
Por Marien González Hidalgo* y Colombina Schaeffer**
Existen múltiples formas de definir la ecología política, tanto desde las perspectivas más cercanas a la academia, así como por las más comprometidas con el activismo. Las definiciones también varían según momentos históricos, territorios y cosmovisiones desde donde se practican las ecologías políticas. El presente artículo no pretende dar una explicación detallada de las ecologías políticas, sino explicar por qué aquí y ahora, en Chile, el marco analítico de la ecología política es necesario para entender las bases históricas, materiales y simbólicas de palabras comunes como “naturaleza”, “desarrollo”, “conflicto”, etc.
La práctica de la ecología política implica la utilización de un marco analítico en que la separación entre “naturaleza” y “sociedad” deja de ser algo ingenuo, sino cargado de relaciones de poder, conocimiento y desigualdad. “Politizar la ecología y ecologizar la política”, como señala Eduardo Gudynas, es uno de los puntos en común de las diferentes ecologías políticas. Es decir, la intención de la ecología política es tensionar la idea de “medio ambiente”, “naturaleza” o “ecología” como conceptos neutros, para entenderlos como espacios causa y efecto de la acción del ser humano, en los cuales se dan luchas de poder y, por tanto, acción política.
Para entender por qué esta tensión es importante y cuáles son sus consecuencias podemos, por ejemplo, analizar las bases que sostienen algunos discursos y prácticas de nuestro mundo en la actualidad. La mayoría de los países operan y configuran la existencia de su ciudadanía en relación a conceptos clave como crecimiento y desarrollo. El éxito y fracaso de los países se mide (en foros internacionales como las Naciones Unidas o la Organización Mundial para el Comercio) en base al crecimiento económico, determinado a través del Producto Interno Bruto o PIB. Así, se asume que mayor PIB es sinónimo de mayor crecimiento económico para toda la ciudadanía y, por ende, bienestar. Es justamente este tipo de presupuestos los que hacen crisis hoy en Chile. Luego de años de crecimiento económico, observamos cómo este ha sido conseguido a un precio no menor y que no necesariamente nos ha hecho más felices o llevado a vivir vidas más plenas. Tenemos, por un lado, una sociedad que sigue siendo desigual; quienes concentran el poder económico concentran también el poder político. Por otro lado, el modelo extractivista (basado en la explotación de recursos naturales) conlleva la degradación de los territorios y una intensificación de los conflictos entre comunidades, estado y empresas, ya que simplemente no es posible hacer convivir la agricultura, la salud de la población o la pesquería artesanal con el desarrollo de grandes proyectos agrícolas, forestales, mineros o eléctricos.
La lógica de la necesidad constante de crecimiento económico se sostiene a su vez en una lógica del constante progreso del ser humano: estamos, y debemos estar, siempre progresando, dejando atrás un pasado oscuro, medieval, entrando a una nueva era, más moderna, más industrial, más tecnificada. Esta forma se hizo dominante a partir de la Revolución Industrial, a finales del siglo XVIII, cuando, producto de varios descubrimientos científicos y cambios culturales, se inauguró una nueva era en la forma de relacionarnos con el entorno y entre los seres humanos (aunque la categoría “ser humano” también ha variado a lo largo de la historia).
Bajo el paradigma de la modernidad, el cual se ha extendido como paradigma dominante a través de los procesos de colonización y globalización, la naturaleza se entiende al servicio de las sociedades humanas. La modernidad, hasta ahora, ha supuesto una mirada antropocéntrica del mundo, es decir, el ser humano al centro y como medida de todas las cosas. Este paradigma también se ha impuesto, y en algunos casos se ha alimentado, a través de las vidas de trabajadores asalariados, informales, del trabajo no reconocido de las mujeres, y del sometimiento o incluso el exterminio de comunidades campesinas y/o indígenas.
Es así como las ecologías modernas constituyen la naturaleza como un recurso a disposición de “lo social”. En la genealogía de la ciencia y el conocimiento tenemos evidencias claras de lo anterior, si analizamos la forma en que las ciencias “naturales” o “exactas” se han establecido como las encargadas de decirnos cómo opera ese mundo “objetivo” y “exacto” que sería la naturaleza. Este tipo de información, catalogada como “objetiva” y “verdadera”, se ha considerado útil para la esfera política, ya que en base a esa información “exacta”, “verdadera” y “objetiva”, se podrían tomar decisiones para el bienestar de nuestras sociedades. Se acabaría así la era de las supersticiones e inexactitudes basadas en valores y opiniones, y por fin tendríamos acceso a una herramienta que nos permitiría conocer el mundo “tal cual es”. Es decir, donde los seres humanos son falibles y sujetos a opiniones y valores no fundados en las leyes “objetivas” de la naturaleza, la ciencia finalmente nos podía dar certidumbre sobre el mundo y decirnos cómo podíamos manipularlo para nuestro beneficio.
