
Por Cynthia Shuffer[*]
Mi viejo estaba sentando en la mesa del comedor de mi casa hablando sobre algunos detalles de la Guerra del Pacífico. Me trataba de explicar las posturas políticas de los historiadores chilenos, peruanos y bolivianos. Hace tiempo que venía leyendo sobre el tema, incluso me comentó que había encontrado material audiovisual en internet. El viejo me miraba fijo, su bigote se agitaba mientras pronunciaba palabras como monopolio, campañas terrestres y especulaciones salitreras. Me di cuenta que las pecas de su cara han ido aumentado con los años, tanto así que le creció una gran mancha marrón cerca del ojo izquierdo producto del sol. Una expresión muy familiar.
La explotación capitalista y las cartas entre Recabarren y los trabajadores bolivianos se iban entrecruzando con las canas, las manchas y los dientes chuecos. Mi viejo tiene los ojos cansados, sus párpados inferiores son como dos sacos de carne. Su color de piel, moreno rojizo, se acentúa mientras envejece. Aún recuerdo que, cuando fuimos a la playa por primera vez, descubrí el contraste entre el color de su cara y brazos con el resto de su cuerpo. Redondo y blanco con unos puños oscuros. En 1985, Bolivia tenía un puerto llamado Cobija, me decía, es lo que ahora conocemos como Antofagasta. El viejo vivió gran parte de su infancia en esa misma ciudad, mis abuelos tenían una casa en la calle Esmeralda. Allí vivieron Delia y Jacobo con sus hijos Guillermo, Carlos y Ximena. Mi padre es el mayor.
Alguna vez me contó que se movían constantemente por el desierto. Durante décadas migraron entre el norte grande y el norte chico, asentándose en las capitales. La ciudad de Copiapó emergía entre historias impensables para mi: mi viejo vivía solo, tenía 10 años y sus padres habían decido viajar por trabajo, dejándolo a cargo de su vida. Me acuerdo que me contaba cómo había resistido a la soledad, orgulloso de su independencia, de cara al sol y al hambre. Debemos considerar, queridos compañeros, me decía, que todos los que pertenecemos a la clase trabajadora, no podemos contar con más apoyo que el que pueden proporcionarnos nuestros hermanos. Yo no sé qué tan cercanos fueron entre ellos. Tengo el recuerdo de una relación bastante distanciada. Si me acuerdo que alguna vez me contaron que el viejo defendía a puñetazos cualquier ofensa contra sus hermanos. Era un pendenciero. Me imagino que por el honor familiar.
Luego de las elecciones del 70, el viejo y mi abuelo conocieron a Allende. Siempre he creído que son cuentos de ellos dos. Por esos años, muchas personas alardeaban con historias parecidas. Me contó que estaban en el casino de la minera, comiendo y bebiendo, cuando llegó el presidente. Mi abuelo por entonces tenía un trabajo fijo, dejó de buscar piedras preciosas en agujeros dinamitados por él. Años antes se adentraba en los cerros, a veces por su cuenta, otras con algún acompañante. Entre sus trofeos guardaba, celosamente, una escopeta, un cartucho y unos binoculares japoneses marca Phoenix. A mi viejo le gustaban mucho las armas y los bandidos del lejano oeste. Cada vez que encontraba una oportunidad, le robaba la escopeta a mi abuelo para salir a jugar al cerro. A pesar de no estar cargada, mi abuela sufría cuando lo encontraba hablando solo, escondido detrás de una piedra o un arbusto. De pronto, mi viejo respira fuerte y mira por la ventana. Me pregunta si estoy entendiendo su punto. Le respondo que claro. Entonces vuelve a la conversación y retoma el dibujo que hacía con los dedos sobre el mantel, indicándome los límites del tratado de 1866.
Me contaron que su perro se llamaba Roy. Parece de raza, pero en verdad es un quiltro grande que siempre se creyó el jefe de la manada. Roy corre, mi viejo lo sigue de cerca, mi tío apura el tranco sin entender hacia donde se dirigen y mi tía camina detrás de ellos, más bien alejada. La familia Edward, apoyada por empresarios ingleses, exigía la intervención del gobierno de Aníbal Pinto, pues no querían pagar impuestos a Bolivia. En el cuento de mi viejo, un buque de guerra subía hacía Antofagasta desde Caldera, mientras, yo pensaba en el trayecto de mi familia paterna hacia el sur, en dirección opuesta. La Delia y Jacobo están enterrados en el Cementerio Municipal de Antofagasta. Mi viejo fue el único que se mudo a Santiago, a pesar de que mi tío tiene una casa acá y viaja seguido. Mi tía se quedó en el caserón de la calle Esmeralda. La peste de la riqueza fácil, insistía, las corrupciones que atentaron contra la integridad de las personas. Mi viejo seguía mirando la mesa, mientras abría lo ojos y movía el bigote. Zegers, Mac Iver, Walker, Altamirano, todos enemigos de Balmaceda. Manchas, pelos, dientes chuecos.
La casa tenía una escalera de piedra, ventanas pequeñas y rejas de madera. Los días calurosos y húmedos se sienten aún más calientes que los días calurosos y secos debido al alto nivel de agua en el aire. 1956 fue un año bisiesto y húmedo, mi viejo cumplía 8 años hace dos meses. Me da la impresión que los niños retratados en el pasado se ven más viejos de lo que en verdad son. Los rastros de tierra en los zapatos y en la ropa permiten imaginar el juego de vaqueros interrumpido por la fotografía. Mi papá, finalizaba su relato de la guerra mirando nuevamente por la ventana. Ese día me regalo una copia de esta foto, donde observaba seriamente la cámara de mi abuela, posando con la escopeta del Jacobo.
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[*] Artista Visual y Pedagoga de la Universidad de Chile. Doctoranda en el programa de Estudios Americanos del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA-USACH). Docente de la carrera de Pedagogía en Educación Media de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.
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