
Javier Carmona Yost*
La larga historia socio-productiva de un espacio-nodo del Desierto.
El valle de Quillagua es un milenario oasis emplazado en el límite de las regiones de Tarapacá y Antofagasta, en pleno Desierto de Atacama. En él, sus antiguos moradores y ocupantes, como también sus residentes actuales, utilizaron de diversas maneras las aguas proporcionadas por el río Loa, las cuales se abrieron paso en este antiguo vergel del desierto previo a su desembocadura en el océano Pacífico.
El devenir histórico de ocupación y residencia de Quillagua debe ser interpretado a la luz de ciertas características y “bondades” propias de su localización y geografía, que sin duda posibilitaron que diversos grupos humanos hayan arribado al valle, accedido a sus recursos y hecho de él un espacio de confluencia intercultural en medio del desierto. Esta localidad ofreció un bien escaso por esencia en todo ambiente desértico: el agua. Igualmente, sus cielos limpios y despejados, junto con su humedad y clima, además de la disponibilidad natural de vegetación compuesta principalmente de algarrobos, tamarugos y chañares, hicieron de Quillagua un espacio propicio para el desarrollo de actividades tales como la caza, pesca, recolección, agricultura y ganadería, todas cautelosamente custodiadas por la energía y atención de sus respectivos moradores, cuyos bienes, además, eran desplazados e intercambiados entre grupos humanos cultural y espacialmente diferenciados. A raíz de esto, el espacio quillagueño ha sido interpretado desde una perspectiva arqueológica e histórica como un “puerto de intercambio” (Núñez y Santoro, 2011) o bien como una “isla multiétnica” en medio del desierto de Atacama (Martínez, 1998).
Si bien en tiempos prehispánicos la localidad habría sido demarcada y cohabitada por los pueblos atacameños y tarapaqueños, y concurrida frecuentemente por grupos pescadores changos de la costa en función del intercambio de bienes agrícolas y marítimos, luego de la invasión hispana Quillagua quedó inscrito como el linde entre las demarcaciones coloniales de Tarapacá y Atacama, quedando su población subsumida al régimen de encomiendas, pensiones y otras formas de organización del trabajo propias del régimen de acumulación primitiva colonial (Salazar, 2003).
En términos concretos, lo que acontece es que un modo de producción basado en la pauta de integración del intercambio se vio alterado por medio de la expansión y consolidación del modo de producción capitalista, cuyo elemento inicial (y principal) fue la escisión entre medios de producción y productores indígenas a través de la apropiación y usufructo hispano, dando paso ello a una “nueva” forma de explotación de la tierra (y de la mano de obra) bajo fines cualitativa y cuantitativamente disímiles e inéditos.
Lo anterior, claramente, no implicó el exterminio automático ni inmediato de las formas de vida de la población indígena local, sino su integración al capitalismo global en gestación, cuya expansión se vio facilitada y fortalecida por medio de la inclusión de América al mercado mundial precedido en ese entonces por la Corona Española.
En este contexto, autoridades coloniales habrían solicitado tierras de Quillagua a la Corona con el fin de introducir ganado mular, empujando así a las tierras quillagueñas hacia una intensificación en la producción de forraje y otras especies con el fin de abastecer de alimento a la fuerza animal, principal medio de transporte dentro de un marco socioeconómico amplio, cuya movilidad articulaba distintos pisos ecológicos en sentido transversal y longitudinal: las tierras altiplánicas, quebradas piemontanas, pampa (y minerales del interior) y la costa. Patrón que, por lo demás, se montaba sobre el conocimiento y ocupación del territorio por parte de la población indígena local, practicado desde mucho antes de la llegada del español al territorio en cuestión.
