Salir a la calle a las siete de la tarde

Patricio Hidalgo Gorostegui

A las siete de la tarde, Santiago es el escenario ideal para varias malas costumbres. Se pueden ver sin importar el medio en que uno se mueva.

El conductor sabe que si sigue avanzando el taco lo va a detener justo en la intersección de la siguiente calle, pero no frena. Supone que si deja atrás ese semáforo va a ganar algunos minutos de tiempo. Entonces cambia la luz de verde a rojo en su calle, y de rojo a verde en la que obstaculiza por completo. El conductor aprieta las manos firmes en el manubrio y fija su vista en el auto de adelante como si fuera una revelación divina. Quienes se ven afectados por su detención tocan la bocina con entusiasmo, no como aviso de un peligro sino como señal de disgusto, varios segundos, de manera continuada. Para cuando pueden avanzar han perdido demasiado tiempo, entonces deciden pasar hasta que el último auto obstaculiza la calle que antes los frenó. La misma escena se repite en una arteria y en la otra, alternadamente, y los bocinazos son cada vez más enconados.

Es la hora punta en Santiago. Algunos caminantes cruzan por entre los autos, porque los pasos de cebra no se respetan. Otros cruzan por entre los autos porque así lo hacen desde siempre, en cualquier punto intermedio de la cuadra. Los mendigos que piden monedas a las ventanas cerradas están expuestos a que los noticieros los fiscalicen como si fueran ellos los dueños de las financieras, Isapres y Administradoras de pensiones. O como si fueran los dueños de los canales de televisión que emiten esos noticieros.

En esos mismos momentos, pero abajo, más cerca del centro de la tierra, siempre hay un ciudadano que prefiere pararse justo frente a la puerta del vagón del Metro, para que cuando tenga que bajarse, aunque sea en diez estaciones más, no le impida el paso la marea humana que se apila a sus espaldas. En cada detención, quienes entran y quienes salen murmuran alguna protesta en un tono inaudible, pasándolo a llevar, pero el muchacho los ignora, fortaleciendo su postura para no ser derribado. Su rigidez corporal es verdaderamente meritoria, porque además está atento a que no le metan mano en los bolsillos. Lleva puestos audífonos para escuchar horribles canciones que tararea mirando nada. Muchos en el vagón tienen los audífonos puestos. Es muy difícil hablarle a un desconocido en Santiago, lo suelen decir los extranjeros que necesitan saber dónde queda una calle. Atrás de él, algunos se refriegan contra el cuerpo de una mujer desprevenida. En la mañana han estado en uno o dos cafés con piernas. Si les dicen algo van a alegar inocencia con la candidez del Ministro que es sorprendido en alguna falta.

Otros peatones prefieren andar en micro, para poder entretenerse por la ventana, respirar mejor aire, pagar algunos pesos menos. Subir es difícil, porque muchos de los que van de pie se apiñan cerca del chofer. Entre los que ocupan los asientos siempre hay una mujer sobre la mitad que da al pasillo, aunque el otro espacio esté vacío. Quizás lo hace para ponerse de pie más rápido cuando quiera bajarse, o para no ser arrinconada por lo que se le aspecta como un delincuente o degenerado, amenazas de piel oscura (“en mi país no hay racismo, si hay como dos negros, no más”). Y cuando alguien quiere ocupar ese asiento vacío, es necesario tocarle el hombro a la mujer, porque ella sola no lo va a ofrecer, ni se va a correr contra la ventana. Entonces, cuando escucha la petición, con rostro afectado repliega sus rodillas, haciéndole sentir su malestar al futuro compañero de asiento. A lo mejor le hablará más adelante, mientras aprieta sus bolsas contra sí ensayando una mueca de reprobación, fijando su vista en el piso, porque ha subido un hombre de pelo largo para cantar algunas canciones del repertorio del nuevo canto chileno.

El conductor se relaciona con el mundo a través de su auto. Es lo que lo define, lo presenta, lo completa. Las variables que maneja para su elección son la santísima trinidad de sus postulados estéticos: porte, lujo y color. Cierra los pestillos para que no lo asalten y las ventanas para que no le pidan monedas. Aprovecha la demora para hablar por teléfono con el manos libres. Gesticula como si su interlocutor lo viera. Mira de reojo el marcador de la bencina, gira su cabeza en ambos lados para ver si alguna minita se ha fijado en su auto, o sea en él, o sea en su virilidad. Divisa a lo lejos un paradero de micros, y se compadece. “Yo voy en auto hasta a comprar pan”, suele decir en las reuniones sociales, contento. Incluso en su foto de perfil de Facebook se le ve apoyado sobre el capó de su auto.

El muchacho del Metro ha llegado a destino. Desciende del vagón lamentando la mala educación de los que entran sin esperar que salgan los que necesitan hacerlo. Sube por las escaleras destinadas a los que van entrando, porque no tiene tiempo que perder, está apurado: va a empezar la teleserie. La mujer también ha llegado a la casa, pero más tarde. Alcanza a tomar el noticiero, y se lamenta de que la gente honesta esté encerrada en sus casas, mientras los delincuentes caminan libres por la calle.

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