
Por Federico Rodríguez[*]
§0. Miserable al sol: una foto ibicenca. Walter Benjamin es un filósofo muy citado en Chile. Creo que una de las razones por las que se le cita tanto, y desde hace bastante tiempo, es porque escribió varias cosas que se han considerado importantes sobre «las imágenes». Claro, las imágenes, y ante todo las imágenes que quedan, ya sea porque se guardan en la cajita esmeralda de los recuerdos y se salvan de una catástrofe en alza que amenaza con destruirlo todo, ya sea porque aparecen, de repente, tras estar mucho tiempo ocultas en la maraña de la historia (o de la memoria), son «entidades» cardinales para un pueblo que ha sufrido varios golpes de Estado, diversos levantamientos militares, y dictaduras en el último siglo. Para responder a la generosa invitación de mis amigas de la Revista Rufián, me gustaría, echando el ancla en la indeterminación, decir algo sobre «la determinación de las imágenes». Andaba pensando, últimamente, en estas cinco cosas. Las suelto rápido: (1) Una imagen es una «idea». (2) Las ideas no se tienen, sino que «son dadas». (3) Lo que se da está ya ahí, en un ahí remoto o cercano, para quien puede o sabe ver, pero a veces sólo está un ratito, y si nadie lo ve, entonces puede desaparecer para siempre o, tal vez, desaparecer para volver a surgir en un determinado momento y, entonces, ser visto por otro; cuando lo que se da es recibido por alguien (y recibir, obvio, es siempre algo más que ver) eso que pasa en ese momento se puede llamar, sin aspavientos, «verdad». (4) La verdad es el nombre del «tiempo». (5) El tiempo es sólo «una imagen absoluta». Después de estas sentencias, que un benjaminiano considerará tan benjaminianas como anti-benjaminianas (cosas del amor, y de ese que escucha los murmullos de la dialéctica como se escucha, a lo lejos, bajo el cepo, a un animal herido desgarrándose la pata), no me queda más que tratar de explicarme. Por lo demás, la «imagen absoluta», la imagen en su grado máximo de determinación, aparecerá, quizá, al final. Para explicarme comenzaré con una foto que, ante todo, no es, al menos no para mí, una imagen. En realidad, todo esto no será sino el comentario, o la crítica, una especie de escritura volada más o menos distraída, de esa foto. Creo que después de una en la que el niño filósofo sale cabalgando, frente a un muelle, sobre un burro en reposo en la playa de Heringsdorf (i.e.: un balneario del Mar Báltico adonde iban las familias acaudaladas del norte de Alemania a fines del siglo XIX; esta foto es, se supone, de 1896; es decir: tres años antes de que construyeran, en ese muelle, un famoso restaurant: el Seebrücke Ahlbeck), es la que más me gusta de la colección que se conserva en el «Walter Benjamin Archiv» de la Akademie der Künste de Berlín, desde donde estoy escribiendo esto ahora mismo esta nota. Escriba en Google-Imágenes «Benjamin Ibiza». Miren la foto: ahí le tenemos, a la derecha, cuarentón, tumbado al sol, como dice ese hermoso texto suyo de la época («Al sol»), con grandes gafas negras, sobre un barquito velero, dejándose mecer por las olas, no sé si dormido, o tal vez mareado tras ejercitarse en el difícil arte de los nudos marineros, con el pantalón bien ajustado, bajo un brillante cinturón de cuero que parece no dar abasto y la camisa blanca, y ligeramente abierta, metida por dentro. La foto fue tomada mientras daban una vuelta por la bahía de San Antonio, en la primavera de Ibiza, isla arcaica, rural y más o menos pobre (en esos años), de su primer exilio. Al lado aparecen, en primer lugar, a la izquierda, pensativo, con la mirada perdida, un joven historiador francés, llamado Jean Selz, rubito y fibroso, de buena planta, con el que Benjamin pasaba las tardes en la isla jugando al ajedrez (su momento social por excelencia, escribirá); Selz le hizo a Benjamin un día un dibujito, que se conserva, en el que el filósofo es retratado, guatón, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las manos en los bolsillos (como el que avanza golpeando con el pie, sin mucha ganas, una piedra a media