
* Carolina Sanguineti G.
«Tía, ¿por qué yo voy a un centro de víctimas si yo no soy una víctima?«
Esta pregunta tan elocuente me la realizó Matías, un paciente de 10 años de edad [1], durante una sesión de psicoterapia, refiriéndose a una placa institucional que habían instalado en el frontis del centro en el cual yo lo atendía, y que decía: «Centro de Víctimas».
Efectivamente, la placa identificaba un proyecto que atiende a personas, niños y adultos, que han sufrido situaciones de violencia que para el Estado de Chile constituyen delitos contra las personas y que son de alta connotación pública.
Los inicios de este programa se remontan al caso del «psicópata» de Alto Hospicio, caso que fue conocido por todo el país en octubre de 2001, cuando luego de años de desapariciones de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes que no lograban ser resueltas en la localidad nortina de Alto Hospicio, se descubriera que todas, catorce en total, habían sido agredidas sexualmente y muertas por parte de un vecino del lugar llamado Julio Pérez Silva. El caso fue resuelto luego de que una de sus «víctimas», una adolescente, sobreviviera y alertara a las autoridades. ¿Por qué es tan importante este evento para la política pública que lo prosiguió en nuestro país? Por una simple, pero dramática razón: el caso superó todas las capacidades técnicas con que contaba el país. No existían equipos profesionales, ni públicos ni privados, con las competencias necesarias para abordar el sinnúmero de aristas que se originaron a raíz del caso: políticas, penales, sociales, psicológicas y mediáticas. Un pueblo entero estaba de luto debido a la pérdida brutal de catorce de sus niñas y mujeres, la gente de la localidad protestaba contra las autoridades debido al mal manejo de la investigación y, además, todos fuimos testigos de cada detalle del caso, y de cómo sobre todo la sobreviviente, era señalada con el dedo por muchos en la localidad, los compañeros del liceo le realizaban crueles bromas acerca del atentado sexual, etcétera. Hasta el día de hoy, ni ella ni el pueblo han podido recuperarse del trauma.
A partir de los aprendizajes obtenidos a raíz del caso y de los convenios internacionales firmados y ratificados por Chile, un mandato presidencial formó equipos especializados por todo el país para desarrollar un modelo y atender este tipo de casos.
Parte de los objetivos centrales del programa fueron, además de ayudar a abordar y elaborar las consecuencias propias de la situación de violencia experimentada, amortiguar el daño provocado por las consecuencias intrínsecas del paso de las personas por el sistema de protección judicial, de investigación penal y de publicidad mediática. Lo anterior porque, aunque cada persona y cada caso atendido es diferente y plantea diversos problemas de intervención, fenómenos como los de «victimización secundaria» (daños asociados al paso por las instituciones de justicia y de orden), «sobreexposición», «estigmatización» y «desprotección» son parte de las vivencias más frecuentes y perturbadoras que suelen vivir las personas que viven este tipo de experiencias.
Debido a lo anterior, y además al hecho de que la mayoría de las personas que se atienden en estos programas son niños y niñas que han vivenciado situaciones que para nuestro código penal constituyen delitos sexuales, cometidos principalmente por parte de un integrante de su familia o de su círculo cercano, el programa en sus inicios buscaba mantener un bajo perfil y proteger la intimidad y confidencialidad de las personas atendidas, dada la compleja naturaleza de las temáticas abordadas.
Se hizo necesario trabajar con un enfoque de derechos, que buscara que cada intervención restituyera la condición de sujeto de la persona que ha sido vulnerada una y otra vez, llegando a sentirse cosificada y utilizada para el goce del otro (victimario, sistema judicial, medios de comunicación, etcétera).
Desde mi área de especialización, la psicología clínica, he trabajado por más de seis años en este tipo de programas y he podido ver una y otra vez cómo ciertas temáticas de la clínica del trauma y del abuso se repiten en los casos que he atendido. Temas como la culpa, la vergüenza, la confusión, la angustia, el terror, la necesidad de ser escuchado, de ser protegido, la necesidad de privacidad, del olvido, aparecen como centrales.
«Tía, por qué yo voy a un centro de víctimas si yo no soy…» Retomo las palabras de Matías enunciadas al inicio de este relato y pienso: ¿qué estaba haciendo Matías al hacerme, al hacerse, esa pregunta? Reflexiono al respecto y varios cuestionamientos me asaltan. En primer lugar, ¿no estaba Matías realizando la pregunta que todos nos hacemos varias veces durante nuestras vidas?, esa que dice: ¿quién soy yo?
Matías reflexionaba al respecto luego de vivir cuatro años muy duros de su vida. Ingresó al programa en el cual me desempeñaba como psicóloga clínica, a los seis años de edad, derivado por un tribunal de familia, con el fin de que participara en un proceso de terapia psicológica que «reparara» el trauma y daños emocionales, debido a que se había constatado tanto jurídica como psicosocialmente, que el niño había sufrido eventos de maltrato físico, psicológico y sexual por parte de su padre. Matías tenía seis años de edad y vivía con su tía materna, a la cual había sido entregado por parte del tribunal, debido a que su madre apoyaba al padre, quien por su parte negaba los hechos impugnados.
