La mala maña

(¿Cómo vivir juntos en la distancia)
* Casilda Merino

Cambiar de país no significa nunca cortar la relación que se tiene con el lugar de donde vienes. Para bien o para mal, esa relación se flexibiliza, se vuelve conflictiva, idílica, amable, odiosa. Y a veces todas esas cosas a la vez. Es la necesidad de buscar formas de convivir con eso que se va contigo cuando te vas.

No es que hayamos llegado al paraíso, pero sí a un país Latinoamericano.

En 1816 Casimiro Marco del Pont prohíbe la realización de los carnavales en la capital por considerarlo vulgar y abusivo. Al parecer el hecho de que la gente se lanzara agua, riera y festejara era tremendamente pecaminoso por lo que se ordenó que ningún habitante pudiese jugar con máscaras, disfraces y para qué hablar de bailes.

En cambio se exacerbaría nuestro nacionalismo y orgullo patrio celebrando nuestra recién llegada independencia. Nos convertiríamos en un una especia de trogloditas de nosotros mismos. Desde un comienzo nos comimos el paquete completo sin ni siquiera sacarles la rosa.

Parece entonces que a Chile le gusta estar orgulloso de sí mismo en la medida en que pueda lamentar la situación de los otros. Pareciera que el dicho de que nos estamos cayendo al mar no es tan incorrecto, y es que posiblemente nos hace falta el baldazo de agua fría, ese que nos llegará de todos modos, quizás cuando sea demasiado tarde. Para entonces tendremos que pedirle a alguno de nuestros vecinos, de esos que prometen tener un camino trazado mucho más largo hacia un compromiso en conjunto, que nos dé una mano para incorporarnos. Nosotros de jaguares latinoamericanos pasaremos a ser sólo un gato mojado.

Llegué a Buenos Aires hace varias años, no tan largos, ni tan cortos, pero los suficientes para considerarlos importantes en mi hoja de vida. El ver a Chile desde lejos, pero no lejos-lejos, sino con la distancia con que uno mira para adentro de las casas cuando tienes esa suerte de pasar por una ventana abierta, o como cuando la señora riega y hacia adentro puedes ver que aún tiene la tetera en el fuego, el perro rascándose las pulgas y el marido caminado en calzoncillos y a “guata pelá”. Es exactamente así como uno ve a su país: de esa forma tan natural, tan cercana. Y es esa misma cotidianeidad la que hace que uno empiece a darse cuenta de que las cosas no están bien, que la señora está regando un pasto que ya estaba húmedo, que el agua de la tetera ya se había evaporado por completo y, peor aún, el viejo anda medio en bolas cuando es invierno.

Chile es incorrecto, en estricto rigor. Es el hijo ingeniero comercial de Latinoamérica, que sacó los genes de sus primos gringos, ese infaltable familiar del que todos se preguntan “¿de adónde salió?”. Creo que esas cosas uno no las ve por el simple hecho de viajar, sino que es un efecto directamente proporcional al lugar en el que decidimos vivir.

Yo llegué a Buenos Aires, a un lugar que a primera vista me parecía ser el caos articulándose como un complot para siempre tropezarse con mis pies. Me causaba esas mismas crisis de pánico que me dan las películas feas de David Bowie: todo era torcido, todo tenia ese carácter de triste. Poco a poco empecé a entender que sí, todo está medio torcido de verdad por estos lados y también es medio triste, pero es mucho más lógico entender que están recorriendo aún ese camino, donde hay un reconocimiento con el de al lado y con el entender a dónde pertenecemos; es la lógica contraria a pensar que podemos transitar sin remordimientos por la inodora ciudad de play mobil, donde las piezas faltantes y esos legos a medio poner son los suburbios que en verdad no hacen falta porque ni siquiera caben en la foto de la caja de exportación a países ricos.

Aún así no es todo blanco y negro, o verde-dólar y albiceleste, en este caso. Uno adora Chile y sientes muchas veces que no podrías pertenecer a otro lugar que no fuera ese. Extrañamente, se exacerban las extravagancias culinarias, las del idioma, las costumbres, y uno extraña, ama, llora de vez en cuando, y crees que nunca estarás tanto tiempo lejos; pero vas envejeciendo, yo ahora no mucho, pero quién sabe cuánto más.

El hecho es que a Chile se le quiere pero no se le entiende y en ese no entender a veces se le odia. Así y todo, siempre uno sabe que es un rabieta que se te puede terminar, y entiendes que la relación que tienes con ambos países es lo que hace que intentes construir, para que se te pase la maña.

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* Casilda Merino: Nace en Santiago de Chile en 1984. Es Productora de Radio de la Escuela Terciaria de Estudios Radiofónicos de Buenos Aires, Argentina, país donde reside desde 2005. Ha trabajado en la radio de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo y colabora con diversos proyectos audiovisuales.

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