
* Alex Cruz Aponasenko
La Cumbia dicen que es para los “negros”, los “villeros”. Se escucha en toda América Latina y allí donde se escucha se cree que es originaria. Es invento colombiano, y es justamente su condición de “invento” lo que nos hace leer en ella mucho más de lo que el tambor deja oír.
Pa, pa, paz pide la gente/
Pa, pa, paz pide la gente/
Las escopetas, también dicen.
Verny Varela, Exilio.
Un día llegaron los negros, venían de África en barcos españoles, y, como dice Joe Arroyo: “africanos en cadenas besaban mi tierra” cuando descendían; esa bittersweet tierra Colombiana. No se sabe si los negros los traían consigo, pero mi opinión es que se crearon allí, luego de años de esclavitud y mestizaje; areítos se les llama. En la lengua antigua quiere decir: bailar cantando. Quiere decir crear a golpe de cadera. Quiere decir poner el cuerpo y la voz. Decir con el cuerpo. La historia era lo que allí se cantaba. Tomaron de los indígenas el modo de transmisión oral, que es básicamente transmitir con la voz. Tomaron de los negros el lenguaje del cuerpo. El hombre blanco prefiere escribir. La operación simbólica que se realizó sobre ese real novedoso y multiforme se llamó cumbia.
La cumbia era un acto de transmisión que con el tiempo y el avance del capitalismo derivó en un puro ritmo comercial y se expandió por toda América creando versiones de sí misma cada vez más tristes y empantanadas. Por allá, en las mismas tierras en las que García Márquez parió el realismo mágico, los contoneos de caderas y los coreos configuraban cierta raza difícil de entender y muy particular: los colombianos.
Borges había hecho decir a uno de sus personajes, Javier Otálora, (uno de los pocos en haber protagonizado un cuento romántico y hasta erótico en toda su obra), que ser Colombiano era un acto de fe. Sí, pero ser de cualquier nacionalidad es un acto de fe. Tiren a un cachorro humano en cualquier pedazo de tierra delimitada políticamente y díganle que es esto o aquello. Cuando crezca lo repetirá sin duda, pero en todo caso, no sabrá por qué lo hace, es una de las características de la fe, el no necesitar argumentos. Es más interesante preguntarse, para ser colombiano, ¿en qué hay que tener fe?
Un chiste light obligaría a responder a la anterior pregunta con: “en el Divino Niño”. Quizás sí, pero hay también otras cosas. Preguntémosle al querido Javier en qué tenía fe.
No debe pasarse por alto que justo en uno de los escasísimos cuentos románticos de Borges el protagonista sea colombiano, no es casualidad que de todas las nacionalidades posibles a las que podía echar mano el gran maestro eligiera precisamente a un colombiano. Miren que Borges era un tipo sumamente cuidadoso con lo que escribía, como Freud, cada palabra estaba en el lugar adecuado. Así que Javier también estaba en el lugar adecuado. Su creencia en la incertidumbre era su marca, su fe.
Negros, indígenas y blancos se mezclaron en esa novedad que es la cumbia. La sensualidad del decir con el cuerpo de los negros, los instrumentos naturales y exóticos de los indígenas y los cantos y coplas de los bardos europeos crean algo que resulta incomprensible para la mayoría de los habitantes del primer mundo. Una cierta familiaridad extraña, extranjera recubre la cumbia. Freud lo llamaba unheimlich, lo ominoso. El sentimiento de extrañeza allí donde algo no termina de resultar ajeno. Así se siente la cumbia. Allí se mezcla lo exótico, lo extraño a los europeos, aquello que Joseph Conrad retrató tan prodigiosamente en El corazón de las tinieblas, pero que al mismo tiempo encierra una parte de ellos. Esa extrañeza, ese algo fuera de lugar resulta siniestro en el sentido Freudiano. Así resulta extraño que en ese país de baile y cadera, de coreo y areíto haya tanta muerte y pobreza. Pero esa es justamente la naturaleza de lo siniestro, lo que abre la puerta a lo mágico. Lo incomprensible horroriza pero atrae.
Un Psicoanalista medianamente famoso llamado Jacques Lacan alguna vez habló de algo a lo que le llamaba saber hacer; era básicamente lo que alguien, cercano al final de su análisis lograría hacer, en términos de funcionalidad, con lo incurable de sus síntomas neuróticos, una especie de operación provechosa sobre los restos del análisis, arreglárselas, en pocas palabras, con lo inevitable. Este concepto sin embargo, saber hacer, también es un efecto que antes del tiempo del análisis configura una respuesta, digamos, salvaje, al encuentro con lo traumático. Así, hay un saber hacer salvaje previo, que no precisa de la operación analítica y que es producido ante cada encuentro con lo traumático. Los efectos de este saber hacer son comúnmente novedosos y comprensibles sólo en un tiempo segundo.
Es sólo efecto de la conjunción de aquellas razas, del tener que compartir aquellos espacios que, como efecto de novedad y producto de ese saber hacer, apareciera la cumbia.
La cumbia introduce en quienes crecen a su amparo una sustancia que los científicos modernos aún no han podido sintetizar, la susodicha sustancia se encuentra en las venas y arterias de la gran mayoría de nativos de las tierras de su influencia. Se llama sabor y es el resultado de una irrepetible mezcla cultural.
Esa mezcla, el colombiano, salvajemente ha sabido hacer con lo que le ha tocado y ha hecho de la violencia en su historia canto, canción y baile. Ha hecho frente a lo traumático con lo que consideramos es la esencia de la cumbia, cantar la historia, bailarla. De allí nuestro epígrafe. Cuando la violencia se convierte en canción, en contoneo de cadera, ya no lastima. Operación que generalmente queda por fuera de la comprensión del hombre blanco. No hay cumbia para el hombre blanco. Ese territorio nunca podrá ser conquistado.
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*Alexander Cruz Aponasenko: Odessa, 1979. Psicólogo, psicoanalista, miembro del dispositivo Conversación Analítica. Pasante honorario del Centro de Salud Mental N°1 del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, “Dr. Hugo Rosarios”. Encargado de tratamientos de rehabilitación en adicciones en comunidades terapéuticas de la zona norte del Gran Buenos Aires.
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