
José Manuel Moreno Carvallo *
Durante las primeras décadas del siglo XX, el Estado mexicano posrevolucionario construyó una política indigenista cuyo objetivo fue la modernización de las sociedades indígenas. Se pensaba que lo indio era una problemática nacional, una especie de lastre vergonzoso que frenaba el desarrollo nacional. Por tal motivo, resultaba de vital importancia el llevar, como dijera Alfonso Caso, “cultura” a los pueblos indígenas. Los grandes problemas del indio “[…] no son solo económicos, sino fundamentalmente culturales: falta de comunicación material y espiritual con el medio exterior; falta de conocimientos científicos y técnicos para la mejor utilización de la tierra; falta del sentimiento claro de que pertenecen a una nación y no solo a una comunidad; falta de conocimientos adecuados para sustituir sus viejas prácticas mágicas para la previsión y curación de las enfermedades, por el conocimiento científico, higiénico y terapéutico. En suma, lo que falta que le llevemos al indio para resolver sus problemas, es cultura” (Caso: 1958: 16). Alrededor de estas posturas la figura del mestizo fue cobrando importancia, en él se concentraron los ideales de una sociedad moderna, y de manera antagónica lo indígena quedó representado por la pobreza, la marginalidad y el atraso.
En su trabajo sobre la población del valle de Teotihuacán, Manuel Gamio reconocía que en México existían “[…] dos grandes agrupaciones sociales conviviendo en el mismo territorio; una (numéricamente inferior) presenta civilización avanzada y eficiente, y la otra (numéricamente mayor) ostenta civilización retrasada. Estas agrupaciones están en los albores del quinto siglo de pugna cultural y, sin embargo, la situación es hoy casi igual a la que se inició con el gobierno de Cortés; la agrupación más numerosa, pero culturalmente retrasada, permanece en el mismo desolador estado de decadencia y de miseria material e intelectual en que estuvo entonces y, en cambio, la agrupación menos numerosa, pero culturalmente avanzada, posee, como antes, la dirección política, la riqueza, el conocimiento científico, todo lo que, en fin, puede brindar la civilización moderna” (Gamio: 1979: XXVIII). Ese estado de decadencia se debía al aislamiento en el que se encontraban las sociedades indígenas, este era el punto medular de toda la problemática indígena. Como menciona Julio De la Fuente, el aislamiento físico y la impermeabilidad cultural en la que se encontraban los pueblos indígenas, explicaban sus condiciones de marginalidad y pobreza (De la Fuente: 1990). Para Aguirre Beltrán, la cuestión indígena era un problema de integración nacional que dependía de los factores que señalaba De la Fuente: aislamiento físico e impermeabilidad cultural. Para resolver esto, de acuerdo con Aguirre Beltrán, bastaba implementar “[…] un proceso de socialización u ósmosis social que facilite la intercomunicación y, con ello, la participación mutua, de indios y mestizos, en beneficios y responsabilidades. Socializar al indio no es incautarlo, ni regimentarlo, ni exterminarlo, es hacerlo una parte de nosotros. La salida lógica del indio en México es hacerse mexicano” (Aguirre Beltrán en prólogo, De la Fuente: 1990: 8).
Pero, ¿qué significaba hacerse mexicano?, ¿cómo un indio se hace mexicano?, ¿quién es un mexicano? De acuerdo con Caso, los antropólogos, junto al Estado mexicano, serían los responsables de llevar a cabo, a través de un proceso de aculturación dirigido, la mexicanización de los grupos indígenas. “Existen grupos atrasados que forman comunidades a las que hay que ayudar para lograr su transformación en los aspectos económico, higiénico, educativo y político; es decir, en una palabra, la transformación de su cultura, cambiando los aspectos arcaicos, deficientes –y en muchos casos nocivos– de esa cultura, en aspectos más útiles para la vida del individuo y de la comunidad. Lograr esta transformación es lo que se llama aculturación” (Caso: 1958: 35). Los antropólogos, como especialistas en esta materia, formaron una pieza clave dentro de este proceso; de acuerdo con Robichaux, “[…] por su alcance en aquel momento, el interés primigenio de la antropología a principios del siglo XX se centró en las regiones visiblemente indígenas donde se hablaban lenguas autóctonas y se usaba una indumentaria indígena. Este tipo de regiones eran, además, el objetivo exclusivo de la antropología mexicana oficialista, cuyo papel era ayudar a llevar la luz de la civilización occidental” (Robichaux: 2005: 62).