noche, gruñendo algo de tanto en tanto); en segundo lugar, tenemos a Paul René Gauguin, nieto del célebre pintor, satisfechamente tumbado, con la mano derecha detrás de la cabeza; al parecer, Gauguin aprendió a hacer sus grabados de madera en estas islas reinventando la técnica de los habitantes de las baleares; en tercer y último lugar, aparece un pescador de langostas, llamado Tomás Varó («Frasquito» para los amigos), visiblemente al cargo de esta peculiar tripulación, mirando el horizonte y ataviado como Dios manda. La foto (15,6 x 11 cm, Akademie der Künste, Berlín) es, probablemente, de mayo de 1933. G. Scholem, el célebre amigo de Benjamin, parece no estar bien informado; por detrás de la misma éste había escrito que ésta era de 1932 y que, además de Jean Selz, Benjamin estaría en compañía de Jean-Rousseau Noeggerath. No se sabe quién tomó la foto. No es la única que se conserva de esa época. Hay al menos cuatro más (un par en las que Benjamin aparece en medio de la plaza del pueblo, frente a la fonda «La Marina», con mucha gente) y varias postales de las islas (una, por cierto, muy bonita de un pastor con sus ovejas con la ciudad de Ibiza al fondo, sobre la colina, rodeada por la muralla y protegida por un bosquecito de pinos piñoneros). En otra foto de ese año, que también me gusta mucho, se le ve recostado en una tumbona de playa bicolor, quizá una de esas típicas de veraneo, azules y blancas; está con las piernas cruzadas y su mano derecha mece su rasurada perilla; el mar Mediterráneo se ve, soberano, atrás, a pocos pasos, y, cosa destacable en esta escena playera, Benjamin lleva una corbata. En esta otra foto se aprecia, creo, una especie de sonrisilla en su cara, como si a nuestro protagonista le hubieran contado un chiste no muy divertido (cosa que uno se imagina desde la mirada, más grave, o sincera, de Jean Selz), o como si se estuviera acordando de algo gracioso del día anterior; o, tal vez, simplemente, como si estuviera, cortésmente, respondiendo a la foto que, de nuevo, le hacían (nota: eso de no mirar a cámara y sonreír ligeramente mirando a otro lado parece gustarle). Lo llamativo es que a Benjamin le retratan varias veces en San Antonio sumido en sus pensamientos, o haciendo como el que está sumido en sus pensamientos, ya sea en el mar, ya sea frente al mar, en esa especie de peculiar odisea de espíritus alemanes por el Mediterráneo que otros, también, como se sabe, emprendieron. Ni que decir tiene que los chismorreos del pueblo (San Antonio, a 15 km de Ibiza, tenía escasos 700 habitantes en ese momento) sobre estos curiosos personajes centroeuropeos que iban llegando a una isla que apenas conocía lo que era un forastero, isla que, además, se había convertido, de repente, en habitáculo, a la vez, de judíos que se olían el percal y de nazis de veraneo, eran constantes. Cuenta Vicente Valero, poeta ibicenco, en su estupendo libro sobre estos asuntos (Experiencia y pobreza, 2001), que a Benjamin le llamaban los isleños «El Miserable». Benjamin, al parecer, nunca se enteró. Poner motes picantes es, se sabe, entretenimiento habitual de la Península Ibérica hispanoparlante y, en el sur, que Benjamin conocía, conservándose una postal de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, además, se considera ingenioso arte (esa chispita, que a veces prende entre la malicia y la coquetería) al alcance de pocos. Quizá su mote fuera puesto, muy merecidamente, después de cogerse una cogorza memorable de gin (uno especial, de 74º), al aceptar, poco después de haberle pedido a Toni, el barman, un misterioso «cóctel negro», el desafío de una valiente polaca de nombre incierto (Maria Z.), y caerse de bruces, al salir con más vehemencia de la que debía del bar Migjorn, situado en el puerto de Ibiza y regentado por el hermano de Selz. Quizá el mote le viniera de no tener ni un peso en ese tiempo. O quizá fuera, inmerecidamente, por algo más grave: ese aspecto taciturno, esas tristes maneras en donde se rumian, a veces, no sólo heridas abiertas, sino tragedias por venir. Pero nada de esto importa mucho.
