura de “apremios ilegítimos”. Chile, a casi treinta años de haber ratificado la Convención Internacional contra la Tortura, no ha cumplido con integrar la definición de tortura al Código Penal ni tampoco ha cumplido con los estándares establecidos en la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1975, la cual señala textualmente en su artículo 1°: “A los efectos de la presente Declaración, se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras…”.

Más lejos aún estamos de las medidas de no repetición, es decir, del fomento y de promoción por parte del Estado de Chile de una cultura de respeto a los derechos humanos, y plena vigencia de los mismos. Aún no se imparte Educación en Derechos Humanos en los planteles educacionales del país, y jamás se ha diseñado una política que permita despinochetizar la sociedad eliminando toda práctica, traza y apología a la violencia de lo que representa una de las más cruentas dictaduras cívicomilitares que azotaron el continente latinoamericano en los años 70. Aún los criminales intelectuales y materiales gozan de impunidad, tienen instituciones y calles con sus nombres, salas, bibliotecas y monumentos en lugares públicos, mantienen títulos de hijos ilustres a lo largo de los municipios del país y son económicamente sustentados con los bienes públicos apropiados y que formaron parte del saqueo a Chile y su pueblo; se les mantienen jubilaciones, pensiones y defensas jurídicas pagadas por el Estado de Chile. Hoy, los civiles que apoyaron a la dictadura no han sido sancionados moralmente y algunos de ellos promueven en el Parlamento acciones para liberar a unos ciento ochenta genocidas recluidos actualmente en el penal de Punta Peuco, con la justificación de contribuir así a la paz social, sin dejar en claro, hasta ahora, quién la amenaza. La Corte Suprema, que ya antaño se negó a acoger un recurso de amparo de los miles que pudieron haber salvado la vida de los detenidos desaparecidos, se suma a esta ola de liberar genocidas y nos demuestra que nuestro país no ha ajustado ni sintonizado la normativa interna con la normativa internacional, que declara los crímenes de desaparición forzada de personas, ejecución sumaria de prisioneros y la tortura sistemática y masivamente aplicadas como crímenes de lesa humanidad, es decir, imprescriptibles, inanmistiables e inindultables. De lograr este cometido, la derecha, el Parlamento, el poder judicial y el silencio de La Moneda condenan a nuestro pueblo a ser un pueblo sin moral pública.

Si el crimen de la tortura deja graves secuelas en quien la padece, la pregunta a realizar es ¿cuánto daño ha dejado este flagelo en el tejido social de nuestro país? Si estamos expuestos a altos grados de violencia, donde la tortura lo pervierte y contamina todo, incluso los afectos, y rompe con los valores de la solidaridad, la empatía y la confianza en el otro, ¿cuánto de ello nos pesa en nuestras luchas de hoy?

Las consecuencias que se viven hoy en el tejido social son tantas y tan profundas que no hemos logrado cristalizar un movimiento amplio, unitario y masivo que sustente las demandas y permita la ruptura con un sistema que nos ha negado la soberanía y la autodeterminación como pueblo; un sistema que nos impide el ejercicio soberano de manifestarnos y coarta la libertad de movimiento, la cual se mantiene sujeta a controles de identidad y a la amenaza de la detención por sospecha, que nos retrotrae a los traumas sociales heredados de la dictadura cívicomilitar.

Luchar contra la tortura hoy nos exige ser conscientes de los efectos de este flagelo a los que no somos ajenos; la unidad se hace necesaria, pero se construye y será posible únicamente cuando logremos romper con la secuela de la desconfianza que nos caló profundo como pueblo.

Necesitamos luchar unidos contra la tortura para que lo que vive de sus efectos en cada uno de nosotros retroceda y nos abramos paso a construir un Chile ajeno al Estado policial de hoy, sin tortura, digno y justo.

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