Los miles de personas

* Rosario Carmona

«No estoy de acuerdo con lo que me dices, pero lucharé hasta el final para que puedas decirlo«.
Voltaire

Hace unos días, nuevamente me vi intentando retener los cambios en la escritura propuestos por la Real Academia Española. Muchos de ellos son avalados por una modificación que se produce orgánicamente en su pronunciación, y otros a criterios que tienen que ver con un consenso respecto a su escritura. Aunque en gran parte tales modificaciones se relacionan solo con la forma, algunas de las nuevas normas me originan diversas emociones –puedo confesar, por ejemplo, la risa que me produjo un titular en Internet que decía: «el mánayer sexi practica yudo de esmoquin, usa pirsin y lleva cáterin al campin si hay cuórum» [1] , o una especie de alivio al leer que desde ahora «papa» se debe escribir con minúscula, o la confusión hacia la respuesta entregada a las propuestas feministas, ya que inevitablemente las formas materializan ideas, sobre todo cuando hablamos de palabras.

Pensando en los cambios de nuestra lengua entonces me pregunto, ¿debemos creerle a las palabras siempre? ¿Dicen ellas lo que esperamos comprender o a veces esconden un sentido más profundo que incluso contradice su propio dictamen?

Creo que no tiene mucho sentido intentar comprender las palabras aisladas, y no simplemente porque requieren de algunas otras para conformar un enunciado, sino que de muchas más, dichas por otros, para conformar una respuesta. Las palabras y su uso son la materialización de nuestra convivencia, es ésta la que las carga de un sentido que quizás en otro contexto no tuvieron, o que incluso, después no tendrán. Este devenir rehace constantemente nuestra comprensión de ellas, arrojándonos de vez en cuando algunas que llegan a combinar una especie de doble filo.

Mi intención de escribir hoy, de acuerdo a lo anterior, surgió a partir de una discusión en torno a la noción de tolerancia, en la que muchos percibimos, detrás de una fachada inclusiva, una insistencia en la segregación. La palabra tolerancia muchas veces es propuesta como una solución casi mágica o instantánea a las situaciones en que ponerse de acuerdo no es una opción, por lo que implícitamente hace referencia a los conflictos de convivencia, tanto los íntimos como los sociales. Por lo general, es uno el que tolera al otro, demarcando inherentemente la diferencia con una carga peyorativa. Tolerar es similar a decir: «acepto tus diferencias, pero se qué tengo la razón», como si la diferencia sólo se midiera desde un lugar. Como si ese uno, el que tolera, no fuera en relación a miles diferente, es decir, un otro entre otros. En el fondo, proponer la tolerancia es simular un respeto a la mera existencia de la diferencia, pero no un respeto al otro, que es su esencia. Ya que en el fondo tolerar es situar la propia identidad –otra palabra ambivalente— como la mejor o incluso la única manera de relacionarse con el contexto, y la identidad de aquél que se denomina diferente, como exigua alternativa.

Ahora, a pesar de creer en la ambigüedad de tales términos, tolerancia e identidad no sostienen en sí mismas una carga moral o ideológica, sino que es su materialización la que abre la pregunta. Es decir, no es un problema que nos sintamos pertenecientes a un grupo, ya que la identidad es necesaria al momento de tomar una posición ante el mundo. El problema aparece cuando no se piensa de dónde proviene tal posición, concibiéndola como estática, permitiendo que la estrechez del pensamiento la afirme como la única posibilidad frente a la cual las otras no ameritan más que ser soportadas, toleradas. Sin embrago, al igual que el lenguaje, la identidad no es nunca fija: se constituye precisamente a través de la herencia y el intercambio.

Aunque la identificación resulta determinante en nuestra constitución como individuos y para desenvolvernos en sociedad, olvidamos muchas veces que son precisamente las diferencias las que nos impulsan a desarrollar el comportamiento, y que afirmarse mediante las similitudes con los pares es desde ya un reconocimiento de que entre nosotros tales diferencias existen. Olvidamos que ese orden que tanto defendemos es producto de constantes mezclas que se pusieron en crisis una y otra vez anteriormente, y que ese lugar en el que tan seguros nos sentimos no es más que una efímera parada en el transcurso de nuestra vida. Porque la identidad nunca estará completa, definida o fija, y no solo por el hecho que nuestros modos de convivencia cambien constantemente, si no porque también éstos se nutren de las interpretaciones y representaciones que aquellos que se excluyen hacen a través de la contigüidad, aunque varios quieran obviarlo.

La identidad colectiva se hace posible mediante un pasado en común, debido a esto la inexistencia de una coincidencia temporal y geográfica entre dos o más grupos llevará, obviamente, a cada cual a una estación distinta desde donde observar la vida. Comprender esta movilidad implica reconocer que un pasado que no es común puede conducir a un futuro que sí lo sea, y eso muchas veces pareciera aterrorizar, haciendo de las diferencias un abismo entre unos y otros, camuflando el hecho que, incluso mediante la discriminación, ambas identidades se están reformulando a cada instante.

La identidad por lo tanto, no es un privilegio que se nos otorgue, sino que es algo que construimos a partir de la experiencia, pero también a través de enunciados, a través de palabras.

Los códigos culturales a los que nos podemos aferrar no provienen más que de una reiteración que en un punto deja de cuestionarse, pero que tuvo un origen en algún momento. Y si ninguna idea, concepto, palabra o letra siquiera proviene de la nada, ninguna identidad tiene la autoridad suficiente de asignarse a sí misma el carácter de norma.

Basta observar a grandes rasgos la Historia para reconocer una seguidilla de conquistas y dominaciones que anulan el pasado de quienes se consideran diferentes. A veces la diferencia es incluso explotada como rareza, sosteniendo instituciones como circos, museos e inclusive zoológicos humanos que avalan la ignorancia como sistema de conocimiento. Y lo doloroso es que tal contradicción concibe nuevas identidades. Sin embargo, en muchos hoy la conciencia del otro es distinta, el dolor de los demás puede despertar esa humildad que el mundo que habitamos tanta veces intenta dopar mediante prácticas individualistas. Y la humildad trae consigo la inestabilidad de los posicionamientos, instalando el cuestionamiento de la propia identidad como una lucha contra la estrechez del pensamiento, y así, desarrollar la capacidad de pensarse a uno mismo como otro.

Las diferencias por lo tanto no deberían replegarnos a la toma y defensa de nuestra postura, ni menos al enjuiciamiento y desmedro de las de otros, sino que las diferencias pueden recordarnos que somos capaces de cambiar, una y otra vez, y eso inevitablemente contiene la posibilidad de ser mejores, y no en el sentido autoritario, el sentido que tolera, sino que en el de la felicidad.

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* Rosario Carmona: Licenciada en Artes Visuales de la Universidad de Chile y Magíster en Artes Visuales de la Universidad de Chile. Actualmente cursa Magíster en Antropología en Universidad Academia Humanismo Cristiano. Vive en Santiago, Chile, donde se ha desempeñado como docente de Pintura e Historia del Arte en las Universidades Andrés Bello, del Desarrollo, Uniacc, Diego Portales y Tecnológica.

[1] La red 21, Cultura: http://www.lr21.com.uy/cultura/1025880-rae-actualizo-el-manayer-sexi-practica-yudo-de-esmoquin-usa-pirsin-y-lleva-caterin-al-campin-si-hay-cuorum

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