
* Catalina Matthey Engländer
En este ensayo se habla sobre cómo la identidad del individuo, algo que por lo general se asume como parte de lo privado y subjetivo, está también ligado a la sociedad y depende de su contexto para reafirmarse y rehacerse una y otra vez, llevándolo a adoptar códigos y normas que lo integren dentro de un grupo y al mismo tiempo lo confirmen como sujeto particular.
Debido a diversas razones –entre ellas, principalmente a mi situación de extranjera residiendo en México hace cinco años y a los diversos reordenamientos personales que han derivado de ello– comencé a cuestionarme acerca de ciertas dinámicas que ocurren al interior de la sociedad, en específico sobre la existencia de un variado número de códigos y normas que el individuo asume como naturales y lo llevan a modificar de tanto en tanto su propia identidad para adaptarse a circunstancias particulares. Será entonces este concepto de identidad el que desarrollaré aquí, sin pretender, eso sí, una definición general ni tratar de circunscribir el término a un área específica, pues sería acotarlo demasiado, sino más bien observar su comportamiento y modificación en relación al contexto en el que se mueve, basándome en ciertos teóricos y principalmente en mi experiencia personal, para intentar comprobar (u observar) esta interrelación entre el medio social y la identidad del individuo.
Yo nací y crecí en Santiago de Chile, en una familia de clase media donde primaba el gusto por lo artístico y la creación. La mayoría de mis parientes son artistas visuales, compositores, músicos, profesores, antropólogos, o están relacionados de alguna forma con las humanidades y el contacto cercano con el otro. Por lo mismo, en mi ámbito cercano nunca hubo distinciones de clase ni de raza pues en la casa convivía gente de todo tipo y edad, lo que generó en mí gran interés y apertura hacia lo social. Estudié artes visuales en la Universidad de Chile, lugar de gran pluralismo en todo sentido, trabajando luego como guía de exposiciones, profesora de arte en colegios, ayudante en universidades y asistente de producción en museos, entre otros. No existía un margen social o cultural por el que debiera guiarme, una línea que me indicara qué áreas o con qué gente tratar en desmedro de otras, no me era necesario ni me interesaba, aunque en realidad no era que no existieran márgenes sino que, como había vivido moviéndome entre ellos desde niña, ya los tenía interiorizados de tal forma que no era consciente de su carácter limítrofe ni de su influencia sobre mí. Allá no me había tocado cuestionarme demasiado el cambio de clase o el peso de mi apariencia física, lo que hacía que este tema de la identidad lo diera por sentado o, más aún, no me lo hubiese planteado nunca como algo modificable o discutible.
Llegué a México hace ya casi cinco años y, luego del shock inicial, mi reacción fue la de intentar adaptarme de la mejor manera al nuevo entorno. Comencé a observar costumbres, vestimentas, posturas, y a tratar de integrarlas lo más posible a mi comportamiento. Veía, al menos en mi alrededor más próximo, que la mujer ocupaba una posición marcadamente diferente a la del hombre, que sí había mayor distinción entre clases sociales (y preocupación de marcar tal diferencia) y que la apariencia era muy importante a la hora de juzgar y ser juzgado por el otro. Pronto tales dinámicas, que había comenzado a interiorizar sin cuestionármelo demasiado, comenzaron a chocar con las mías propias y a rebatir todo lo que tenía por supuesto acerca de mí misma y mi relación con los demás. Mi papel dentro del nuevo contexto en que vivía, lo que debía o no debía de hacer, la ropa que me gustaba usar, mi posición de mujer-amiga-novia-estudiante, todo se abrió a posibilidades de respuesta diferentes a las acostumbradas que desestabilizaban mi esquema de base. Sabía bien quién era y qué quería, pero ahora recibía otras señales que hacían tambalear mis elecciones y preguntarme dos veces si estaba en «lo correcto» o no.
El antropólogo Roberto Cardoso de Oliveira señala que la identidad es semejante a un papel, a un rol, pero no puede ser definida en términos absolutos, sino solo en relación con un sistema de identidades valorizadas según el contexto específico (Cardoso de Oliveira 2007: 60). La identidad depende entonces del vínculo que se establezca con el otro como entidad particular diferente a la propia o como sociedad, incluyendo sus normas y creencias específicas que inevitablemente entran en contacto con las propias y que, por ser cada uno diferente, varían según cada conformación, repercutiendo de diversa manera sobre el individuo. Aquello puede extrapolarse también a la interacción entre individuo y sociedad establecida por Émile Durkheim, sociólogo francés y uno de los padres fundadores de esta ciencia, en donde el individuo es tanto agente productor de las influencias sociales como receptor pasivo de ellas, presentando una doble naturaleza en cuanto a su adhesión a la sociedad que incluye la obligación y también la edificación de ideales (Guiddens 2006: 136).
