
Por Javiera Manzi[*]
“Supongo que han visto la tele, hay cosas que están volviendo, hay cosas que en realidad nunca dejaron de volver. Yo pensé que sí, pero no”.

Lo primero que vio fue esa sonrisa coqueta que le dirigía a la cámara. Fue una de las pocas fotos que se llevó cuando partió de la casa de sus padres, junto a una de su madre donde aparece maquillándose para salir a una fiesta y otra donde sale toda la familia, incluso su hermano Héctor a quien no veía hace años. Recordó la vergüenza de cuando un compañero de la residencia se encontró con esas fotos, nunca se había sentido muy cómoda con la idea de ser hija de un marino. En esa oportunidad, repitió lo mismo que le decía Héctor cada vez que le preguntaba por esos años: que era muy joven, que le gustaba el mar y que esos meses esperando la guerra en el Cabo de Hornos, habían sido los más duros de su vida. Eso era todo, anécdotas lejanas de una casi guerra y a ella como nunca le habían gustado las guerras, prefería no preguntar mucho. Pero no había sido guerra, el mismo Papa había llegado a intermediar justo después de que fuera un cura a hacerle la extrema unción a todo el escuadrón de su padre. Por eso el decía que ya estaba salvado, que lo habían dejado listo desde ese día en 1978, cuando no tenía más de veinte años.
Pensaba en eso mientras él hablaba y su hermana lloraba en el restaurant de comida china que les gustaba tanto y al que venían cada vez que tenían que hablar de algo importante. Esta vez, no habían querido adelantar mucho, por eso no fue sino hasta el postre cuando aprovechando el silencio de esas cucharadas de helado, Héctor les dijo que “le daba tanta pena que tanta cosa rica, iba a terminar con una noticia tan mala”. “Supongo que han visto la tele, hay cosas que están volviendo, hay cosas que en realidad nunca dejaron de volver, yo pensé que sí, pero no: se abrió la causa por la muerte de un mirista en la que estuve involucrado”.
Calló por un momento, no por mucho, lo suficiente como para esperar a que su esposa le tomara la mano y seguir contándole a sus hijas (su hijo mayor vivía en Argentina) que seguramente sería detenido junto a todo el comando que había participado hace casi treinta años en la muerte de ese cabro en Valparaíso. Antonia pensó en esa foto de su padre porque sabía que se la había tomado el día que supieron que ella venía en camino y fueron a celebrar a la caleta Portales en una tarde soleada hace veintiocho años.
Fijó la mirada en su plato de helado casi intacto, mientras recordaba esos años viviendo en Playa Ancha, y cuando el tiempo lo permitía yendo a tomar una cerveza frente al mar junto a sus amigos. Ahí fue la primera vez que conoció a una persona que tenía familiares desaparecidos. Fue en una de esas conversaciones ligeras entre extraños donde se comparten esas primeras y torpes señas de identificación universitaria. Ella decía que era de Santiago, que sus padres ya estaban jubilados y que desde chica que le gustaba subir cerros, por eso estudiaba geografía. Luego se harían amigas y como a las dos les gustaba nadar, solían ir juntas a la piscina municipal. La Camila era de Concepción, y había venido a estudiar a Valparaíso para no tener que seguir viviendo con sus abuelos que nunca la dejaron de mirar con tristeza.
Volvió a mirar a su padre deseando no reconocerlo. Deseando no reconocerse en esos ojos verdes que había heredado de él, pero que seguían siendo tan verdes como los de ella. Y entonces lo miró de frente por un momento y antes de alcanzar a arrepentirse le pidió que les explicara hasta el último detalle de esa noche hace veintinueve años, a sólo un mes de que ella naciera.

Y así lo hizo. Partió diciendo que en esos años sólo quedaba obedecer, que él ya era padre de tres hijos y que lo último que quería era que vivieran cualquier riesgo, que él sabía que se hacían estas cosas, pero que era la primera vez que le pedían algo así. Había dicho lo mismo, una y otra vez como un mantra desde que empezó a confesarse. Le habían dado una foto del chico, estudiante de música de 24 años, militante del MIR. La orden fue clara, tenían que ir por él a su casa de noche, llevárselo en auto y matarlo cerca de las dunas. Su cuerpo lo dejarían secarse en la arena tras cubrirlo, si llegaban a encontrarlo dejarían un arma en su mano derecha como rastro de un enfrentamiento que nunca fue. “¿Cuántos era?” “seis y dos autos, lo matamos fuera de su casa con las metralletas cuando vimos que intentó sacar algo que parecía ser una pistola, no alcanzó a disparar. Nosotros sí, no quisimos cargar con su cuerpo agujereado, lo tiramos por el cerro. Sabíamos que no tardarían en encontrarlo.
Se lo imaginó rodando, cayendo por la ladera de esos cerros de Valparaíso por donde solía perderse en las noches. Se acomodó en su silla como si fuera a levantarse, pensó en pararse y no volver, no alcanzó más que a fijar la mirada en la imagen de un jaguar pintado en la entrada. Se quedó quieta mientras escuchaba a lo lejos la voz de su padre que ya no callaba y seguía con la apertura del caso, de un posible nuevo testigo, sobre el reconocimiento de escena que hizo hace un par de semanas, que llegaban buses con personas de Derechos Humanos a buscarlo y sobre el apoyo que había recibido de otros marinos.
A Héctor, su hermano, ya nadie lo llamaba por su primer nombre. Él decía que prefería que le dijeran Fernando como ese poeta portugués que le gustaba firmar con pseudónimos. Sólo su familia lo llamaba así y a veces para marca la diferencia en presencia de su abuelo o su padre, le decían Tito con esa ternura incómoda tan propia de su familia. Ya casi ni llamaba en todo caso, ella alguna vez fue a verlo a Buenos Aires y ahora supo a qué se refería cuando le dijo hace años, “no sabes lo difícil que es tener este nombre”.
Les trajeron la cuenta, nadie terminó su postre.
Llegó a su casa a digitar el nombre de su padre en el buscador y apretó enter. Alcanzó a ver un par de noticias sobre el caso que se repetían en distintos medios, donde su nombre aparecía entre una lista de desconocidos. Siguió bajando con el cursor y llegó a la fotografía de la conmemoración que hicieron a 25 años de la muerte de Jaime. Por primera vez reparó en su nombre y recordó las velas que pasaron a comprar con Camila frente a su casa antes de partir.
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[*] Investigadora independiente, Licenciada en Sociología de la Universidad de Chile. Es co-autora del libro Resistencia gráfica en dictadura. Experiencia APJ y Tallersol (a publicarse en 2016). Integrante de la Red de Conceptualismos del Sur y de la coordinación del proyecto “R. Archivo de la Resistencia Visual” abocado al rescate, conservación y difusión de material realizado durante la dictadura militar en Chile. Actualmente trabaja en Librería Proyección, espacio de convergencia social y cultural ubicado en el centro de Santiago.
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