
Matías Calderón Seguel*
El artículo expone algunos de los resultados iniciales y las reflexiones preliminares que han emergido en el desarrollo de un proyecto de investigación recientemente finalizado, donde nos hemos propuesto explorar los aspectos culturales contenidos en los conflictos por el agua entre comunidades históricamente agrarias y grandes mineras en el norte de Chile. Como estudio de caso, hemos tratado las localidades de Quillagua, Peine y Los Loros.
El proyecto que ha permitido iniciar el proceso investigativo que acá se esboza, debe entenderse dentro de una continuidad temática desarrollada por el Grupo de Investigación en Ciencias Sociales y Economía (GICSEC) desde el año 2006 hasta la fecha. En este proceso, el eje de la problematización se ubicó en las transformaciones concretas que han sufrido territorios específicos bajo el modelo neoliberal, a partir de la instalación y/o desarrollo de las actividades primario-exportadoras en nuestro país.
En un primer estudio, indagamos en los impactos económicos que sufrían las unidades productivas domésticas de distintos sectores rurales. Luego, en una segunda investigación, abordamos las expresiones políticas de los principales conflictos económicos que observamos en diversos territorios rurales. Y posteriormente, en este tercer estudio –realizado tras concluir que uno de los principales conflictos estaba en el ámbito medioambiental y, en concreto, en la privatización, escasez y contaminación del agua– decidimos enlazar esta problemática con la principal actividad productiva del país: la minería. Pero esta vez, abordada desde una dimensión social poco tratada por nosotros: la cultura, entendida como el ámbito de las ideas y de los significados respecto de la sociedad misma, sus actores, sus estructuras económico-políticas y procesos. En este caso, en relación a los conflictos hídricos entre localidades históricamente agrarias y la gran minería.
Son las ideas las que dan sentido a la acción de los sujetos en sociedad, y por ello, a la sociedad toda. Sentido que no siempre es sinónimo de legitimidad o aceptación de las estructuras sociales, sino también de desapego, rechazo, resistencia o intención de cambio. Cultura y poder, por tanto, no pueden comprenderse por separado.[1]
Los estudios de caso que seleccionamos correspondieron a tres localidades del norte del país (espacio histórico de la minería) donde su población hubiera subsistido históricamente a partir de la actividad agropecuaria. Los casos están ubicados en tres importantes cuencas nortinas: Quillagua, emplazada en el sector bajo del río Loa en la comuna de María Elena; Peine, ubicada en la cuenca del Salar de Atacama en la comuna de San Pedro de Atacama; y, finalmente, el poblado de Los Loros, situado a orillas del río Copiapó en la comuna de Tierra Amarilla. Los dos primeros asentamientos se ubican en la Región de Antofagasta y el tercero en la Región de Atacama.
Para identificar a los actores sociales y analizar cómo participan de las dinámicas en cuestión, hemos distinguido dos “tipos” de actores de los territorios. Dos “tipos” de actores que, cabe explicitar, no son excluyentes. Nos referimos a las clases sociales y a las etnicidades. El que no sean excluyentes quiere decir que un sujeto puede, según contexto, tomar uno u otro rol; también puede ejecutar su acción por orientaciones simbólicas vinculadas a uno u otro, o de ambos simultáneamente. Los habitantes de las comunidades eran parte de clases sociales agrarias en la medida que son localidades históricamente agrarias, por ende, los sujetos participaban con un rol en el proceso productivo, más allá de la existencia o no de una identidad de clase. Y parte de los grupos étnicos, en la medida que son lugares donde perdura cierta “tradición indígena”, reivindican su pertenencia. El aspecto principal de esto último es su incidencia en la problemática hídrica estudiada.
La localidad de Quillagua tuvo un pasado agrícola vigoroso durante el siglo XX hasta, aproximadamente, la década de 1970. Desde fines del siglo XIX subsiste como proveedora de maíz para los trabajadores de la industria salitrera, y de alfalfa para el ganado de propiedad de los dueños de las minas, de los arrieros y las empresas ganaderas regionales. Al disminuir la actividad salitrera, continúa una importante actividad agrícola especializada en la alfalfa. Desde los años 70, esta empieza a verse afectada por la baja de los mercados que demandaban sus productos, como también por la reducción del caudal del río Loa debido a diversas acciones que se pueden vincular a la gran minería y los usos urbanos. Luego embiste el Código de Aguas de 1981, y a fines de la década del 90, sobrevienen dos episodios de contaminación del río por la gran industria minera. Actualmente se encuentra con nula producción agropecuaria mercantil y muy escaso autoconsumo.
