
Ximena Valencia Soto *
Según el informe anual del Foro Económico Mundial, Chile, de un total de 135 países sometidos a evaluación, descendió del lugar 46 que ocupaba en el año 2011 al lugar 87 en materia de género. Uno de los factores que incidió en dicho descenso fueron las condiciones laborales de las mujeres en comparación con las de sus pares masculinos: las oportunidades en el empleo, el acceso a puestos directivos, las brechas salariales, entre otros.
En el presente artículo pretendo cuestionar las justificaciones que se han dado para explicar la discriminación a las mujeres en el mundo laboral, afirmando que la situación laboral que experimentamos las mujeres es producto, por un lado, de la invisibilización del trabajo doméstico y correlativamente el nulo traspaso de estas responsabilidades a los hombres, y por otro lado una normativa laboral que ha solidificado estas nociones.
Generalmente se afirma que la inserción laboral de las mujeres es un fenómeno más bien reciente. Pues bien, dicha afirmación no es del todo precisa: numerosos estudios realizados dan cuenta de que las mujeres trabajaban ya en el siglo XIX en nuestro país. Sin embargo, la visión que ha existido del trabajo femenino y las particularidades que tienen las trayectorias laborales de las mujeres, con tasas de participación laboral femenina oscilantes, sumado a la preocupación de políticos y parlamentarios, quienes veían en dicha situación un riesgo de desmoralización de las familias chilenas, han significado que las trabajadoras tengan una historia laboral distinta a la de los trabajadores.
Ahora, sin perjuicio de que el trabajo de las mujeres tiene ya un largo recorrido, alcanzando actualmente un 47,6% de participación, los problemas o diferencias experimentadas se han mantenido: nuestras condiciones laborales, nuestros salarios, los puestos de trabajo y las áreas a las cuales somos designadas no son los mismos que para los hombres.
Efectivamente, hay áreas económicas que son claramente feminizadas, tales como el trabajo doméstico y la enseñanza. Lo anterior es muy relevante, ya que según los datos aportados por la Fundación Sol, más de la mitad de las mujeres que se desarrollan en el trabajo doméstico no cuentan con contrato de trabajo. Asimismo, las mujeres son menos contratadas formalmente que los hombres, y muchas veces, debido a las responsabilidades domésticas que tienen, deben laborar menos horas, lo que se refleja posteriormente en las remuneraciones percibidas. De hecho, de acuerdo a datos aportados por la Dirección del Trabajo, el sueldo de las mujeres suele ser un tercio inferior al de los hombres.
Motivos para explicar esta situación abundan: que no tenemos las mismas capacidades que los hombres, que no tenemos la misma «entrega», que «salimos más caras»; motivos todos que, lejos de dar solución al problema, justifican y pretenden dar «criterios de razonabilidad» a la discriminación que existe en el mundo laboral hacia nosotras. Sin embargo, la situación laboral que experimentamos las mujeres es reflejo de la división sexual del trabajo que existe en nuestro país.
Cuando se habla de la situación laboral femenina, no pueden omitirse los roles que históricamente se han atribuido a mujeres y hombres en nuestra sociedad, basados en estereotipos establecidos en función del sexo; a las mujeres les ha correspondido una función reproductiva y a los hombres una función productiva. De este modo, a pesar de que la incorporación de la mujer al mundo laboral productivo ha implicado un quiebre de dicha delimitación, lo cierto es que no se produjo como correlato una alteración en la distribución histórica de roles: las mujeres siguen estando completamente a cargo de la función reproductiva mientras comparten la función productiva con los hombres.
Asimismo, debe considerarse que la presencia de las mujeres en el trabajo remunerado ha sido regulada por la legislación laboral, principalmente a través de las normas que estructuran la «protección a la maternidad». Haciendo una revisión breve de estos derechos puede observarse lo siguiente: muchos de ellos efectivamente deben ser otorgados de manera exclusiva u originaria a las mujeres, pero muchos otros no.
Entre los derechos que efectivamente deben ser otorgados de manera exclusiva a la madre encontramos los permisos prenatal y parte del postnatal; el fundamento en ambos casos es un motivo de salud, tanto para la mujer trabajadora como para el niño o niña que está por nacer en el caso del prenatal, y parte del postnatal por la necesidad que tienen las mujeres de recuperarse físicamente tras el parto. Asimismo, parte del periodo que dura el derecho a alimentar al hijo tiene que ser otorgado exclusivamente a la madre.
Sin embargo, hay una serie de otros derechos que perfectamente podrían ser otorgados indistintamente tanto a trabajadoras como a trabajadores: el permiso para cuidar al niño menor de un año; el permiso para cuidar a un hijo o hija que se encuentra con una enfermedad grave; el derecho a sala cuna sin distinción para trabajadoras y trabajadores; el derecho a alimentar al hijo transcurrida la etapa de lactancia materna, de modo que los trabajadores también puedan generar vínculos y apego con sus hijos e hijas en sus primeros años de vida. Sin embargo, la gran mayoría de estos derechos son otorgados a las trabajadoras de manera originaria, quien puede concederlos al padre, en casos determinados y bajo ciertas circunstancias.
