Una época humillante

* Carlos Skliar

(El punto de vista elevado de aquel que se estira en el cuello y que te mira desde la cima más absurda de su cuerpo. La humareda que se instala en sus alturas mientras habla. La creciente posibilidad de escabullirse entre sus piernas).

Son las seis y treinta de la tarde. Es martes. Pasan “El gran dictador” por la televisión. En la propaganda, un anuncio sobre un auricular que amplifica los sonidos y una mujer que se pasea oronda por la playa. Su rostro denota una felicidad plena porque escucha que otra mujer comenta a lo lejos: “Qué figura tiene, lo haría todo para parecerme a ella”. El hombre desconocido aprovecha para ir al baño.

El hombre desconocido está en el baño y piensa –como lo hacen algunos hombres desconocidos, sobre todo aquellos que no leen el periódico– que esta época ya no es liberal, ni neo-liberal o pos-neo-liberal sino, directamente, humillante. Lo nota por la forma en que se ha encorvado la espalda de la mayoría de la población y porque la mirada de la gente está por debajo del mentón, avergonzados por una acusación falsa y sin testigos.

Época humillante: por las calles de las grandes ciudades sólo transitan horrendos monosílabos. Parece que siempre llueve, con esas gotas que empujan hacia el piso. Los paseantes no pasean, deambulan. Y se saludan como si fuera la última tarde de sus vidas.

Llueve casi siempre en la época humillante. El riesgo de la lluvia es su deriva hacia lo que no vendrá. Nadie parece recibir la oscuridad con buen semblante. Nadie agradece las torpezas, la obviedad, el rubor, el papel arrugado. Y la sombra que ahora cae es de necedad, no del nido verde que dejan las gotas cuando cumplen con su irremediable destino del suicidio final.

¿Cuál es la acusación que se nos hace? ¿Por qué la humillación de arriba abajo y de abajo hacia los lados? Se nos acusa de que no somos lo que deberíamos ser, aunque lo que deberíamos ser nunca está claro: siempre es otra cosa que la que creíamos. Hay básicamente un equívoco, muy doloroso por cierto: atender dócilmente a lo que se nos dice sobre lo que deberíamos ser y luego quitarnos el tapete, quitarnos el lenguaje, quitarnos el mundo. Y hacernos sentir como los primeros culpables.

Los humilladores nunca se sienten responsables por nada ni por nadie. “Yo no tengo nada que ver con eso”, es la frase que más se les escucha decir.

La pretensión del ser ahora confundida con la falsificación del poseer. Una vida que sólo va de compras es ahondar el vacío en el que ya estamos. Si todo se midiese en valores: ¿cómo apreciar la calle en declive, sin nada a la vista? ¿Cómo medir una arena que nunca es la misma? ¿Qué boca abrir ante un río naciente en bosques abiertos? ¿Cómo escuchar la música que sólo se toca una vez? ¿Cómo percibir esa lágrima inadvertida?

No somos. Solo pasamos. Apenas si olemos la montaña, el mar y a otros cuerpos que tampoco son. Escuchar el viento es uno de los ritmos de la vida, como lo es el tocar con cuidado el caparazón de algo que aún no ha nacido. No somos, pero existimos. Y existimos porque hay alguien más que vendrá al mundo y, quizá alguna vez, retome con su propia voz alguna palabra de un relato perdido.

El hombre y la mujer desconocidos coinciden en que viven una época humillante. Lo piensan así hasta tal punto que sus vidas son sólo un intento por evitar de todas las maneras posibles humillar a los demás. Tampoco es cierto que crean que esta es la única época humillante de la historia. Con todo respeto, dicen, la cuestión es que estamos aquí y ahora. Y es esta humillación la que nos toca.

El golpe repetido que ya no está en la pared lindera, sino en todas las cabezas. El aire negro de las máquinas que queda anudado entre los dientes. La indiferencia de la mayoría que ya casi es la propia indiferencia. Sensibilidad extrema. Entonces: que los ojos de algún niño también sean la posibilidad de otra mirada.

El desprecio es el peor de los desdenes. Por ejemplo: dos hombres estacionan su camioneta y le piden a un mendigo que les ayude a bajar unas cajas. Las cajas son interminables. Poco a poco, la ayuda se convierte en trabajo sólo para el mendigo. Los dos hombres se quedan fumando y burlándose del mendigo. El mendigo lo hace porque sí, porque ahí estaba, porque no tiene nada para hacer, porque quizá está en contacto con gente después de muchísimo tiempo, porque tal vez quiera conversar. Cuando termina de bajar todas las cajas, uno de los hombres le dice socarronamente: «te ha hecho bien al cuerpo ¿verdad?». Y se ríe con su compañero. Y se van. El mendigo no esperaba nada a cambio, creo. Pero tampoco la humillación. Al fin y al cabo no pidió nada y tuvo como recompensa la desidia.

Luego te hablan en una lengua incomprensible: que el comportamiento de los mercados, que las subjetividades empresariales, que la flexibilización laboral, que el sé tu mismo, que uno mismo es la solución de uno mismo, que el hay que reconvertirse, que la crisis. Y la peor humillación es adoptar ese lenguaje con gestos inteligentes y rostros desmesuradamente estúpidos.

Época humillante: la vieja desvencijada camina cargando consigo el peso del mundo. Se detiene. Y es como si se sintiera el tumulto doloroso, el aullido de todos los que allí descienden.

Época humillante: en esa esquina, de pie, con frío, con hambre, todos los miserables del barrio. Es cuestión de hacer un par de metros y ya no se ven. Es cuestión de alejarse. Curiosa ciencia y creencia: lo que no se ve, lo que no ves, es y aún existe.

Época humillante: Un anciano ciego indigente vocifera su tragedia a los cuatro vientos. La mayoría de la gente que pasa cierra sus ojos para no verlo. Todas las personas que ven acabarán por chocarse unas con otras, más temprano o más tarde.

Época humillante, finalmente: “No llames a esto destino” grita –a nadie, o a dios, o a la luna– la anciana encorvada sobre la curva ya inclinada de la cenicienta esquina.

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* Carlos Skliar: Pedagogo y (mal) escritor. Su último libro es «No tienen prisa las palabras», Editorial Candaya, Barcelona, 2012.

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