Manifestación y represión: una discusión pendiente

* Juan Carlos Sharp

En cuestión de minutos, el Gobierno de Chile echó por tierra medio siglo de consagración de uno de los derechos políticos -de esos que nos garantizan el derecho a exigir derechos- más esenciales en una democracia: la libertad de reunión, de expresión pública de ideas, gusten o no a la Administración de turno.

“El tiempo de las marchas se acabó”

Si en Chile un grupo de personas desea realizar una manifestación o reunión en un lugar público, digamos porque quieren celebrar alguna fecha importante o porque no les parece el alza del precio del pan, tiene que pedir permiso a la autoridad para hacerlo. En su solicitud tiene que individualizar a los organizadores, señalar cuál es el objeto de la manifestación, su lugar o recorrido, el lugar en que se hará uso de la palabra y quiénes lo harán. Si no lo hace o su solicitud es rechazada (porque a la autoridad le parece que perturbará el descanso o recreación de otros o porque la manifestación afectará sectores plantados), la concentración será impedida o disuelta por las Fuerzas de Orden y Seguridad.

Todo lo anterior pese a que el propio encabezado del Decreto Supremo firmado por Pinochet que regula tal situación, nuestra Constitución Política y la Convención Americana de Derechos Humanos ratificada por Chile, garantizan a todas las personas el derecho “a reunirse pacíficamente sin permiso previo y sin armas”.

Si tal situación de flagrante vulneración de un derecho fundamental ya resulta incomprensible en un Estado que se dice Democrático y de Derecho, más insólita resulta todavía la idea que de este derecho tiene el Gobierno de Chile.

El día 3 de agosto en La Moneda, el Ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter anunció que no se autorizaban las marchas estudiantiles del día siguiente pues a su juicio, “el tiempo de las marchas se acabó” y entre otras, porque “(como Gobierno) hemos hecho una propuesta amplia, grande y generosa para debatir los temas de educación que nos interesan”. [1]

En cuestión de minutos, el Gobierno de Chile echó por tierra medio siglo de consagración de uno de los derechos políticos -de esos que nos garantizan el derecho a exigir derechos- más esenciales en una democracia: la libertad de reunión, de expresión pública de ideas, gusten o no a la Administración de turno. Las motivaciones del tipo de las del Ministro del Interior son prohibidas tanto por la Convención Americana como por nuestra Constitución. La pertinencia o no de una marcha es un juicio garantizado a cada ciudadano, a cada habitante del país que no puede ser políticamente ponderado por autoridad alguna.

“Mientras me pegaban me decían que me harían desaparecer como en la dictadura”

Hace 4 meses los hechos de violencia a manos de efectivos policiales eran vistos por el grueso de nuestra sociedad como cosa marginal o propia de algunos pocos en algún recóndito lugar del país en una población tomada por narcotraficantes. “Es cosa de ver la policía de los otros países latinoamericanos, esos sí que son violentos y mafiosos” es común escuchar a poco andar de una conversación en la materia.

Y es que un comunero mapuche asesinado o un indigente torturado en un carro policial, vistos como casos aislados, parecen representar no más que el margen estadístico de error que toda institución humana debe soportar. En el mejor de los casos, se da de baja a un par de efectivos policiales, se condena los hechos en la prensa y todos tan tranquilos como siempre. Pero el asunto nunca será el mismo desde que la población repiqueteó una vez más sus ollas, en contra esta vez de la institución que perseguía el 4 de agosto a punta de palos y bombas lacrimógenas a estudiantes en todo el país.

Y es que no es para menos. Las sucesivas marchas estudiantiles dejan tras de sí una huella ampliamente documentada -en su gran mayoría de forma pública a través de redes sociales e incluso medios de comunicación formales- de irregularidades y abusos del actuar policial frente al control del orden público que no sólo arrojan patrones comunes sino además indicios de una actitud institucional, sea esta activa o pasiva. Los testimonios, recursos audiovisuales y denuncias públicas apuntan a la existencia de un frecuente uso de fuerza excesiva o fuera de mínimos parámetros de proporcionalidad; una cantidad no menor de casos muy graves de apremios ilegítimos o tortura; y la ejecución, legitimada por la Administración, de procedimientos ilícitos.