Así, por ejemplo, el desplazamiento de recuas de mulas en dirección hacia el mineral de plata de Huantajaya (redescubierto por autoridades hispanas a fines del siglo XVII), comprendía durante su paso los “alfalfares” de Quillagua, labrados ya en ese entonces por población indígena y mestiza bajo el mandato de autoridades políticas y eclesiásticas españolas, quienes se habrían encargado de someter el espacio en cuestión al régimen económico capitalista “racional” y excedentario, en detrimento de la “irracionalidad comercial” propia de la vida material que le precedía (Quijano, 2000); a partir de entonces, el paisaje quillagueño se jerarquizó desde lo “invisible” indígena a la abundancia de tierras dedicadas a la producción de alfalfa y a la mantención de ganado español (Odone, 1992).
Finalizado el régimen colonial, el valle nuevamente fue escindido y declarado espacio de frontera, pero esta vez entre Perú y Bolivia. Esta nueva cartografía trajo aparejado un mayor desarrollo de la explotación minera, guanera y el comercio a ultramar, actividades dentro de las cuales se comprende la mantención de enclaves agrícolas labrados por población indígena tributaria y mestiza. Para esto la mantención de ganado era fundamental, en virtud del desplazamiento de mercancías desde su punto de producción y explotación hacia el Puerto de Cobija, principal zona de embarque de la economía boliviana de aquel entonces.
Sin embargo, no será hasta la apropiación del territorio en cuestión por parte del Estado Chileno mediante la Guerra del Pacífico (1879-1883), que las tierras del valle comenzarán a ser objeto de una intensificación productiva y comercial sin precedentes, aparejado ello de una explosión demográfica de igual carácter, proceso que avanzó a la par del apogeo salitrero en la región.
Este período sin duda constituye el despegue del duradero auge agropecuario experimentado por el valle y sus habitantes, y debe ser considerado a la luz de que, una vez finalizada la Guerra del Pacífico, las oficinas salitreras que operaban en el –ahora– territorio chileno experimentaron un despegue comercial sin precedentes, que las llevaría a convertirse en el monopolio mundial de exportación del nitrato natural. Consecuentemente, la explosión de la demanda salitrera trajo aparejada la intensificación de la agricultura quillagueña, y esto tiene que ver con una dinámica propia del mercado de la tierra del siglo XIX, en donde la economía capitalista volcó para sí a la agricultura local en función de la demanda masiva de mercancías por parte de actividades industriales que, por lo general, eran controladas por capitales europeos y sus socios comerciales locales (Hobsbawm, 2007).
Sobre lo anterior descansa la interpretación de Eduardo Galeano de que la región salitrera, en particular, se transformó en una factoría británica, y la economía chilena, en general, en un apéndice de la economía inglesa (Galeano, 2005), pues como es de esperarse, aproximadamente un 60% de la industria del salitre estaba controlada por sociedades anónimas asentadas en Londres.
Se puede dar cuenta del aumento demográfico y productivo de Quillagua con datos censales; si en el año 1907 el valle contaba con 114 habitantes, hacia 1920 su población incrementó a 229, y en 1930 a 268, período durante el cual se mantenía una superficie total de 275 hectáreas cultivadas de choclo, alfalfa y diversas hortalizas, en conjunto con cientos de animales de crianza (ovejas, cabras, cerdos, caballos, chanchos, pollos, patos, etc.) cuyo destino eran los mercados formales e informales de la pampa o bien las bocas de las economías domésticas locales.
Según se desprende del relato histórico oral local, el valle en su integridad giraba en torno a la producción agropecuaria, orbitando esta en torno a la producción salitrera. Ahora bien, como es de esperarse, no todo necesariamente fue idílico y equilibrado en ese entonces, pues en Quillagua también se gestó una industria local precedida por capital foráneo, que usufructuó de mano de obra barata de trabajadores sin tierra, que con sus propias manos echaban a andar maquinaria manufacturera de alfalfa que previamente era comercializada por pequeños productores locales (quienes constituían el grueso campesino local) a cambio de una “miseria” de sueldo, tal como rememoran algunos de ellos en la actualidad.