El sujeto entonces es partícipe de la construcción de la identidad del otro y a la vez depende del referente externo para construir la suya. La suma de individuos conforma la sociedad, en la que permanecen las características particulares de cada quien, pero añadiéndose y adecuándose a ese conjunto al que pertenecen. Se vive en sociedad, por lo que es necesario asumir las dinámicas que imperan en ella, dinámicas que construimos en parte con nuestra suma inconsciente de particularidades y a las que nos acoplamos luego de manera pactada para poder funcionar coherentemente con el resto.
Esta doble relación con lo social se puede ejemplificar claramente en la postura que toma Durkheim ante la definición de hechos sociales, en donde establece que a pesar de que la persona fabrique hasta cierto punto las normas, es luego la sociedad a través del estado la que se las impone como hechos externos, que él asume e interioriza como parte de su desempeño cotidiano (Vázquez 2011: 2, 30). En mi caso, fue esa interiorización –normalmente inconsciente o tomada como necesaria, gracias a que se genera dentro del ámbito habitual de la familia desde niño, y por ende considerada como natural u obvia– la que se puso en evidencia al contraponerse las pautas que poseía de Chile con las que se me presentaron en México. Al tener ante mí una guía de funcionamiento diferente a la que daba por «normal», por contraste tomé conocimiento tanto de los patrones que ya había integrado como de las nuevas posibilidades de modificarlos, por lo que todo mi sistema se tambaleó entre referencias conocidas y diferentes. Afectó obviamente la concepción que tenía de mí misma, mi identidad, en relación a cómo me veían los mexicanos a diferencia de los chilenos. En la medida en que me fui relacionando con el nuevo entorno, siendo parte de las dinámicas que influían ahora en la producción de parámetros generales mexicanos, fui entonces comprendiendo sus principios, integrando los que me parecían relevantes para mi individualidad ya constituida y dejando de lado los que la ponían en peligro o eran innecesarios desde mi personal punto de vista, resultando una mixtura entre la de mi país natal y la de mi lugar de residencia actual. Como ejemplo concreto, una situación que me llamó mucho la atención fue el uso de falda corta: en Chile es muy común en verano, pero las primeras veces que me la puse en el DF me sentía tan observada y me decían tantas cosas que finalmente opté por no hacerlo, debido a un pudor que se generó acá en este contexto y a que tomé consciencia de las «costumbres» mexicanas citadinas, en que no era habitual ni bien visto que la mujer llevara minifaldas si no era en la playa.
El sociólogo Stuart Hall declara que la identidad no es tan transparente o concreta como pensamos, que nunca está completa y siempre está en proceso (Hall 1990: 222). Todo depende del referente frente al cual nos encontremos, del contexto en el que nos situemos, de la historia que construyamos acerca de nosotros mismos y nuestro pasado. Porque aunque provengamos de la misma tierra, cada quien puede apropiarse de los detalles y simbolismos que sean afines a su visión particular, aunque siempre dentro de los márgenes que otorga la sociedad en la que se encuentra. En mi caso, tal «metamorfosis» de la identidad –que pudiera ser sutil si se vive siempre en el mismo contexto, rodeado por el mismo tipo de gente, implicando entonces variaciones mínimas de las que no es necesario tener mayor consciencia– se vio completamente expuesta ante reglas sociales tan diferentes, requiriendo una reformulación profunda que hizo que me cuestionara los nuevos márgenes imperantes y mi posición frente a ellos. Si no hubiese existido tal cambio brusco de contexto, lo más probable es que hubiese asimilado las reglas que existían sin cuestionar su conveniencia.
Hall, como afro-caribeño nacido en Jamaica que ha vivido toda su adultez en Inglaterra, se presenta como una excepción a la regla, como el británico que no posee la piel clara o el negro que no encaja dentro del prototipo del salvaje de tribu africana, lo que hace más patente su diferencia. En su caso, el discurso de verdad que prevalece en la sociedad no es suficiente para definirlo a él, para definir su identidad. Hall señala que todo lo escribimos y lo hablamos desde un determinado lugar y tiempo, desde una historia y una cultura específicas; lo que decimos está siempre ‘en contexto’, posicionado (Hall 1990: 222). Él está ubicado en un ámbito, pero su discrepancia para con él es tal que busca el suyo propio, por lo que sin desentenderse de aquel, primero lo complementa con su visión acerca de sus raíces y rearma así su identidad.