Peine es también una localidad agraria desde tiempos remotos. Previo a la década de 1980 había cultivos de maíz, hortalizas, olivos y alfalfa. También actividad ganadera. Lo anterior, orientado a consumo doméstico, como también al mercado regional. El aumento de la actividad minera en las inmediaciones del Salar de Atacama generó cambios en la dinámica agraria, pero no por escasez o contaminación de agua como en el caso anterior, sino por absorción de la mano de obra que redujo la capacidad productiva del agro. Actualmente la localidad sigue practicando de manera no menor la agricultura, pero fundamentalmente para consumo familiar. Y ya no es con claridad la principal fuente de sustento; ahora se complementa con el empleo asalariado a la minería y la prestación de servicios hacia la misma actividad.
El caso de Los Loros es diferente. Los cambios del agro bajo el neoliberalismo no se deben a la minería, sino a dinámicas de la misma industria. Previo a 1975, en la zona predominaba la pequeña y mediana agricultura productora de cítricos para el mercado nacional y chacarería de consumo. Luego se despliega la instalación de grandes capitales que se dedican al cultivo de uva de mesa para el mercado nacional e internacional. Hay un proceso de concentración de la tierra y proletarización (o semiproletarización) de los habitantes, por ende, al momento de la instauración del Código de Aguas de 1981, este territorio queda en manos de la agricultura capitalista que estaba en proceso de instalación y expansión.
Para los tres casos de estudio señalados, es importante considerar y relevar que existe una relación histórica con la minería. La minería, como pequeña minería, ha existido desde bastante tiempo en estas zonas, y como gran minería, durante parte importante del siglo XX. No es una actividad que de la nada haya comenzado a operar en los territorios y trastocado sus dinámicas, sino que, en el transcurso, las características de las relaciones entre comunidades y minería se han transformado.
Ya que abordamos aspectos de la dimensión cultural del conflicto hídrico, no podemos obviar la presencia de comunidades indígenas en todas las localidades: aymara en Quillagua (2003), atacameña en Peine (1995) y colla en la zona de Los Loros (1996). Lo que nos importa destacar en este punto es que estas organizaciones toman fuerza entre la década de 1990 y 2000. Obviamente, no emergen del aire, se sustentan en una historia, pero, a su vez, no podemos olvidar el contexto mayor que las impulsa, y partir de ello, el papel social que cumplen o podrían cumplir. Los espacios donde se desarrollaron padecían efectos del neoliberalismo que se hacían sentir con más o menos fuerza, concentrándose la mayoría de la toma de decisiones sobre las derivas territoriales en el gran capital. Junto a ello, está la promulgación de la Ley Indígena de 1993 que otorga un marco jurídico formal a la identidad étnica y sus organizaciones.
Luego del Código de Aguas de 1981, hablar de la situación hídrica en estos casos de estudio, y en cualquier territorio de Chile, es hablar de la mercantilización y privatización del agua. Wallerstein[2] enfatiza sobre la mercantilización de todas las cosas como tendencia del capitalismo. De lo anterior se desprende una conclusión un tanto obvia; si la mercantilización de las cosas es un proceso, no existe un estado dado de los objetos, es decir, el medioambiente o las personas, como mercancías. El concebir y tratar determinada cosa como intercambiable en el mercado no es solo un asunto de cambio y/o imposición de prácticas y estructuras económico-políticas, como es la imposición del Código de Aguas. Como destaca Kopytoff[3], es también, y en gran medida, un proceso cultural, de cambio de ideas respecto de la cosa o persona, que ahora, de modo más o menos rápido, se piensa y trata como algo negociable. Esta transformación obligada de lógicas puede ser más abrupta o pausada en los propios actores sociales, pero al parecer un proceso en curso por las determinaciones impuestas desde las grandes estructuras.
El Código de Aguas de 1981 es la imposición institucional, desde la estructura del Estado, de la lógica mercantil sobre el agua. La fuerza de los actores y procesos que corresponden a esta lógica, el gran capital nacional e internacional junto al Estado, son de tal magnitud que los actores territoriales quedan, en un primer momento, perplejos. Hasta ese momento, en todos los lugares estudiados, el agua era pensada y utilizada desde códigos no mercantiles. Existían formas de gestión y de control del recurso en función de disponibilidad y necesidad, pero el agua no era algo transable, sino un bien comunitario. Corresponde advertir que esto no necesariamente implica la presencia de un sistema valorativo propiamente indígena sobre el agua, lo que no quita que haya elementos presentes. Señalamos esto ya que este momento de incomprensión del agua como mercancía se presenta también en economías campesinas sin componente étnico. El agua como mercancía es, en un primer momento, un lenguaje y condición inimaginable, casi impracticable sobre un recurso que históricamente había estado a libre disposición. Esto conlleva incredulidad sobre sus implicancias y sobre la necesidad de tomar posiciones defensivas, de resistencia o inserción apropiadas al proceso en cuestión.
