
* Alberto Borja
La lengua que hablamos es nuestro patrimonio cultural más valioso. En ella se inscribe buena parte de nuestra historia común. El mundo existe para nosotros a partir de su descripción en el discurso. También aprendemos con la poesía que no todo está en las palabras, que hay cosas que escapan a sus recursos, cosas que van detrás de ellas. De alguna manera sabemos que cada palabra también es una promesa con muchas posibilidades de incumplirse, una probabilidad de engaño, una mentira. En tanto que nos resguardemos en el silencio hay menos posibilidades de equivocarnos y no hay necesidad de mentir, pero aún en el silencio las palabras hablan, claman por su significado, por su sentido, por su interpretación.
Las letras nos han servido también para negar nuestros orígenes y construirnos una identidad falseada. Como anotaba Juan Goytisolo(1) en una entrevista de los años 90s «… apenas 14 kilómetros separan a los dos países (Refiriéndose a España y Marruecos), cuando 40.000 palabras del castellano son de origen árabe y cuando la literatura en España no se puede entender durante cuatro siglos sin las referencias árabes» y en otra ocasión el mismo autor menciona (en la serie de entrevistas documentales de Palabra Mayor en 1993-1994, dirigida por R. H. Moreno Durán) que la única palabra del castellano en el idioma árabe es precisamente Palabra que significa: mentira. Pero las palabras además están en lugar de las cosas, contienen lo que de otra manera no podríamos conocer, nos sirven para fijar, detener o estabilizar las cosas en objetos reconocibles.
El nuestro es un idioma de gramáticos, de guardianes de tradiciones y dogmas, altamente normalizado y afectado por la apariencia, donde las expresiones llegan a ser en su afectación protagonistas de lo bizarro. En Colombia lo logró recientemente el régimen anterior 2002-2010, redefiniendo palabras como patria (Extensión de territorio nacional que sirve para que contratistas e inversionistas de dudosa reputación exploten sus recursos con pocas restricciones y grandes excepciones tributarias), terrorismo (aplicado por igual a guerrillas marxistas prehistóricas y cualquier miembro de la oposición política), oposición (Léase terrorismo), confianza (tejido social de la mafia en el que la ley del silencio y la lealtad del cómplice son los principios), inversionista (Cualquier persona con suficiente capital para adquirir grandes extensiones de territorio a testaferros y sembrar palma de aceite, explorar recursos mineros o comprar licitaciones o contratos), buenos muchachos (Usada por Martin Scorsese para titular su famosa película Goodfellas de 1990, en Colombia le sirvió al presidente 2002-2010 para referirse a su ex director de Inteligencia que proporcionaba listados de sindicalistas y líderes sociales que luego eran ejecutados por los paramilitares), y falso positivo (expresión criminal de las fuerzas armadas para definir una ejecución extrajudicial de un ciudadano desempleado o campesino con el fin de mostrarla como una legítima baja en el campo de combate). De la misma forma actúan cada tanto los distintos regímenes políticos «democráticos» amparados en elecciones populares y que luego mediante la imposición de constituciones populistas hechas a las volandas, a la carrera, pretenden su reelección indefinida.
Las palabras se invierten para establecer relaciones de poder, para imponer doctrinas y sobre todo para influir y orientar el pensamiento (Cabe recordar a Teum Van Dijk(2) sobre los mapuches en Chile, por ejemplo, a propósito de su teoría del análisis crítico del discurso). El pueblo chibcha del área andina colombiana designaba como señor y señora en sentido noble respectivamente al guache y a la guaricha, luego en tiempos de la colonia su significado cambió y hoy en día aun sirven para designar a un patán violento y maleducado en el caso del hombre y para la mujer guaricha es sinónimo de prostituta entre otros valores. El bien no es un valor sino una marca de cuna, de familia, ser una persona de bien en Colombia equivale a ser una persona «bien», es decir una persona bien relacionada y bien estacionada en la estrecha cúspide de la pirámide social.
Las palabras pueden ser un arsenal. En ellas radica toda la potencialidad explosiva que se carga en un objeto simbólico como una consigna de los Ocuppys, o la declaración ingeniosa del cantante de calle 13 impresa en una t-shirt (URIBE PARA bases MILITARes gringas en Colombia, por ejemplo). Se pueden buscar los titulares de prensa y las noticias para descubrir en sus interpretaciones, y la mayoría de las veces desvergonzadamente en sus enunciados, la manipulación calculada, la orientación de la opinión y los argumentos frecuentes de la corrupción desbordada.
