Pequeño manifiesto sobre una fotografía de la piluchez

Por Andrés Pereira Covarrubias[*]

Por el chat de facebook mi padre me envía la foto de una foto de cuando yo era niño. Me la envía sin razón, intempestivamente, según me explica porque desempolva cosas para una mudanza más en su vida. Es una imagen digitalizada de una fotografía de mí en plano general, pilucho, sonriente y caminando hacia la cámara con un aplomo que llama la atención para el año y medio que debo tener, efecto tal vez del grosor de las piernas que entonces exhibía por ser más corto en general; sobre el pasto junto a una pequeña piscina inflable y una manguera, atrás mío se asoman partes de la que sé es una prima de mi edad que también está pilucha; veranos tonos sepia que compartíamos jugando.

Me envía la foto por facebook seguida de un eras bastante liberal y desprejuiciado escrito con la soltura de alguien que en el fondo sabe de su radical implicancia en la temprana historia de resignación de la libertad y el desprejuicio pero que está ironizando, haciéndose el desentendido de lo problemático que supone ser que si yo era desprejuiciado y etcétera, entonces ya no soy, o sólo soy en la medida en que eso estaba siendo y después ya no fui más, ya había sido. Rumia sobre el ser en la piluchez de una imagen.  

Así las cosas resulta imposible abstraerme de que en alguna medida, pequeña quizás como el tamaño de la foto o de mi cuerpo entonces retratado, lo que inevitablemente sobreviene a partir de esa imagen que sale a mi encuentro inesperadamente es una micrología subjetiva, en ese ir y venir sobre la fotografía se realiza una pequeña lógica recortada del acontecer biográfico e histórico común no tan en común. El registro de un momento de la luz de aquellos días en Santiago de Chile, refractada en la materialidad de ese cuerpo protegido y alejado de los dolores reales gracias al azar y a la injusticia social.

Entonces con melancolía espontánea busco reconocerme en esa imagen especular imposible. A la vez hago el ejercicio y me miro desnudo en el espejo de hoy para sólo ver la diferencia abismal entre esa piluchez retratada y la actual reflejada. Cómo he cambiado pienso y sigo automáticamente manteniendo –incluso experimentando– con fe ciega la primera persona singular; es complicado no hacerlo, aun dándome cuenta de que en definitiva, pese a que esa imagen de mi piluchez infantil se me enfrenta hoy como una alteridad radical, sostiene la coherencia y linealidad de la experiencia de mi cuerpo pilucho frente al espejo.

Experimento la necesidad ansiosa de establecer un vínculo narrativo, biográfico e imaginario con la imagen de ese niño, una relación administrativa de mi vida, pero al hacerlo pareciera estar descuajándome de a poco del espejo de Lacan y arrojándome sobre la brecha enajenante que ha separado la materia de mi cuerpo de su reflejo, de su idea desde más o menos entonces, esa imagen especular que me sujetaba y aseguraba mi ficción de totalidad, de subjetividad, de individualidad, para no extraviarme en la anarquía sensitiva de la pura corporalidad. Porque como bien señalaba mi papá en aquel mensaje de chat, ese era yo, un puro yo que solamente era y no decía “yo”. Ese cuerpo en un estadio de real prejuicio y absolutamente prerrepresivo, evidentemente, materialmente ya no es mi cuerpo, salvo en la ficción de su unidad, de mi unidad, en este relato lineal que se –y destaco “se” para impersonalizar esa actividad, en definitiva, estructural, gramática, social– intenta narrar en mí conmigo desde hace treinta y seis años, por decir una cifra.

O sea, provengo de una anarquía sensible materialista.

Lo que descontroladamente hago cuando miro esa foto y pienso que soy yo pilucho cuando niño es una micrología, una violenta inscripción en el logos, en el cauce hipercontrolado del sentido de una pequeña aparición de pura ofrenda, exposición, ontológicamente prelibertaria arriesgaría a sostener si me pusiera filosófico. Pero nada de filosofías, esa actividad obsesiva y violenta. Si padecemos la fatalidad inevitable de la reflexión como función biológica involuntaria del sistema nervioso central, propia de esta especie autodestructiva y parasitaria del planeta, que esta fatalidad no sea para perpetuarla en su trascendencia, para seguir elevándola al reino de una Sabiduría con S de sujeto, para reposar en el filo onanista a la Sofía, organizando el terreno para que todo quede tal como está, o guardando bajo una alfombra a los muertos que lleva a cuestas; que no sirva sino para sigilosamente, con paciencia, colaborar a desordenarlo todo y romperlo todo y construir con toda otra actividad desvalorizante, infravalorizante del circuito “solipsista” del valor, en la fragilidad y conflicto de nuestra inmanencia, un principio esperanza de ver aparecer luciérnagas en la noche cada vez más negra de estos días.    