Ahora, efectivamente en esta materia se han producido algunos avances. El primero de ellos se produjo en el año 2005 con el establecimiento de un permiso de cinco días para el trabajador tras el nacimiento del hijo o hija. El segundo avance se ha materializado a través del permiso postnatal parental, el cual puede ser utilizado por el trabajador desde la segunda mitad de su duración, y siempre y cuando la mujer convenga en ello. Aun así puede observarse que dichos avances son bastante menores, y poco efectivos, ya que solo un 0,3% del postnatal parental ha sido traspasado a los hombres.
Generalmente se afirma que este tipo de normas son «derechos» que tenemos las mujeres; es más, muy frecuentemente puede observarse a las mujeres expresar con satisfacción que harán uso de la totalidad del permiso postnatal sin conceder parte de él al padre. Pues bien, tras dichas nociones yace la representación tradicional que nos ha instalado en la esfera doméstica y nos encarga casi de manera exclusiva las labores de cuidados de niños y ancianos y las labores del hogar, o en su defecto, pagar por esas horas de cuidado la mayor parte de las veces a otras mujeres. Es esta misma noción la que justifica que un derecho como el de sala cuna (derecho que incide directamente en la falta de contratación de mujeres por la obligación de establecer salas cunas en caso de empresas con 20 o más trabajadoras mujeres) no sea establecido universalmente para todos los trabajadores y trabajadoras de una empresa.
Siendo así, podemos observar, en primer lugar, que aun cuando la participación de las mujeres en el trabajo remunerado tiene larga data, los hombres no han entrado al espacio privado, de modo que se les sigue atribuyendo como función ser el «sostén económico»; y en segundo lugar, la normativa legal ha otorgado resguardo a las mujeres en materia de maternidad, permitiendo que esta pueda seguir estando a cargo de los cuidados familiares mientras trabaja. Resulta entonces que dichas leyes no solo han buscado establecer un resguardo legal para la mujer, sino que también han reafirmado las funciones reproductivas que «deben» seguir cumpliendo. Pues bien, transcurrido un siglo desde que se crearan las primeras normas protectoras de la maternidad, podemos observar que al día de hoy sirven de fundamento para discriminar a las mujeres en el mundo laboral. El derecho laboral ha sido estructurado en base a un modelo único de trabajador, que es el masculino exento de todo tipo de responsabilidad doméstica. Tanto es así, que autores como Eduardo Caamaño han llamado a este fenómeno el «pecado original» del derecho laboral[2].
Lo anterior es de mucha relevancia, porque precisamente este tipo de situaciones son las que impiden que muchas mujeres puedan trabajar, o que deban interrumpir sus trayectorias laborales, con las consecuencias que ello implica. Efectivamente, aun cuando la participación de las mujeres es de casi un 48%, la mayoría de las mujeres que trabajan son las de recursos económicos más altos, quienes tienen redes de apoyo de cuidado mayor, o más acceso a contratación de servicios de cuidado. Por su parte, gran parte de las mujeres más pobres no trabajan remuneradamente, derivando esto en una feminización de la pobreza.
En definitiva se ha operado por más de un siglo bajo la base de que el trabajo femenino es un fenómeno reciente, al cual debemos «adecuarnos» y adaptarnos de a poco. Los gobiernos de turno y parlamentarios promueven constantemente nuevas medidas que ayuden a las mujeres a salir del estado de discriminación en que se encuentran, sin hacerse cargo de la realidad que subyace a él: una atribución de roles tradicionales a la que no se quiere renunciar.
Si bien se han establecido políticas y normas que buscan disminuir la brecha existente entre las condiciones laborales de las mujeres y hombres, tales como la instauración de una política de «igualdad salarial» para mujeres y hombres, o el bono para la contratación de mujeres impulsado por este gobierno, estas políticas serán inútiles si se mantiene el vicio estructural de todas estas: invisibilización del trabajo doméstico y responsabilización exclusiva del mismo para las mujeres. Siendo así, el Estado tiene una deuda pendiente con las trabajadoras y los trabajadores; tal como ha afirmado la OIT, «la autonomía de las mujeres será declamatoria en tanto no se establezcan políticas efectivas, infraestructuras y esferas de cuidado que involucren no solo a los hombres en condiciones de igualdad de responsabilidades, sino que también al Estado y a las empresas privadas»[3].
Que Chile ocupe el lugar 87 respecto del grado de equilibrio que han logrado alcanzar ambos sexos en distintos ámbitos de la vida da cuenta de que no se ha tratado la temática de género en profundidad, ni se ha logrado desarrollar una política adecuada al respecto, cuestión que debe ser cambiada si es que existe un interés y disposición real para alcanzar condiciones laborales decentes para trabajadoras y trabajadores. No es posible plantear un mecanismo real y efectivo para superar las diferencias en las condiciones laborales de las mujeres, si es que no se enfrenta el tema con sinceridad. Una regulación correcta pasa necesariamente por la modificación de los roles tradicionalmente establecidos en nuestra sociedad.
* Abogada
[2] Para más detalle ver: CAAMAÑO Rojo, Eduardo. Mujer y Trabajo: Origen y ocaso del modelo de padre proveedor y la madre cuidadora, Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso XXXIV. Valparaíso, Chile, 2010.
[3] OIT y PNUD. Trabajo y Familia: Hacia nuevas formas de conciliación con corresponsabilidad social. Oficina Internacional del Trabajo y Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Santiago, 2009.
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