Un vehículo para integrar al indio a la vida nacional fue la castellanización. A través de la construcción de escuelas en las zonas con mayor presencia indígena se buscaba “[…] asimilar a dos millones de indios en el seno de la familia mexicana; para hacerlos pensar y sentir en español, para incorporarlos en el tipo de civilización que constituye la nacionalidad mexicana” (Aguirre Beltrán: 1970: 15). Esta nueva tarea evangelizadora buscaba, como menciona Miguel Bartolomé, la construcción de una homogeneización social y cultural del territorio mexicano, y logrado esto se alcanzaría la tan anhelada modernización. “Por ello las políticas educativas se orientaron hacia la castellanización forzada y la abolición de las culturas consideradas causales de la pobreza indígena. Ese otro, a quien se adjudicaba la culpa de la heterogeneidad que impedía a México concretarse como nación, debía desaparecer para dar lugar a la supuesta síntesis cultural” (Bartolomé: 2006: 28).
Otro vehículo de integración de los grupos indígenas a la vida nacional fueron las construcciones de caminos. Como menciona Aguirre Beltrán, “la construcción de una red vial que ligue estrechamente a las comunidades satélites con el núcleo rector, facilita grandemente el acceso a las comunidades indígenas aisladas, para llevar hasta ellas los beneficios de la acción indigenista en sus programas de desarrollo económico, de salubridad y de educación” (Aguirre Beltrán: 1992: 174). Esto implicaba no solo llevar los “beneficios” de la acción indigenista, sino que tenía como finalidad “[…] la constitución de una región cultural homogéneamente integrada, con tono y perfil propios, que funcionara muellemente en el conjunto de regiones culturales que componen la gran sociedad nacional” (Aguirre Beltrán: 1992: 173). A través de estas redes viales se pensaba que la condición de aislamiento de las sociedades indígenas se mejoraría al tener un mayor contacto con los centros mestizos o modernos, lo cuales influirían en cuanto a las aspiraciones de vida de los grupos indios.
Este proceso de homogenización, al cual podríamos llamar de desindianización, tuvo como resultado el desuso de lenguas indígenas, cambio en el tipo de vestido, abandono paulatino del trabajo agrícola y un mayor acceso a bienes materiales. El Estado mexicano, apoyándose en el trabajo antropológico, comenzó a categorizar como mestizos y urbanos a las sociedades donde se estaban experimentando estas transformaciones; finalmente, de un momento a otro, millones de mexicanos comenzaron a engrosar las largas filas del mestizaje. En este sentido es importante recordar lo que comenta Robichaux: “[…] en vastas regiones del México rural se ha dado un proceso de aculturación, en el cual, poblaciones enteras, cuyo origen se remonta a las repúblicas de indios –instituciones coloniales que confirmaron la existencia de unidades organizativas o de grupos sociales prehispánicos–, han pasado ahora a ser consideradas como ‘mestizas’, ya que han adoptado el castellano y cambiado su indumentaria, las características primordiales de lo ‘mestizo’ en las definiciones oficiales y de los antropólogos en el México de hoy” (Robichaux: 2005: 60). Para Guillermo Bonfil Batalla, las diferencias somáticas entre un grueso de la población indígena con la mestiza son prácticamente inexistentes; en ambos predominan los rasgos mesoamericanos. Por tanto, “[…] las diferencias sociales entre ‘indios’ y ‘mestizos’ no obedecen, en consecuencia, a una historia radicalmente distinta de mestizaje. El problema puede verse mejor en otros términos: los mestizos forman el contingente de los indios desindianizados” (Bonfil Batalla: 1989: 41).