Al momento de conocernos, Matías se encontraba muy afectado: estaba triste, confundido, desconfiado, no dormía bien por las noches, decía que todo lo hacía mal, se culpaba, se agredía. Le costaba gran esfuerzo poner en palabras lo que estaba viviendo y lo que había vivido. En sesión jugaba a construir ciudades seguras y a los títeres, con los que repetía una y otra vez la escena de los tribunales. Estaba cansado de ser demandado por el sistema judicial: tener que contar una y otra vez lo que le había sucedido. Al pasar unos meses, sentía profundamente el hecho de haber sido alejado de sus padres y hermanos. Desmentía los hechos develados respecto de las vejaciones cometidas por su padre y culpaba a los operadores del sistema judicial de no poder vivir con su familia. En las pocas ocasiones que su madre lo visitaba, volvía a sesión relatando que su padre había cambiado, que ahora era bueno y que creía en Dios. Luego los padres se separaron, la madre comenzó una nueva familia, con hijos y esposo lejos de él. El padre se acercó mucho a Matías, el cual quería pasar cada vez más tiempo con él. Ahora su padre era el único contacto cotidiano que Matías tenía con su familia de origen, no le temía y disfrutaba de pasar tiempo con él.
Aunque se culpaba mucho por la separación de sus padres, Matías avanzaba, comenzaba a ser un niño feliz, tenía amigos en la escuela, pasatiempos y «pololas»; su mundo comenzaba a tener áreas libres de un pasado que quería olvidar. Habían pasado cuatro años luego de que ingresó al sistema judicial, cuatro desde que por orden de un tribunal fue a vivir con su tía y tuvo que dejar a su familia, cuatro desde que comenzó su psicoterapia, cuatro durante los cuales había dejado de ser un niño y, realizando una acción que se asemejaba a una declaración de principios, Matías responde a su pregunta diciendo: «…yo no soy una víctima».
Las verdades subjetivas, al parecer, difieren de las verdades jurídicas, de las históricas, de las sociales.
Matías, restituida su condición de sujeto de derecho, declaraba su verdad subjetiva: él no «era» una víctima. ¿A qué se refería? ¿Qué significaba para él «ser» una víctima?
Respecto de las verdades jurídicas, históricas y socialmente consensuadas, podemos encontrar múltiples significados de la palabra víctima. Etimológicamente, encuentra origen en las palabras latinas victuma y victima que designaban a las personas o animales vivos que habían sido elegidos para morir en sacrificios ofrecidos a los dioses. Victimaruis era el verdugo encargado del sacrificio, hoy en español, victimario. O sea, en primer término, es todo ser viviente sacrificado o destinado a sacrificio.
En su uso más utilizado, una víctima es la persona que sufre un daño o perjuicio que es provocado por una acción, ya sea por culpa de otra persona o por fuerza mayor.
Por su parte, la ONU, en el VI Congreso de Caracas, Venezuela, en 1980 determinó que la víctima era la persona que había sufrido daño o lesión, sea en su persona propiamente dicha, su propiedad o sus derechos humanos, como resultado de de una conducta que se asocie a: violaciones a la legislación penal nacional; que suponga un delito bajo el derecho internacional; o que de alguna forma implique un abuso de poder de parte de personas que ocupen posiciones de autoridad política o económica. En este congreso se habla tanto de víctima individual como grupal.
Cuáles acepciones de la palabra víctima estaba rechazando Matías al declarar que él no era una víctima. Pienso primero en el lugar del «sacrificado». En su historia, Matías había sido objeto frecuentemente de demandas frente a las cuales no se sentía preparado para responder: declarar en contra de su padre, «traicionar» a su familia, tener que tolerar con agradecimiento el hecho de vivir lejos de ellos, tener que presentar una buena conducta y desempeño escolar, tener que aceptar rótulos como los de víctima, «niño abusado», «niño violado». Todo lo anterior le provocaba sentimientos de ambivalencia, de impotencia, incertidumbre, baja valoración respecto de su persona y la certeza de tener un mínimo control respecto del curso que tomaba tanto su vida privada como pública. Pienso en la posibilidad de que Matías no quisiera seguir siendo sacrificado por las necesidades de los otros, como ocurría en los sacrificios de la antigüedad, ya que para él esto tenía un costo subjetivo muy alto.
