
* Danilo Ahumada
La noción misma de «pueblos originarios», denominación «políticamente» correcta para hablar de los indígenas en América Latina, nos sitúa ante un problema de difícil solución. Esta dificultad que se nos presenta cuando pretendemos nombrar a un pueblo que habita estas tierras, antes de la llegada de los españoles, nos remite a antiguas batallas culturales y simbólicas. Se trata de un término que no es neutro ni inocente.
Las siguientes palabras no pretenden recuperar la pureza nominante de alguna originaria civilización primitiva. Tampoco es un gesto de homogeneización capaz de estandarizar los significados. La idea es aportar a la construcción de nuevos significantes que nos permitan reconocernos como sociedades atravesadas por la herida colonial, estructurar una crítica a la matriz colonizadora que nos impuso sus lenguas, sus nombres, sus gramáticas y sus miradas.
La expresión «pueblos originarios», en el caso de Chile, es un concepto relativamente nuevo que comenzó a ser utilizado a principios de los años 90 con el retorno a la democracia. Anterior a ello, los pueblos originarios eran concebidos en los libros de historia y en el discurso oficial de la dictadura como los antepasados, como los pueblos que habitaron antes de la llegada de los españoles, sin mencionar que continuaban resistiendo a los avatares del sistema económico-político que los obligada a asumir formas de vida diferentes a su cosmovisión del mundo. Es el caso del pueblo Mapuche, llamados araucanos, denominación española utilizada para señalar a la gente de la tierra. Con la llegada de la democracia los gobiernos de la Concertación comienzan a revalorizar al Estado como espacio institucional y ético-político, asumiendo las demandas de los pueblos originarios y la deuda que se mantenía con el pueblo Mapuche. Sin embargo, las políticas se generaron mirando al «otro» como un ser inferior, lógica de lo subalterno, con la permanente sospecha de que el otro no es tan humano como yo. Aparece la idea del otro como maléfico. Se comienza a pensar el espacio social como un lugar homogéneo, bajo la idea de que todos somos chilenos, que todos tenemos los mismos derechos, dejando de lado la heterogeneidad que tiene por esencia cualquier espacio social. En esta lógica comienza la devolución de tierras a las comunidades, usurpadas luego de la invasión del ejército chileno en el año 1891, cuando los grupos de poder y la burguesía agraria del siglo XIX, con su proyecto militar, incorporaron por la vía violenta el territorio ancestral mapuche al sistema de producción capitalista, lo que permitió, a su vez, culminar con el proceso de formación del Estado chileno.
Como resultado de esta incursión militar, el Estado impuso las reservas, desplazó a la población de sus espacios originales y remató la mayor parte del territorio indígena beneficiando a colonos criollos y extranjeros que se apropiaron fácilmente de las tierras. Las 10 millones de hectáreas que correspondían al territorio mapuche antes de la ocupación militar hoy están reducidas a 500 mil.
Los gobiernos de la Concertación, a través de los organismos creados para la devolución de las tierras y el reconocimiento de los pueblos originarios, impulsó una serie de políticas públicas que terminaron con las comunidades desplazadas. Con la idea de homogeneizar, fueron trasladadas a espacios reducidos y obligados a «urbanizarse». Sin embargo, las comunidades se resistieron y radicalizaron sus posturas, exigiendo la devolución de las tierras usurpadas. Ante estas exigencias los gobiernos de la Concertación cambian el discurso, validando la lógica del otro como maléfico; el mapuche pasa a ser considerado terrorista por el propio Estado. En los gobiernos de Lagos y Bachelet se invoca la ley antiterrorista que persigue y condena a los comuneros mapuches y se solicitan penas que superan los 100 años de cárcel para ese «otro» ahora concebido como terrorista.
Desde la lógica homogeneizante del concepto del «nosotros», la noción de «pueblos originarios» no es un término neutro ni inocente. Durante muchos años los indígenas fueron confundidos con los campesinos e inclusive en nuestros días resulta difícil establecer la línea divisoria entre unos y otros.
La llegada de la Unidad Popular en el año 1970, encabezada por Salvador Allende, generó grandes expectativas entre los pueblos originarios. Pero pese a que se crearon condiciones para que las comunidades indígenas fueran parte del proceso de reforma agraria, el Estado nuevamente homogeneizó a los campesinos y mapuches, confirmando que las políticas desarrolladas por los partidos políticos no interpretaban la demanda desde una perspectiva de sociedad indígena y pueblo propiamente tal.