§1. El secretario nazi: una imagen es una idea. Que una imagen sea una idea quiere decir, al menos, una cosa: que la imagen no es nunca nada sensible, nada palpable. Las imágenes no se tocan. O dicho de otro modo: la reflexión sobre la imagen no puede ser cosa de ninguna «estética», por depurada que la misma esté. «Lo imaginal» empieza donde acaba la estética. Toda imagen sería, pues, ideal. Pero les comentaba, que es en lo que estamos, que la foto de Benjamin es de mayo de 1933. Era la segunda vez que Benjamin visitaba la isla, en la que permanecería, esta vez, casi 6 meses: ahora no iba de vacaciones, como el año anterior (gracias a los ahorrillos de su «año-Goethe» y a la invitación de un viejo amigo de München, Feliz Noeggerath), sino como exiliado. Ibiza, por razones económicas, y por el agradable recuerdo, se convierte en el destino de su primer exilio. Quizá, elucubro, la foto fuera del 10 de mayo de 1933, quién sabe, día de la gran quema de libros por parte de los nazis en la Bebelplatz de Berlín; ya saben, cuelga de una esquina de esa plaza: «eso sólo fue un ejemplo: allí donde se queman libros se acaban quemando personas» (H. Heine). Me acordaba, paseando por allí la otra tarde, de esa foto de jovenzuelos y risueños nazis repeinados para atrás, engominados, uno de ellos mellado, que se conserva en el Busdesarchiv. Benjamin, que sí se refiere a la Ley de prensa del 30 de abril implantada por Gooebels, en ese momento, como le cuenta a Kitty Marx-Steinschneider en una carta del primero de mayo y a Alfred Kurella en otra del 2 de mayo de 1933, está leyendo a L. Trotsky (en concreto, el segundo volumen sobre la Revolución Rusa) y planea hacer, continuando con su gusto, romántico, por los escritores españoles del Siglo de Oro, un trabajo sobre B. Gracián. Lo tiene difícil porque su castellano no progresa mucho. Otro de los libros que está leyendo en mayo de 1933 es Viaje al fin de la noche de L.-F. Céline (1932). Y está preparando un trabajo. Algo de eso aparece en el texto «Sobre el lugar social del escritor francés en la actualidad», texto clave que Benjamin comienza a redactar, casi sin medios, volviendo a la escritura a mano, ese mismo mes de mayo, y que publica, en 1934, en el Zeitschrift für Sozialforschung. Una de las cosas importantes que dice ahí es que «el roman populiste no es un avance en la literatura proletaria, sino que es un repliegue en la literatura burguesa». Más curioso es que quizá este texto, como muchos otros, fuera pasado a máquina por un tal Maximilian Verspohl, un joven que posteriormente sería nombrado Staff Sergeant de las SS en Hamburgo. «Todo está plagado de espías», escribe, sin saber que al enemigo lo tiene como secretario. También está preocupado por la suerte de su hermano, el pediatra Georg Benjamin, delegado del KDP (Partido Comunista de Alemania), atrapado por las SA (Sturmabteilung), y por el futuro de su hijo, Stefan, al cual, a pesar de no poder comunicarse con su ex-esposa, espera poder sacar de Alemania. La quema de libros empezaba en España tres años después, con el comienzo de la Guerra Civil, y con los incentivos, por ejemplo, de Arriba España, un periódico falangista de Pamplona que, ya desde su primer número, en agosto de 1936, un mes después del Golpe de Estado, incitaba, citando el Quijote, a las «fogatas justicieras», fogatas que en Mallorca, ciudad que Benjamin visita varias veces, empezaban, como recuerda Manuel Pérez en su libro sobre el tema (recordándose las extendidas costumbres de la santa Inquisición), desde el primer día del levantamiento militar. Ante el avance del fuego, Benjamin, que pensaba ese mismo verano de 1936, como le escribe a Alfred Cohn, volver al archipiélago balear (pero que, esta vez suertudo, acabará viajando a Dinamarca para visitar a Brecht), publicará, también en 1936, Alemanes, un librito compuesto a partir de su colección de cartas de personajes alemanes. Georg Benjamin es asesinado en 1942 en el campo de exterminio de Mauthausen-Gusen, donde murieron, al menos, según el Ministerio de Justicia, 3959 republicanos. Franco dijo, poco antes, que no había españoles fuera de España. Muchos de estos republicanos lucharon, también, en Francia, con la Résistance. Los que sobrevivieron colgaron un cartel a la entrada del campo: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras».
