
(Construcciones de desigualdad)
* Paula Arrieta
Estas ideas de la diferencia puestas en práctica por la elite colaboran silenciosamente, y no tan contradictoriamente como suena, a los discursos homogenizadores que, conscientes de la demanda, desarrollan la oferta apropiada. Entonces estas prácticas inofensivas vuelven, en el fondo, inofensiva toda la fuerza de nuestra humanidad.
Cuando pensamos en la situaciones fallidas de la constitución de los órdenes sociales, caemos fácilmente en la tentación de establecer un ellos y un nosotros. Por ejemplo, no nos complicamos al aceptar que no somos parte de los marginados, y nos parecería hipócrita pronunciar algo del tono “nosotros, los pobres”. De igual manera, somos reacios a considerarnos parte del poder económico, y nos resultaría muy incómodo hablar de “nosotros, los ricos”. Entonces, en el caso de garantizar la validez de esa relación de distancia, ¿quiénes somos nosotros? Si bien dicha garantía puede -y debe- ser discutida, este escenario sirve para plantear el difuso espacio de la clase social de la que provengo: ¿en qué lugar quedan entonces los profesionales jóvenes asomados recientemente al mercado laboral, portadores de los privilegios de la educación en todos sus niveles a la cual accedimos con la más rotunda libertad de elección?
El problema es complejo, pues por un lado estamos lejos de ser los administradores del sistema (bueno, en honor a la verdad, unos estamos más lejos que otros), pero nuestras herramientas intelectuales y académicas nos dotan de una preparación que nos impiden ser parte de la masa forzadamente instrumentalizada. Pues ahí, entonces, aparece el primer gran rasgo de nuestra elite: la necesidad de situarnos siempre en un lugar moderado (inexistente también, a mi juicio) del paisaje social.
Así, puede alguno de nosotros pagar cifras industriales para asistir a cuanto concierto de grupo extranjero se presente, ostentar (evitando hacerlo explícitamente, obvio) una sospechosa colección de ropa en la que el factor fundamental no es el precio sino la “singularidad” de cada prenda, frecuentar bares y restaurantes particulares e incluso permitirse de vez en cuando, entre amigos siempre, una que otra expresión peyorativa, racista o clasista, y aún así nunca sentirse de la clase alta, declararse un trabajador explotado y decididamente manifestar su absoluto rechazo a lo injusto y cruel que es el sistema.
Todo el mundo tiene derecho a darse algún gusto, podría decirse, o “qué es la vida sin las frivolidades”, como explica Sheldon Cooper el por qué sólo toma chocolate caliente los meses cuyos nombres contienen una “R”. El problema aquí no radica, como siempre, en las frivolidades como tal, sino en las consecuencias que a mi juicio trae el trasfondo de esta ruta de prácticas.
En primer lugar está la gráfica inevitable que se forma al unir con una línea cada una de las situaciones nombradas, que hace referencia a una voluntad de diferenciarse del resto. La idea de la subjetividad se ve desplazada por los alcances del concepto de individuo. Los ideales modernos son productivizados indiscriminadamente en comprensiones globalizadas de las esferas del sujeto, su libertad, su singularidad. O bien, como señala Sergio Rojas en su conferencia Cuerpo y Globalización. Escalas de la percepción [1], se produce el repliegue de la subjetividad, y su actividad se limita al consumo de imágenes de lo real. El filósofo y crítico chileno va más lejos, y se aventura a nombrar esta actitud: cinismo. Ese lugar encontrado es, contra todo pronóstico aparente, visto como una conquista, como el triunfo del individuo, el ser diferente, especial. Entonces, ¿cómo vivir juntos con estas voluntades? ¿Por qué podrían ser consideradas negativas?