Podríamos señalar que el gobierno de Allende y los gobiernos concertacionistas «progresistas» han construido su política bajo la mirada occidental, entendiendo la lucha de clases entre explotados y explotadores sin lugar para la posibilidad de un «otro» distinto. Y es que en toda sociedad colonizada los grupos de poder fueron conformados por diversas fracciones de la oligarquía blanco-mestiza, que traza una serie de estrategias de dominación. La oligarquía chilena forma un Estado social colonialista, en la que los grupos de izquierda y de derecha -o liberales y conservadores- tendrían la misma matriz colonizadora. Desde aquí podríamos entender la contención que han realizado los gobiernos, frenando los procesos de recuperación de tierras de las comunidades mapuche.
El mapuche ocuparía el lugar del extranjero, es «otro» peligroso, que está fuera de la ley y que atenta necesariamente con lo establecido.
Durante los últimos años se ha instalado el discurso de la inclusión multicultural, la tolerancia hacia el «otro», sin embargo, opera también como mecanismo de poder. Para la tolerancia el otro es inaceptable. Y si bien es cierto que hay avances en políticas contra la exclusión y discriminación, estas siguen implicando la asimilación de las minorías por las mayorías.
Se trata de la presencia de un complejo de superioridad. La política de inclusión proviene de otro que considera al mapuche como inferior. La política social dominante es quien fija la identidad, y esta última a su vez es construida desde afuera hacia adentro, dejándonos a todos en un lugar común. Desde esta lógica, el pueblo mapuche no tendría la capacidad suficiente para comprender y menos para elaborar políticas públicas.
En este escenario comienzan a aparecer los ecos de aquellas voces sepultadas y silenciadas que siguen asediando el mundo de los vivos, recordándonos que el pasado insiste con su reclamo de justicia.
La colonización trajo como consecuencia, entre otras cosas, que la religión monoteísta barriera con sus cosmovisiones y que el moderno Estado burocrático desplazara a las arcaicas organizaciones «socialistas». El sur de América fue concebido como proveedor de recursos naturales y mano de obra barata.
La instalación de empresas forestales en territorios ocupados ancestralmente por comunidades mapuche ha generado daños irreparables, ya que han dividido a las familias que antes compartían un mismo territorio. La familia es la unidad base de la organización social de estos pueblos. Por otra parte, la plantación de pinos y eucaliptos secan y contaminan las napas subterráneas ya que son especies introducidas que se dan en condiciones de humedad, y que por lo tanto consumen una alta cantidad de agua, provocando sequías en las napas subterráneas y la inutilización de los terrenos, grave problema para las comunidades que desarrollan su vida en torno a la tierra. Las comunidades hoy viven en espacios reducidos, ya no consiguen sus plantas medicinales y la tierra es cada vez más esquiva para las plantaciones de papa, principal recurso de este espacio territorial.
Las condiciones de pobreza son extremas. Sin tierras productivas para ser trabajadas y subyugados a las forestales que mantienen el control económico y militar en la zona, algunos comuneros son contratados por las empresas madereras como mano de obra barata. Los comuneros realizan el conjunto de las tareas que no pueden ser confiadas a la automatización y que pueden ser ocupadas por cualquier humano. El mapuche asume la condición de obrero y es obligado a incorporar nuevos modelos de producción.
Para poder entender el tema de la identidad en nuestro continente es necesario indagar e interpelar la construcción de un «nosotros», un desafío problemático ya que cuando intentamos unificar voces, aunar criterios, se asume el riesgo de homogeneizar lo irremediablemente diverso y resistir a la humana tentación de transformar al «ellos» en un enemigo a vencer, conquistar, asimilar o normalizar, es decir, la tentación de convertirlo en «nuestro» otro, en nosotros.
Es necesario dejar de lado la búsqueda de re significados para denominar a nuestro continente y aquellos pueblos que estaban en estas tierras, antes de la llegada de los colonizadores. No se puede vivir tratando de reemplazar un signo por un nombre liberador y descolonizado.
«Así, cada cultura es un trayecto en la visión del sueño del universo, nos dijeron. El mundo es como un jardín, oí después. Cada cultura es una delicada flor que hay que cuidar para que no se marchite. A veces pueden parecernos semejantes, pero cada una tiene su aroma, su textura, su tonalidad particular. Y aunque las flores azules sean nuestras predilectas ¿qué sería de un jardín sólo con flores azules? Es la diversidad la que otorga el alegre colorido a un jardín. Tal como la expresión de esa diversidad, el diálogo de sus pensamientos, es lo que nos permite y nos seguirá permitiendo la más enriquecedora comprensión del mensaje de los sueños»
Elicura Chihuailaf, escritor mapuche
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* Danilo Ahumada: Periodista, Licenciado en Comunicación Social, UPLA. Académico linea audiovisual UPLA. Maestrando en Comunicación y Cultura UBA. Realizador audiovisual, (El Paso del Diablo, Simulacro de Muerte, Tras la huella del Gallego Soto, etc). Muy simpático, encachao y pulento.
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