Al identificarme con la piluchez de la foto parodio el gesto de quien estaba tras el lente de la cámara ese día ochentero sepia y capturo, sujeto la luz refractada en esa vida material sensiblemente expuesta y la vuelvo equivalente a mí. Remedar el gesto tan habitual, una vez arribada la adultez progenitora, de sacarle fotos a la intemperie de la desnudez infantil, a la fragilidad de su pura exposición, imponerle imagen, encuadre a los cuerpos sin máculas y marcarlos con la huella de lo que dejan de ser y de lo que devienen, así binariamente, simplemente narrativos, cuenteros de su yo. Pero ese cuerpo de la imagen es imaginario, huella, ya fue sujetado. Su retrato no testimonia más que lo que dejó de ser. Y si es entonces imposible decir que ese soy yo o solamente digo yo justo porque eso ya no soy yo: qué vendría siendo ¿ahora yo su alteridad radical? De pronto, me experimento como el gato de Derrida[1] que mira misterioso desde la multiplicidad de límites abisales en dispersión, al imaginario ser pilucho de la imagen que me mira para afirmar su existencia como imagen, me pide identificación y entonces me desujeta, me desidentifica, nunca absolutamente porque lo absoluto ya sabemos es una trampa. La imagen me mira, me devuelve la mirada y así me obliga a mirarla verdaderamente –como diría Didi-Huberman sobre una imagen en crisis, esa que critica las formas de mirarla[2]–; y esa imagen de piluchez se muestra como el imaginario cuerpo mío de siempre que me ancla, porque la piluchez real era (y es) actividad, proceso, intensidades, se dona y mira, desde ese lugar de exposición materialista, anárquica; entonces ésta mira como el gato de Derrida, a quien estaría allá detrás del lente intentando afirmar ansiosa e involuntariamente su ser individualidad desde su contingencia angustiosa.

El encuadre padece de un impulso angustioso aunque solapado por no perder el relato del mundo al que pertenece ni su consistencia, y mi impulso se confunde con aquel del encuadre del lente que tomara esa foto, y mi experiencia, nietzscheanamente –podríase decir– se precipita en el espacio-tiempo cambiante y mortal abierto entre el gesto impulsivo circunscriptor, emplazante, sujetante del encuadre de la piluchez y la explosiva vida en movimiento, acosada insistentemente por un ocaso que nunca será experimentable porque solamente somos vida, la muerte es de los otros.      

No recuerdo a quién parafraseo al escribir que la ropa sirve para ocultar que no hay nada que ocultar, pero es similar a sostener que la piluchez es para mostrar que no hay nada (más) que mostrar, que ofrece el límite de la singularidad expuesta a todos los otros límites intrascendentes y singulares –compartiendo el acá– también en la exposición, como en la comunidad blanchotiana figurada entre los amantes, testimonio de la fragilidad de lo cuerpo que somos, tocantes en el límite, siempre en diferencia nunca en común unidad. Que la ropa es como el encuadre, la captura de la intensidad en un orden determinado, una inscripción violenta en el lenguaje. Lo que no significa quedarnos en la jaula del binario, entre la celebración acrítica de pura exposición, diferencias y dispersión por un lado, y el odio contra las capturas fotográficas; no es para abrazarnos piluchos en el nihil tan nutritivo para el “postcinismo” vigente: ya no actuamos como ignorando, actuamos como desengañados pese a la evidente consistencia que sigue tomando el mundo. No hay ya piluchez posible porque no provenimos de una piluchez originaria. Lo que hay es un proceso de atravesamiento material y conflictivo entre la piluchez brotante y múltiple y la violencia incansable de los encuadres; eso, si se quiere, da a ver la imagen de la piluchez hasta mi experiencia de cuerpo. La actividad del desencuadre es permanente y está abierta al porvenir.

_______

[*] Investigador y docente universitario

[1]  Jacques Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo (Madrid: Trotta, 2008).
[2] Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira (Buenos Aires: Manantial, 1997).

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