El trabajo etnográfico que he realizado en el México central, concretamente en la región de Texcoco, me ha llevado a reflexionar sobre el supuesto “éxito” del proceso de desindianización. Las comunidades que se encuentran alojadas en esta parte del Estado de México, vivieron los efectos de una política homogeneizadora, y actualmente son catalogadas por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) como poblaciones mestizas o urbanas. Sin embargo, en sus prácticas locales subsisten similitudes con regiones tipificadas como más indígenas, por ejemplo, entre los habitantes de las localidades texcocanas hay un fuerte sistema de reciprocidad, el cual involucra a los seres humanos, animales, santos y potencias. Un ejemplo de esto son las danzas que se realizan en las fiestas religiosas. El objetivo de sacar una cuadrilla de danzantes es el de alegrar al “santito”, ya que de esta forma la comunidad se encuentra bajo su protección. Cuando no se le tiene contento al santo, entonces pueden venir desgracias para las personas o bien para la comunidad entera. Este tipo de prácticas locales chocan con los ideales esperados de una sociedad moderna, y nos hacen ver que más allá de la pérdida de la lengua, de nuevos tipos de vestido, una mayor apertura laboral y la adquisición de nuevos bienes materiales, la continuidad de lo indígena se encuentra presente. Lamentablemente, el uso indiscriminado de categorías como mestizo, urbano y moderno, nos aleja de lo que realmente está sucediendo dentro de las comunidades que algunas décadas atrás eran vistas como indígenas. Para el caso mexicano, actualmente nos encontramos con un proyecto de desindianización que no logró cuajar del todo; es indudable que ocurrieron cambios radicales dentro de la vida de las comunidades, pero tampoco se puede negar que lo indígena continúa teniendo presencia. Finalmente, como menciona Warman, los grupos indígenas “no son ni la misma gente de antes ni iguales sus modos de vida, como tampoco son los nuestros. Ninguna cultura es estática” (Warman: 1972: 165).
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* Licenciatura en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Maestro en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana. Asistente de Investigación en el proyecto “En búsqueda del pasado posindígena” adscrito al Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana. Responsables del proyecto, David Robichaux Haydel y Roger Magazine.
Bibliografía
– Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1970. Antología de Moisés Sáenz. México: Oasis.
– Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1992. Teoría y práctica de la educación indígena. México: Universidad Veracruzana-INI-Gobierno del Estado de Veracruz-Fondo de Cultura Económica.
– Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1992. El proceso de aculturación y el cambio sociocultural en México. México: Universidad Veracruzana-INI-Gobierno del Estado de Veracruz-Fondo de Cultura Económica.
– Bartolomé. Miguel. 2006. Gente de costumbre y gente de razón. Las identidades étnicas en México. México: Siglo XXI.
– Bonfil, Guillermo. 1989. México profundo. Una civilización negada. México: Grijalbo.
– Caso, Alfonso. 1958. Indigenismo. México: INI.
– De la Fuente, Julio. 1990. Educación, antropología y desarrollo de la comunidad. México: INI-Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
– Gamio, Manuel. 1979. La población del valle de Teotihuacan. México: INI.
– INEGI. Archivo Histórico de Localidades.
http://www.inegi.org.mx/geo/contenidos/geoestadistica/consulta_localidades.aspx [20 de enero 2012].
– Moreno, José Manuel. 2011. La continuidad de lo indígena en una sociedad desindianizada: el caso de San Jerónimo Amanalco, Estado de México. Tesis de maestría en Antropología Social, Universidad Iberoamericana, México.
—–2012. “El sistema de reciprocidad en una sociedad desindianizada del México central”, en Jorge Magaña Ochoa, Belkis G. Rojas Trejo, Sophia Pincemin D. (eds.) Entre el cambio y la continuidad. Pueblos originarios de nuestra América Latina del siglo XXI. Verlag: Editorial Académica Española, pp. 214-254.
– Robichaux, David. 2005. “Identidades cambiantes: `Indios´ y `mestizos´ en el suroeste de Tlaxcala”, en: Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. XXVI, núm. 104, otoño, pp. 57-102.
– Warman, Arturo. 1972. La danza de moros y cristianos. México: SepSetentas.
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