§2. Casiopea, las ideas no se tienen: son dadas. Lo propio de las ideas es entregarse. Propiamente, nadie las da, sino que ellas mismas son las que se ofrecen como regalos. Los regalos, cierto, deben ser figuras de lo inesperable: rompen con la lógica del intercambio. Pero a lo que voy, no pierdo demasiado el hilo: tras levantarse a las 6.30h. de la mañana (a veces incluso a las 6.00h., aunque se iba a la cama a las 21.30h.), casi lo primero que hacía Benjamin en San Antonio, lugar, entonces, lleno de galgos errantes, era darse un chapuzón en la playa. Es difícil imaginárselo. Tiene, precavido y calculador como es, su tumbona escondida en la playa: entre las dunas. Como ahora no está muy a gusto en donde se hospeda, planea, como le cuenta a su amigo Scholem, irse a vivir a un molino sin ventanas. Piensa que hacer un agujero en la puerta sería buena solución. Se plantea, seriamente, aprender español, y se consigue, parece, el conocido manual Español en mil palabras, que, como es de esperar, no le convence. Lee a George Simenon, quizá porque afirmó haber follado con diez mil mujeres, y quiere escribir una novela negra. Comprende que con el calor es preciso dormir la siesta. Se acuerda de Paris. Entre una cosa y otra, da largos paseos silvestres al soniquete de las cigarras que nada tienen que ver con la flânerie, y está revisando, en ese momento, Infancia en Berlín hacia 1900, un libro de recuerdos que le acaba dedicando a su hijo, en el que no deja de pensar. Lo está traduciendo con Selz al francés. El joven historiador no tiene ni idea de alemán, cosa que no importa mucho. Pero el caso es que, por las noches, a veces, Benjamin se ponía a mirar las estrellas, que desde la isla debían brillar, sin contaminación lumínica, en medio del Mediterráneo, uno lo supone, de manera espectacular. Tal debía ser la impresión que, allí mismo, se pone a pensar en las posibilidades de una «astrología racional». Esas son las últimas palabras de uno de los textos, inédito en castellano, que Benjamin escribe en la isla: «Sobre la astrología», una especie de primera versión de «Sobre la facultad mimética». Esto de las estrellas, que había tenido su aparición estelar en el «Prólogo epistemocrítico» al Origen del drama barroco alemán, aparecerá luego, indirectamente, de nuevo, en una carta, curiosa, del ya citado librito Alemanes. Es una carta que Wilhelm Grimm, mitólogo alemán, inventor de la ley sobre la mutación consonántica que lleva su nombre (pero famoso, no obstante, por haber escrito cuentos para niños con su hermano), le escribe a Jenny von Droste-Hülshoff, en Kassel, un 9 de enero de 1825. Jenny estaba triste porque, como cuenta en una carta anterior que Benjamin cita, acaba de cortarle las alas a sus cisnes. De repente, en lo que es una especie de correspondencia amorosa antes del comienzo del amor (por decirlo así), le cuenta que uno de sus cisnes se llama «Patitas blancas», cosa que Wilhelm, poco dado, aparentemente, a la ñoñería, no entiende, poniéndose a hablar de ellos en un tono complemente diferente («poético»). Sin muchas explicaciones, Wilhelm le pinta la constelación de Casiopea, utilizada en cielo boreal para encontrar el norte. En el prólogo al que me refería, Benjamin escribe esa frase famosa: «las ideas se comportan respecto a las cosas como lo hacen las constelaciones respecto a las estrellas» (nota: constelación se escribe en alemán, Sternbild, es decir, «imagen estelar»).