En la actualidad, el uso de la energía nuclear o los organismos genéticamente modificados son ejemplos de cómo, bajo el paradigma moderno de la ciencia, lo anterior conlleva a que sea solo cierta élite científica la que pueda tomar decisiones en torno a estas tecnologías. Se considera que la ciudadanía no tendría por qué participar, debido a que no contaría con los conocimientos necesarios para poder tomar una decisión “informada”. Si bien este paradigma entró en crisis en la segunda mitad del siglo XX –después de casos como la contaminación con asbestos, el desastre nuclear de Chernobyl, la discusión en torno al cambio climático, entre muchos otros– sigue estando presente y vigente. En Chile, por ejemplo, hace no muy poco, la Comisión Asesora para el Desarrollo Eléctrico (CADE), establecida durante el gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014), señalaba en su informe final[1] el año 2011 que uno de los principales problemas para la generación de electricidad en Chile era que los ciudadanos no estaban informados adecuadamente. En consecuencia, ante una ciudadanía “ignorante”, el estado debía “educarla” para que pudiera entender lo que estaba en juego, y así, ella aceptaría los proyectos y los costos asociados de alcanzar el ansiado desarrollo. Quienes sí estaban informados y podían opinar, en cambio, eran los expertos convocados para trabajar en dicha comisión, compuesta en su mayoría por hombres que vivían en Santiago y que habían estudiado carreras ligadas a la ingeniería o al derecho.
El enfoque de la CADE recién analizado tiene sus orígenes, sin embargo, más atrás en la historia de Chile. Si bien el enfoque cientificista se remonta a los orígenes de la modernidad, es durante la dictadura de Pinochet (1973-1990) cuando en Chile se impone la “tecnocracia” o el predominio del saber técnico y experto por sobre los saberes sociales o políticos en la esfera política. Es decir, ya no solo estaba la ciencia llamada a iluminar la toma de decisiones políticas, sino que se intentó transformar decisiones políticas en decisiones técnicas, justificándolas dada la supuesta neutralidad política y legitimidad científica que tenían. Esto, en el marco de la imposición de políticas de mercado neoliberales, las que fueron continuadas en los años posteriores y hasta la actualidad.
La imposición del neoliberalismo en Chile supuso la liberalización de la economía y el libre comercio, la reducción del gasto público y la intervención del estado en la economía en favor del sector privado. Esto fue posible a costa de violencia, desapariciones, muerte y tortura, así como a través de la imposición de una verdad “exacta” sobre otra, de la mano de los expertos por sobre quienes son subestimados y denominados, peyorativamente, “los ignorantes, los rotos o los indios”. Nuestra Constitución Política fue escrita desde dicho paradigma, donde tanto estado como ciudadanía son dejados fuera de muchas decisiones, ya que los privados, guiados por la “mano invisible del mercado”, sabrán mejor qué decisiones tomar. El problema de esa mirada es que entiende a esos expertos (ya sean economistas, ingenieros o cualquier otra disciplina considerada como poseedora de un acceso privilegiado a la realidad) como neutros políticamente. Así, no estarían cambiando el mundo ni participando de la comunidad política cuando definen, por ejemplo, que el agua será un bien privado y tranzado en el “mercado del agua”, o cuando deciden que la hidroelectricidad tendrá ciertos privilegios institucionales y regulatorios en nuestro marco jurídico. Sin embargo, esas sí son y han sido decisiones políticas. Por ejemplo, represas como Ralco fueron posibles gracias a ese marco jurídico, ya que el proyecto fue aprobado durante el gobierno de la Concertación de Eduardo Frei Ruíz-Tagle (1994-2000), que no cuestionó el legado de la dictadura. El tema forestal, también amparado en el marco normativo heredado de la dictadura y la implementación del neoliberalismo chileno, es otro ejemplo donde observamos el uso combinado de dominación tanto en forma de violencia como en lo que refiere al conocimiento. La expansión de plantaciones forestales, mediante subsidios estatales, ha supuesto impactos tanto para los ecosistemas locales (sustitución y pérdida de bosque nativo, crisis hídrica, desertificación, pérdida del suelo) como para las comunidades dependientes de dichos ecosistemas (concentración de la propiedad, migración rural, violencia y conflicto por pérdida de acceso a la tierra y de derechos indígenas, etc.). Sin embargo, Chile se presenta ante organismos internacionales como orgulloso de su crecimiento forestal, confundiendo intencionalmente plantaciones forestales con bosques, bajo el paradigma de la “economía verde”[2].

La ecología política nos permite seguir y tejer la compleja red de relaciones que se dan entre naturaleza y sociedad, las relaciones de poder que se dan entre humanos y no humanos, y las consecuencias de nuestras acciones para toda la comunidad. Calentamiento global, pérdida de biodiversidad, creciente desigualdad entre los más ricos y más pobres a lo largo del planeta, crisis alimentarias, conflictos, entre muchos otros de los desafíos del presente siglo para Chile y el mundo, no pueden ser entendidos en su complejidad con un pensamiento que esté constantemente separando la esfera natural y científica de la social. Es por eso que la ecología política es clave para pensar y actuar en el siglo XXI.
*Marien González Hidalgo es candidata a doctora en Ciencia y Tecnología Ambiental en la Universidad Autónoma de Barcelona y en colaboración con la Universidad de Chile. Está interesada en la dimensión emocional de los conflictos ambientales. Su investigación se realiza gracias al Programa People (Acciones Marie Curie) del Séptimo Programa Marco de la Unión Europea, bajo el acuerdo número 289374 – «ENTITLE” – www.politicalecology.eu.
**Colombina Schaeffer es socióloga y candidata a doctor en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad de Sídney. Ha trabajado en áreas como movimientos sociales, estudios de la ciencia y la tecnología y ecología política. Actualmente trabaja en Chile Sustentable como investigadora asociada en las áreas de participación ciudadana y políticas públicas.
[1] http://www.minenergia.cl/comision-asesora-para-el-desarrollo.html
[2] Para más información sobre cómo se fundamenta la economía verde como una nueva forma de mercantilización de la naturaleza se puede consultar el informe de ETC “¿Quién controlará la economía verde?”, disponible en www.etcgroup.org.
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