Cosa similar es la que me aconteció a mí –en un nivel de irrupción más bajo, claro está– al no encajar por completo dentro de las normas de la sociedad mexicana. El grupo es el que determina las normas, el que establece parámetros de valor y moral, y es en base al cual puedo determinar mi rol dentro de tal ámbito. Eso sí, para poder hacerlo es necesario tener algún referente frente al cual postularme, alguien. Recuerdo cómo desde el primer día fui clasificada como «güerita» (mujer de piel blanca, por lo general rubia y de ojos claros) y con ello sobreestimada en diversos contextos hasta el punto de sentirme incómoda, como una vez que en la calle un hombre que vendía ropa usada, al querer probarme una blusa, me había dicho que en mi caso no era necesario pues «como era güerita todo me quedaba bien». Mi identidad se ve reforzada con el reconocimiento de la del otro: gracias a la verificación de sus características es que, por contraste, soy consciente de las mías. Acá me sentía más blanca y rubia que nunca, todo esto aunado a una connotación de clase alta inevitable.
Sin embargo, tal diferenciación lleva necesariamente a una mayor autoconsciencia, a un mayor entendimiento de los parámetros propios que posibilita observar las reglas del entorno con un poco más de objetividad, tasando y repensando los códigos antes de adoptarlos porque sí, definiendo un límite entre lo subjetivo-personal y lo objetivo-social que antes no estaba tan bien marcado y que permite una mayor libertad y elección de movimientos. Así, la identidad tiende más a lo propio que a lo social, o al menos está constituida por un mayor número de elementos aceptados conscientemente. Hall habla de que la identidad es un tema de «hacerse» tanto como de «ser» (Hall 1990: 225), estableciendo así la existencia de una identidad de base, aquella que nos es dada desde nuestro nacimiento por el contexto, la familia, las costumbres, la genética, y que nos determina en gran parte, y también de aquella otra formada luego sobre el apoyo de la primera gracias a nuevas experiencias, contextos y relaciones, en donde ambas son componentes necesarios de nuestra identidad total, aunque la proporción de una y otra varíe en cada caso.
En mi caso, debido al nuevo sistema mexicano en el que me inserté, fui colocada primeramente dentro del encasillado de «mujer-blanca-fresa(cuica)-que no estudia y sí cuida la casa y al marido-que no debe salir sola-que sus principales ‘pasatiempos’ son ir al salón a hacerse la manicure e ir de compras», el cual como no se ajustaba para nada a mi concepción particular me llevó a cuestionar tales catalogaciones, analizarlas desde fuera y decidir qué ubicación tomar yo frente a las normas externas. También me condujo a una redefinición de identidad, a un nuevo colocamiento de mi persona en el mundo, más allá de la sociedad mexicana o la chilena, debido a una toma de postura interna provocada sí por las disparidades de la sociedad mexicana, pero que derivó en un distanciamiento de los discursos dominantes en general para, desde mi percepción particular, tratar de concretar mi identidad personal. Todo se basa en interpretaciones que derivan de vínculos establecidos, en códigos que la traducen según su bagaje particular, modificándola o reafirmándola en relación a los parámetros que prevalezcan en esa situación. Por eso la identidad es tan voluble a pesar de que pertenezca a cada quien: porque se valida en contacto con los demás.
Bibliografía:
– Benoist, Jean-Marie. La identidad. Seminario interdisciplinario dirigido por Claude Lévi-Strauss, profesor del Collège de France, 1974-1975. Ediciones Petrel, Barcelona, 1981.
– Cardoso de Oliveira, Roberto. Etnicidad y estructura social. 1ª edición en Clásicos y Contemporáneos en Antropología. CIESAS, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Iberoamericana; México, 2007.
– Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. 35ª edición. Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 2008.
– Foucault, Michel. Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano… 1ª edición. Tusquets Editores México, S.A. de C.V., México, 2010.
– Guiddens, Anthony. El capitalismo y la moderna teoría social. Idea Books, S.A., Barcelona, 2006.
– Hall, Stuart. Cultural Identity and Diaspora. Artículo editado por Jonathan Rutherford y publicado por Lawrence and Wishart, Londres, 1990.
– Vázquez Gutiérrez, Juan Pablo. La concepción de hecho social en Durkheim. De la realidad material al mundo de las representaciones colectivas. Borrador no publicado, México, 2011.
* Nace en Santiago de Chile en 1981. Licenciada en Artes Plásticas Mención Pintura y Magíster en Artes Visuales de la Universidad de Chile (graduada en 2006). Ha expuesto individualmente en el Centro Cultural de España, Santiago de Chile, en 2006, en la Galería Die Ecke, Santiago de Chile, en 2007 y en la Universidad del Claustro de Sor Juana, México DF, en 2008. Entre sus exposiciones colectivas destacan Ninguno en 2005, en el Museo Histórico Militar, Cohortes 02 > 07, en el Museo de Arte Contemporáneo, y Ejercicios de Posibilidad en 2012, en la Galería Gabriela Mistral, las tres en Santiago de Chile; además de Maletas Migrantes en 2012 en el Museo Memoria y Tolerancia en el Distrito Federal, México. Actualmente vive en México, donde es profesora de asignatura del Departamento de Arte de la Universidad Iberoamericana y realiza una Maestría en Antropología Social en la misma entidad.
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