§3. Crock: dar la verdad. Hablar de verdad suena, a menudo, mal. Peor suena hablar de verdad de la verdad. Para Benjamin la verdad era una cosa seria: hay verdades. Pero, efectivamente, las verdades no dependen de un sujeto que las vomite desde sus miasmas. Toda verdad es, en realidad, una momentánea alienación planetaria que cae petrificada, como por una mirada medúsea, en un acto de escritura. Y lo más propio de la verdad es, se comprende bien, que se escape: como cuando uno llega, a pesar de todo, casi sin aliento, dos minutos tarde a la puesta de sol. Una de la cosas que hizo Benjamin en la isla fue fumar opio. Ya había escritos varias cosas sobre el hachís en los años veinte. Jean Selz, que llamaba al opio «crock» (no confundir con «crack»), se había traído una bola desde Francia. Los Selz y Benjamin viajaron justos desde París, cruzando al frontera en un tren a Barcelona, con esa bola. No es fácil imaginárselo. Como el mismo Selz cuenta en un bonito texto ¡tenían el hornillo de porcelana!, pero no tenían el resto de instrumentos necesarios. Una de las cosas que podía estar pensado Selz en esa escena de velero fotografiada es en cómo conseguir el resto de cosas necesarias para drogarse. Como la cosa, en la remota isla, estaba imposible, se pusieron a fabricarse los útiles, gracias al bambú, y gracias, también, a un amable herrero que les fabricó, sin entender nada acerca del propósito de su misión, las agujas. En junio, al fin, cinco semanas después de la foto, se drogaron en la casa de los Selz, que era la que estaba más alta en el pueblo, en la Calle la Conquista, frente a unas ventanas que daban a la Bahía, hablando mucho tiempo sobre las cortinas («las cortinas son los intérpretes de las lenguas del viento», se lee en uno de los llamados «protocolos de investigación con drogas»). Benjamin llevaba puesto, para esa ocasión, un gorro ruso, gorro que, probablemente, sea el mismo que tiene en una foto de 1931 en Saint-Paul-de-Vence, acompañado de Gertrud Wissing y Maria Speyer. Hablaron de muchas cosas (se solían contar los sueños), y Selz se veía a sí mismo como una especie de conejillo de indias de los pensamientos del filósofo. Al despertar había una tormenta. Trataron de levantarse para cerrar la ventana. No obstante, al considerar que el esfuerzo era demasiado dadas las circunstancias, se pusieron a hablar de esa frase de P. Valéry que hay que citar más a menudo: «hay relámpagos que se parecen mucho a las ideas» (Nota: parece que la amistad de Benjamin y Selz se debilitó, hasta desaparecer, tras la referida borrachera con gin de Benjamin, que, humillado, no soportó haberse quedado dormido en las escaleras y, menos aún, tener que ser arrastrado, toda la noche, cuesta arriba, y a regañadientes, hasta la casa de Selz).
§4. Triste poema: la verdad como nombre del tiempo. El tiempo no tiene nombre hasta nombrarse tiempo. Y ese instante no es posible sino porque eso que se llama impropiamente, por mientras, «tiempo», se vuelve verdadero. Es consubstancial al tiempo ser verdadero. No hay tiempo falso. En realidad, la falsedad no tiene nada que ver con el tiempo: tiempo es (sólo) el feliz momento de la recognoscibilidad (¡ahora!). En fin, sin mucha interacción social, Benjamin, entre la naturaleza y lo arcaico, descubriendo «lo que significa una isla», se dedica fundamentalmente a dejarse llevar por su memoria, a recordar cosas. Quizá nada de su obra tardía, y de la importancia concedida a la rememoración (a través de M. Proust, a quien relee también en este verano de 1933), hubiera sido posible sin esas pasantías solitarias en la, entonces, remota isla. Escribe, así, Crónica de Berlín en la primavera de 1932, en un cuadernito forrado de piel, cuya segunda parte es sobre Ibiza. Lo hace poco antes de pedirle matrimonio a Olga Parem (una germano-rusa con quien daba paseos en barco, rendido a su sonrisa, para contemplar las puestas de sol, gracias, por cierto, a Frasquito, que, claro, tenía una nueva pega en la isla desde la llegada del filósofo), recibiendo calabazas por parte de ésta. Como consecuencia directa un tanto dramática, a Benjamin le entran ganas de suicidarse. Quizá todavía pensase en ello en esa foto marítima, al sol, de mayo de 1933. También se pone a escribir relatos, y de esa experiencia nacerá El narrador, publicado en 1936. Uno de ellos, «La valla del cactus», es sobre el primer forastero que llega a Ibiza: Iren O’Brien (Jokisch). En este cuento habla de los días de pesca, y del modo de hacer nudos marineros, cosa que era, tras la caza de lagartos, la especialidad del forastero (en realidad, era