En cuanto a este último, llama particularmente la atención el generalizado empleo del Control de Identidad regulado en el artículo 85 del Código Procesal Penal como una verdadera “detención por sospecha” (2), una privación de libertad ilegítima que a vista y paciencia de todo el mundo permite que en Chile personas sean retenidas en unidades policiales sin que se les impute cargo alguno y sin que se les realice nada más que una verificación de su identidad. [3]

No menos preocupante resulta el nivel de agresividad y encono constatado en las dos primeras situaciones, dentro de las cuales figuran como víctimas sobre todo menores de edad. El amedrentamiento y la brutalidad aquí son la tónica de una actitud incomprensible e injustificable que ya no resiste como explicación el que se trate de “casos aislados” o “sujetos apartados de la institución”, ni como medidas suficientes, la remoción de efectivos directa o indirectamente involucrados. La cantidad de denuncias -y la extrema gravedad de muchas de ellas- que diversas organizaciones sociales y de derechos humanos, internacionales inclusive (4), reportan a la fecha, simplemente no se ajustan a la noción profesional y de excelencia que el Estado y el Gobierno de Chile en las últimas décadas ha promovido de una institución militarmente jerarquizada y disciplinada como es Carabineros de Chile.

Sin duda estas organizaciones deberán jugar un papel fundamental en el proceso de discusión pública que tendrá lugar en los próximos meses. En él, se deberá abordar necesariamente la formación de los efectivos policiales, su evaluación y contención sicológica y la eficacia en cuanto a control se refiere de la propia cadena de mando. Así mismo, la vergonzosa situación de que aún en Chile los delitos cometidos por uniformados contra civiles sean vistos en Justicia Militar y la clarificación plena de la relación de la Administración con la fuerza pública en procedimientos como los adoptados el 4 de agosto y en general, frente a toda manifestación ciudadana.

Otro legado de los estudiantes chilenos.

Extenso y aún indeterminado es el legado que los estudiantes están heredando -conscientes de ello o no- al futuro del movimiento social y al desafío de democratizar el país. Gracias a su particular visibilidad y credibilidad, el movimiento estudiantil ha conseguido que en la intimidad de los hogares chilenos y en el seno de la todavía precaria organización social se instalen con fuerza tópicos que hasta ahora la hegemonía había conseguido mantener a raya del debate público sembrando confusión, miedo e incluso adhesión.

El lucro, el costo de los derechos sociales, “el chorreo” del crecimiento económico, la necesidad de la organización de base y la presión en la disputa política son materias que sin duda han saltado desde la demanda sectorial a la contradicción con el sistema en su conjunto, con una profundidad y alcance que hasta ahora otros movimientos sociales no habían conseguido. Entre estas cuestiones, las inéditas marchas y concentraciones estudiantiles han puesto sobre la mesa la necesidad de abordar la configuración del derecho de la manifestación pública en nuestro país y con él, el actuar de las Fuerzas de Orden y Seguridad.

Ni los asesinatos en la Araucanía ni la violencia en Isla de Pascua habían conseguido lo que el 4 de agosto y tantas otras ocasiones en los últimos meses han conseguido: Como despertando de una larga resaca, Chile ha constatado -¡al fin!- en la lucha de sus estudiantes que nuestro “Estado Democrático y de Derecho” es más bien un Estado policial, intransigente y fuertemente autoritario que expresa la voluntad de una minoría del país, no sólo a través del sistema binominal o de los medios de comunicación sino que también, por medio de la violencia y el amedrentamiento que esta está dispuesta a ejercer sin miramientos para reprimir, disuadir y anular toda manifestación pública de descontento y divergencia.

— — —

* Juan Carlos Sharp: Estudiante Facultad de Derecho, Universidad de Chile

[1] Audio en: http://www.youtube.com/watch?v=KzJNd3jKtcM&feature=related Noticia en diario La Tercera 3.8.2011:
http://latercera.com/noticia/nacional/2011/08/680-383955-9-gobierno-resuelve-no-autorizar-marchas-por-la-alameda-convocadas-para-este.shtml [Consulta al 23.9.2011] El día 4 de agosto de 2011, a propósito de la prohibición de marchar dictada por el Ministro del Interior, Carabineros de Chile adoptó en diversos de puntos del país procedimientos preventivos propios de un estado de excepción constitucional. Con motivo del control del orden público, en determinados sectores se restringió la circulación y se prohibió absolutamente la congregación pacífica -incluso en parques y paseos peatonales- de determinadas personas.
[2] Institución derogada en 1998 que facultaba a la policía a retener a una persona hasta por 48 horas, por disimular su identidad o prestar motivo fundado para atribuírsele malos designios, antes de ponerla en presencia de un juez.
[3] El artículo en cuestión prescribe que el Control de Identidad debe ser realizado en el lugar en que es requerida la persona, la que sólo puede ser conducida a la unidad policial más cercana en caso de que no pueda o se niegue a identificarse.
[4] UNICEF, Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre otras.

Comentarios

Comentarios

CC BY-NC-SA 4.0 Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Be the first to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo no será publicada.


*