Lo que aparece inmediatamente es el peligro (o el hecho ya en curso, si se quiere) de la desaparición total de la comunidad; por transitividad, la relativización de los espacios públicos, concebidos como lugares de interacción entre iguales, y por tanto, el fin de la cultura. Estas ausencias son, al final, las causantes de la imposibilidad dramática de vulnerabilidad ante otros. Ahora, por ejemplo, esos espacios han sido fuertemente desplazados por las redes que la tecnología posibilita. Las comunidades son redes sociales en Internet, el espacio público, ese espacio de interacción entre nodos-individuos, y la cultura un gran arsenal de herramientas de acción digital. Como dato extra, uno de las características más observables en esta elite es la activa difusión de situaciones sociales de injusticia a través de estas redes, configurando un fenómeno al que he llamado “la militancia por Facebook”. El asunto aquí es que estas redes de interacción no tienen ningún eco tangible, no consideran el azar de cruzarse con una persona cualquiera, se trata siempre de un mismo círculo social y, lejos de generar una pertenencia, provocan una sensación de deber social cumplido, una apatía con la realidad que nos ha llevado en Chile a ver en el otro siempre una amenaza: es por eso, por ejemplo, que las protestas y marchas se han vuelto “peligrosas”, que la utopía es fanatismo o inmadurez, y que es mejor pagar más por una cerveza para garantizar la comodidad de estar en un lugar “más de mi onda”. Es mejor cuidarse, no perder el lugar que tanto nos ha costado conseguir, mantener el orden y compartir un enlace acerca de la pobreza desde el iphone en Facebook. Consumidores de imágenes de la realidad.
No se trata aquí de hacer una crítica a lo que se ha llamado la era digital 2.0; es innegable el potencial de estas redes y el poder que representan en la organización ciudadana. La cuestión se fija al ubicar estos espacios (éstos y el bar o restaurant particular, el concierto del grupo extranjero, etc) como el sucedáneo total de nuestra construcción de comunidad, el objetivo final de nuestras interacciones. Si se piensa en los intercambios casi magnéticos que produce en nuestra percepción la presencia de otros seres humanos, podremos estar relativamente de acuerdo en que estas esferas de participación significan sólo una mínima parte de la configuración total de nuestra subjetividad, más aún, confinar nuestras prácticas a aquellas instancias anulan completamente el ejercicio de ésta.
Todas estas cosas que podrían parecer datos menores, prácticas inofensivas, tienen un eco que tal vez no llegamos a dimensionar: el asunto de establecer distancias, de actuar en pos de generar diferencias insalvables entre uno y otro (aunque sea para mantenerse seguro y protegido), nos han llevado a lo largo de la historia a las situaciones más despreciables que la humanidad haya podido registrar; asimismo, estas ideas de la diferencia puestas en práctica por la elite colaboran silenciosamente, y no tan contradictoriamente como suena, a los discursos homogenizadores que, conscientes de la demanda, desarrollan la oferta apropiada. Entonces estas prácticas inofensivas vuelven, en el fondo, inofensiva toda la fuerza de nuestra humanidad.
“La comunidad de individuos nunca ha existido, sin embargo podría decirse que su inexistencia nunca había sido tan intensa como en la actualidad”, señala Rojas en la misma conferencia. En efecto, al carecer de consciencia de comunidad, la clasificación aquí ha sido hecha a la fuerza, pensada como lo que queda cuando sacamos del escenario a la clase sin posibilidad de elegir sus oportunidades y a los empresarios poderosos. Sin embargo, el gran factor común de este grupo es la enorme herencia de potencial crítico que carga, el poder del pensamiento especializado como agente de cambios, la consciencia ineludible de los procesos históricos y políticos; se trata de aquellos que nos despertamos del lado correcto del capitalismo y que, rabiosos o autocomplacientes, tenemos la posibilidad de elegir día a día la endogamia o la construcción de nuevas formas de convivencia.
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[1] Conferencia dictada el 22 de septiembre de 2010, en el auditorio de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile (Campus Las Encinas), en el ciclo “Trazos de Cuerpo”, Organizado por la Facultad de Artes, Facultad de Ciencias Sociales y Cátedra Focuault de la Universidad de Chile.
* Paula Arrieta: Santiago, 1982. Artista visual y Magíster en Artes Visuales de la Universidad de Chile. Actualmente realiza el Doctorado en Filosofía, mención Teoría del Arte en la Universidad de Buenos Aires, centrando su investigación en las relaciones entre arte, política y ciudadanía.
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