Es de suma importancia mencionar, para no construir una falsa idea de comunidades aisladas del capitalismo con una lógica “prístina”, que la ausencia de una concepción mercantil es en específico sobre el agua. Ya he señalado que eran localidades donde predominaba la pequeña agricultura de orientación mercantil, por tanto, el maíz, la alfalfa, el ganado o las naranjas sí se entendían y trataban como algo negociable. Incluso había, a baja escala, compra y venta de fuerza de trabajo, por ende, obviamente no eran comunidades que estaban fuera de las dinámicas y de la lógica capitalista. Un elemento interesante a destacar en este momento es que parte de las ventas de alimentos eran hacia la minería y ya interactuaban con actores miembros de esta actividad a partir de lógicas de mercado.
Al mismo tiempo en que se intensificaba la idea mercantil del agua en los territorios, fruto de la operación del Código de Aguas en los mismos, y el progresivo ajuste de los sujetos a sus esquemas, se producían dinámicas de desmercantilización de algunos ámbitos, como intensificación en la mercantilización de otros. De esta manera, tanto en la localidad de Quillagua como en Peine, los productos de la actividad agrícola dejan de concebirse y tratarse como mercancías. Ahora están fuera de la órbita del mercado. En Quillagua por falta de agua y contaminación de la misma. En Peine por reducción de quienes trabajaban en el agro para trabajar en la minería. Junto a lo anterior, hay un aumento en las ideas sobre el trabajo como una mercancía: en Quillagua emigran para conseguir un trabajo asalariado, en Peine lo consiguen en la misma zona. Por su parte, en Los Loros, por reducción de la agricultura campesina frente a la agricultura empresarial, se consolida completamente la noción del trabajo humano como mercancía. Y actualmente, mientras se reduce la agricultura empresarial debido a la venta de acciones de agua a la minería, se vuelve a develar la lógica mercantil del agua, que después del primer momento quedó oculta debido a la pérdida de relación productiva de los habitantes de la localidad con el recurso.
La misma acción del gran capital en los territorios, que interviene generando transformaciones económicas, acaparando acciones y agua efectiva, o contaminando los recursos hídricos, impulsa o contribuye a la realización de un proceso de reconfiguración de imaginarios que actualmente están cumpliendo un papel, más o menos exitoso, en los esfuerzos de las poblaciones locales en resistir o controlar los procesos referidos. También en intentar ser beneficiarios de los mismos: el fortalecimiento de la identidad indígena y sus organizaciones. No se trata de ver la emergencia étnica exclusivamente como un epifenómeno de los efectos del capitalismo neoliberal en los territorios, pero no podemos negar, por un lado, que ocurre bajo este período y no solo en estas zonas de estudio, sino en parte importante de América Latina. Y por otro, tampoco podemos ignorar que su existencia se ha configurado en una herramienta política efectiva para enfrentarse o negociar con grandes capitales. Según el grado de organización, número y relaciones que se tengan, la organización étnica ha permitido ejercer más o menos control territorial de las poblaciones sobre su espacio. No se puede omitir en este punto la configuración lenta de un armado institucional estatal que en cierta medida incentiva lo anterior como estrategia política –no necesariamente deliberada– para recobrar parte del poder en los territorios: la Ley Indígena de 1993.
El otro elemento a destacar es quizás una más de esas paradojas o contradicciones del capitalismo. Nos referimos al hecho de que, a medida en que penetraba la lógica mercantil sobre el agua y poco a poco era internalizada o comprendida por las poblaciones locales, mayores eran las posibilidades de negociar o resistir la concentración del recurso. Lo anterior, puesto que al comprender estos códigos de valoración sobre el agua, se estaba en condiciones de entender cómo las concebía el otro, y también, en posición de ajustar las acciones individuales o colectivas en correspondencia al aparato institucional y, con ello, lograr cierto resguardo formal dentro del sistema. Por ejemplo, solicitando acciones de agua para la comunidad.
Lo anterior no puede sino levantar la interrogante sobre si solo siendo parte y/o comprendiendo la lógica capitalista es posible resistir, controlar, beneficiarse o transformarla; pues para parte de las comunidades estudiadas ha sido así. Aunque existe un discurso que reniega del agua como mercancía, la forma de poder resguardar sus intereses ha sido a partir de concebirla como tal, de pedir acciones, en ciertos casos de venderlas, negociarlas, incluso hacia dentro de las comunidades, sancionando con multas en dinero a quienes hacen mal uso del agua. La pregunta queda abierta.
* Antropólogo y Magíster en Ciencias Sociales mención Sociología de la Modernización, investigador del Grupo de
Investigación en Ciencias Sociales y Economía (GICSEC) de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
[1] Nos hemos guiado por los planteamientos sobre la cultura de Eric Wolf (2001) en Figurar el poder. Ideologías de dominación y crisis, CIESAS, México D.F.
[2] Wallerstein, I. (2003). El capitalismo histórico. Siglo XXI, México D.F.
[3]Kopytoff, I. (1991). “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”. En Appadurai, A (ed.). La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías. Grijalbo, México D.F.
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