Poco reconocemos nuestros propios dialectos y las lenguas amerindias sobrevivientes lo atestiguan al seguir extinguiéndose año tras año. Tal vez ellos comprendieron de forma particular el valor de la palabra como urdimbre, como tejido indisoluble y patrimonial de la memoria que debía unir los objetos de palabra a las cosas de la realidad material que ellos mismos realizaban con sus manos o que le pertenecían a la naturaleza. Una manta es palabra y manufactura y artesanía, arte. Como el sombrero vueltiao del caribe colombiano, o las mantas de los antiguos pueblos del Perú o el Ecuador. Casi todos los vínculos entre las palabras y las cosas se han extinguido en el comercio de la tradición, en la banalización de la palabra. La palabra se convierte en promesa de venta, en bien de intercambio, y su cotización baja en todos los mercados, incluso se automatiza en la era digital.
En oposición los pueblos americanos ancestrales que sobreviven en nuestros días mantienen vivas sus palabras en la oralidad. Gracias a la magia y al poder de sus saberes ancestrales persisten en medio de la extinción de tantas especies. La memoria como tradición del conocimiento fue el recurso primero para transmitir a nuevas generaciones la acumulación de información útil para la vida y para la permanencia de la comunidad. La oralidad sigue siendo la principal forma de comunicación entre los humanos que buscan en sus voces conducidas ahora por smartphones o vía skype la comprobación del otro. Por eso, a pesar de que ahora mismo usted lee estas palabras de un texto impreso o de una pantalla, cada palabra resuena a nivel sublingual antes de ser escuchada como percepción sonora que luego se decodificará a gran velocidad para que usted entienda que le estoy hablando y de qué le estoy hablando.
La variedad dialectal es una música, una musicalidad al hablar, conformada de geografías, cuerpos, aires, bailes, rezos, soles y aguas que resumen en sus sonoridades la historia de un pueblo, sus ingredientes étnicos y culturales, sus difíciles caminos sociales, la interacción de sus gentes y su permeabilidad y flexibilidad ante los otros. Al hablar también cantamos y todo nuestro cuerpo se compromete en el sonar de las palabras. Las piernas, las caderas, el plexo solar, el diafragma, los pulmones, la garganta, la boca, la nariz, la cara toda, las manos, los oídos, la lengua y los dientes se articulan entre sí para componer los sonidos familiares que hemos escuchado desde antes de nacer. Finalmente las palabras mueren, se extinguen, cuando se condenan al silencio y no se las vuelve a usar. Allí, en ese cementerio de diccionarios viejos y de escrituras antiguas, de vez en cuando poetas, escritores, teóricos e investigadores las desentierran temporalmente para hacerlas vivir en los mundos posibles de la metáfora o en el frío cálculo de las disecciones fonéticas o filológicas. Las palabras duermen en su mayoría, reservando así mismo su poder, como armas semánticas de destrucción masiva que aguardan su hora entre hojas y cubiertas para alimentar a veces con argumentos reaccionarios, fundamentalismos que reactivan odios raciales, religiosos o nacionales con una cierta regularidad. Hoy su almacenamiento se realiza en bits, en algoritmos de archivo, de lectura y de búsqueda. En la memoria de máquinas, convertidas en micro-pulsos electrónicos programados y almacenados en cadenas infinitesimales de silicio, las palabras viven un nuevo tiempo. Nunca estuvieron tan presentes ni permitieron comunicarse a tantos en tantos idiomas a la vez. Una forma de oráculo digital ubicuo que desafía cualquier visión futurista del siglo XX. Su auxilio nos rescata del aburrimiento y de la propia soledad haciendo que recreemos la idea de la compañía y de la interlocución detrás de una pantalla LED.
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* Alberto Borja: Artista plástico. Ha expuesto su obra individual y colectivamente desde los años 90s. Licenciado en Lingüística y Literatura, cursa su maestría en Hermenéutica y fenomenología. Actualmente trabaja también como curador asociado de una galería en Bogotá y escribe sobre arte contemporáneo.
[1] Villena, Miguel. Entrevista a Juan Goytisolo, en El País, 26 de Junio 1997.
[1] Muñoz, Antonieta. Entrevista a Teum van Dijk. En:
http://www.discursos.org/Entrevista+Mensaje+con+Antonieta+Mu%F1%F3z.pdf
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