su técnica de relajación). Hay otro relato sobre la desaparición de una cartera en un bar del pueblo cuando un viajero, que estaba a punto de zarpar, iba a pagar tras tomarse unas copitas (Benjamin escribe la palabra «copitas» en castellano, le debía de gustar o hacer gracia, un par de veces en sus textos). Finalmente, en otro («La muralla», incluido en Historias de la soledad) se refiere, precisamente, a la muralla y a los pinos de esa postal, a la que me refería antes, que aún se conserva. También escribe poemas, continuando, quizá, de otro modo, ese duelo a la muerte del poeta Friedrich Heinle, un amigo que se suicidó con su novia al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Uno tiene título: «Triste poema». Y dice más o menos así: «Uno se sienta en la silla y escribe. / Uno se va cansando cada vez más y más y más. / Uno se acuesta en su debido momento, / Uno come en un debido momento. / Uno tiene plata, / que es regalo del buen Dios. / ¡La vida es maravillosa! / El corazón late más, y más, y más / El mar se pone más y más, y más, manso / Hasta el fondo». Está fechado, aproximadamente, un mes antes de la foto del velero: el 11 de abril de 1933, el mismo día en el que llega, por segunda vez, a la isla. También escribe un texto, muy extraño, titulado «Agesilaus Santander». En el mismo cuenta cómo sus padres le habían puesto, junto a su nombre judío, otros nombres, pensando que su hijo iba a ser escritor. La idea era, claro, que no se notase la judeidad. Benjamin agradece en el texto el gesto, pero afirma que, desde el primer momento, él no escribió con esos nombre (de camuflaje), sino (a plena luz) con el nombre judío, siendo ignorada la previsora medida de los padres.
§5. Anna Marie Blaupot ten Cate, nombre del tiempo. Las imágenes absolutas no son absolutas por ser la imagen de todas las imágenes. Eso no es una imagen absoluta, sino una imagen imposible: la imagen, por ejemplo, que un diosecillo trolero podría hacerse del mundo en el caso de poder ir descendiendo (a velocidad infinita) la producción total de efectos de ese mundo en reposo. El absoluto se hace y se deshace, como los castillos de arena, entre las manos torpes de los niños y la voracidad del mar. Las imágenes absolutas son, en realidad, imágenes insulares, amenazadas; imágenes un tanto misteriosas (Bilderrätsel, es decir, jeroglíficos), que flotan sobre la niebla y que guardan (para sí) el momento mismo de su constitución. Pero acabo: a Benjamin le pica un mosquito africano a finales del verano. En la habitación de los Noeggerath había trescientas moscas. En el cuartucho en el que vive los tres últimos meses, a veinte pasos del mar, donde el propietario almacenaba los muebles de la casa en construcción, hay un mosquito, uno de esos que llegan con la flama del Sahara. Aquí escribe, cómo no, «Experiencia y pobreza». Y luego, vuelve con Malaria a Paris, en septiembre de 1933. Pero se dice que, después de todo, aunque estaba también medio cojo por una herida que se hizo en la pierna (Valero dice que quizá se la hizo el fatídico día de la borrachera), no lo pasó tan mal en los últimos meses porque allí, también, entre una cosa y otra, follaba mucho con la pintora holandesa Anna Maria Blaupot ten Cate, cuyo «aliento tiene el gusto de la piedra y el metal». Se conserva en el «Walter Benjamin Archiv», también, una foto de ella (WBA 215/4): aparece sonriente, con mirada picarona, de grandes ojos gatunos, entre los pinos, en uno de esos angostos senderitos, entre las dunas, que conducen al mar. Uno va por ellos casi sin saber que el mar está ahí detrás: hasta que aparece, soberano. Anna Maria lleva una camisa de cuadros sin mangas, y unos pantalones anchos de tiro bajo. Al reverso de la foto pone: «vraie sauvage!». Se dice que eso, posiblemente, lo escribió Alfred Sohn-Rethel. Quién sabe. A quién le importa. Es muy guapa. Tanto follaban que Benjamin dejó de escribir cartas. Blaupot es, para él, la réplica femenina del Angelus Novus; es más: es «todo lo que podría amar en una mujer», a saber, «una protectora, una madre, una puta» A esta mujer, que traduce al francés «Hachís en Marsella», está dedicado ese texto, tan íntimo, tan raro, el «Agesilaus Santander»: una pequeña confesión autobiográfica y amorosa que le regala por su cumpleaños en donde puede leerse: «no hay quien me supere haciendo regalos».
Agosto de 2015, Berlín.
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[*] Federico Rodríguez es filósofo. Ha escrito un libro: Cantos cabríos (Fondo de Cultura Económica, 2015).
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