Además del sacrificio, está el hecho de ser una «víctima» de abusos, de delitos contra su persona, contra su indemnidad sexual, que según el derecho nacional e internacional y los sentidos consensuados, generan en él daños incuantificables, traumas que, según las orientaciones técnicas, los profesionales deberíamos erradicar para que Matías vuelva lo antes posible a su funcionamiento previo, a ser una persona útil y productiva, a no ser una carga para la sociedad en el futuro. La verdad jurídica y social se le impone frente a su verdad subjetiva. Y él se resiste a ella. Al parecer quiere dejar de sentirse objeto del deseo de los otros, de sentirse impotente. Quiere realizar un proceso de historización que no le traiga tantos costos subjetivos, fijar límites que lo protejan, hacer respetar su derecho a la privacidad, a la autodeterminación. Llama la atención que en el pasado, éstas fueron precisamente las áreas de su persona que fueron transgredidas por los otros, fueron parte de su motivo de consulta y, por lo tanto, parte central del proceso de intervención realizado tanto en su psicoterapia, como en las intervenciones de los demás profesionales del equipo (abogados y asistentes sociales) que buscaban restituir su condición de sujeto de derecho.
Me pregunto: ¿era la declaración de Matías un signo de que estaba listo para el proceso de cierre de la intervención psicológica? Yo creo que sí. Un logro para él y para los profesionales del programa, que trabajamos arduamente con Matías durante cuatro años.
Lamentablemente, no todos los casos terminan así en el programa. No sólo porque a veces la violencia y el trauma arrastran consigo consecuencias enormes para el sujeto, sobre todo si pensamos en personas que están en pleno proceso de constitución psíquica como son los niños, sino además, porque se entrelazan con procesos que están fuera de su control como son los procesos de persecución criminal, la exposición mediática, la estigmatización de la que son objeto por parte de su círculo cercano y de la sociedad.
En sus inicios, la política pública buscaba precisamente, a través de la intervención especializada por parte de los profesionales, restituir en la medida de lo posible la condición de sujetos de derecho de los usuarios del programa, lo cual nos obligaba a planificar intervenciones a la medida de cada caso, de cada persona, ya que todas las historias y necesidades son diferentes. Se buscaba amortiguar al máximo el daño consecuente al proceso de persecución criminal y de exposición social y mediática, lo cual significaba en muchas ocasiones que para cumplir con los objetivos para los que fuimos formados y respetar nuestros códigos de ética profesional, había que negociar con las instituciones, negarse a entregar información confidencial, mantener el programa con un bajo perfil y, en muchas ocasiones, entrar en pugna con las autoridades políticas, operadores del sistema judicial y de los medios de comunicación.
Actualmente todos hemos sido testigos de cómo el tema de las «víctimas» toma una relevancia política y mediática inusitada. Esto, por un lado, trae consigo reivindicaciones y cambios culturales que aportan a una compresión más profunda de esta temática social, histórica y subjetiva. Sin embargo, veo con preocupación, y otros profesionales del área también, cómo discursos imperantes como los de la «Seguridad Ciudadana», «Delincuencia», «Víctimas de la Delincuencia», junto a orientaciones técnicas y protocolos de atención poco meditados, estandarizados y generalizantes, están obstaculizando algunos de los objetivos centrales que se habían planteado en un principio respecto del trabajo con personas que sufren situaciones de violencia de la complejidad anteriormente descrita.
El bajo perfil, la protección de la identidad, la confidencialidad, cada vez son menos apreciados. Las autoridades piden testimonios públicos, noticias, publicidad, los medios exponen y lucran con el sufrimiento ajeno, como en un circo romano, sin hacerse cargo de las consecuencias subjetivas e históricas que esta sobre exposición puede acarrear en grupos y personas individuales. Las intervenciones se estandarizan sin entender la originalidad de cada caso y nos obliga a cosas como: «que la persona se reconozca como víctima», «si se desmiente, lograr que reconozca la verdad», «la persecución criminal ante todo, incluso frente a la decisión de personas y niños de no colaborar», entre otras indicaciones técnicas y políticas.
Al parecer se ha olvidado lo aprendido a partir del dramático caso de Alto Hospicio, que originó esta política pública. La imposición de rótulos como el de «víctima», el sacrificio de adultos y niños en pos de lograr que los «delincuentes» sean castigados, la exposición mediática y publicidad que traen consigo importantes saldos políticos… Y la restitución de los derechos transgredidos de estas niñas, adolescentes y adultos, ¿dónde queda? Esta es la gran paradoja de la actual política pública.
Ojalá que niños y adultos, al igual que Matías, intenten resistirse frente a este tipo de violencia y que, como ciudadanía, estemos dispuestos a reflexionar respecto a temáticas tan comunes y delicadas, más allá de las explicaciones simplistas y cómodas que entregan los discursos imperantes.
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* Carolina Sanguineti G.: Psicóloga clínica, Pontificia Universidad Católica de Chile, con especialización de postítulo en Psicología Clínica Infantojuvenil y Jurídica de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
[1] Los datos del niño que se exponen en el artículo han sido parcialmente alterados con el fin de proteger su anonimato y la confidencialidad propia del trabajo clínico.
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