Desde la posición comentada, cabría preguntarse qué fue de la economía local una vez que decae la industria salitrera producto de la creación del sustituto sintético del nitrato natural, dentro del contexto de la crisis mundial de la economía capitalista durante el crack de 1929.
Según atestiguan los habitantes de mayor edad, esta crisis mundial pasó desapercibida, a raíz de que la economía quillagueña se sostuvo fundamentalmente del comercio ganadero, agrícola y el autoconsumo de los bienes locales, junto con la extracción de diversos recursos del río Loa, siendo los camarones de río y los pejerreyes los más recordados. A su vez, a raíz del cierre de múltiples oficinas salitreras de la pampa, el grueso de la población obrera debió emigrar a las grandes ciudades en busca de nuevos destinos, lo cual implicó un aumento demográfico urbano sostenido y un derivado despegue de la demanda de carne, del cual se hizo cargo la emergencia de nuevas industrias ganaderas en la zona norte del país, las cuales a su vez se transformarían en las principales figuras demandantes del forraje quillagueño, en conjunto con otros mercados.
A partir de entonces, el valle de Quillagua experimentaría un nuevo despegue demográfico y productivo. Si hacia el año 1940 la localidad contaba con 290 habitantes, hacia 1970 se constata un aumento notable, llegando a albergar a más de 625 personas, alcanzando durante la década de los sesenta a mantener 359 hectáreas de cultivo permanente junto con casi dos mil animales de crianza. De hecho, durante el período que va de 1940 hasta 1975 aproximadamente, el valle alcanza su peak productivo, siendo uno de los enclaves agrícolas más importantes de la región y que albergaba una de las pocas industrias dedicadas a la producción de alfalfa. La población local señala que en ese entonces Quillagua era Quillagua, es decir un alfalfal de punta a punta, o bien un vergel del desierto, dentro del cual toda la población, directa o indirectamente, se dedicaba a labores agropecuarias y a la extracción y comercialización de camarones de río, siendo esta una fuente de ingresos sustituta y complementaria muy masificada y característica de la localidad.
En ese entonces, el valle fortaleció su estatus de nodo al interior del desierto al convertirse en una importante estación del Tren Longino, representante clave del comercio y la industria nortina que estrechaba distancias entre La Calera e Iquique. Este ferrocarril, del cual hoy queda solo su estación en ruinas, fue aprovechado por la población local de diversos modos, siendo uno de ellos el desplazamiento hacia estaciones intermedias de la pampa a comercializar directamente los bienes producidos en familia, como también el paso por Quillagua para ir a vender alfalfa, humitas, pastel de choclo, de camarones, leche de cabra, entre otros alimentos, a los pasajeros en detención. Sin duda, el pata e’ fierro, como sus habitantes acostumbran a denominar al Tren Longino, cumplió un rol fundamental en el período en que Quillagua parecía ser un manto verde sobre el desierto.
La importancia y gestión local del agua en el oasis de Quillagua. “Acá el río mantenía todo”.
La disponibilidad de las aguas proporcionadas por el río Loa constituyó un hecho elemental que posibilitó el desarrollo social, productivo y cultural del valle durante su historia. Pese a que las aguas que irrigaron los campos de cultivo tuvieron desde siempre una naturaleza química particular (componerse de un alto contenido de sales, producto de la confluencia del río Salado con el río Loa aguas arriba de Quillagua), los diversos grupos humanos que han ocupado las tierras del valle se esmeraron por aprehender y adaptar sus actividades a dichas condiciones, por lo cual ello no constituyó un parámetro significativo para la economía local. Ante esto, los antiguos campesinos quillagueños señalan que “la plantita se adapta”, manifestación clara de que el ser humano no produce tan solo con las manos, sino que fundamentalmente con la cabeza, cuyos conocimientos son traspasados generacionalmente y (re)adaptados al contexto particular dentro del cual dichos conocimientos se desarrollan, experimentan y transforman, y que en este caso, corresponde a la sequedad del Desierto de Atacama.
La gestión local de las aguas respondía justamente a lo anterior. La distribución del agua para el riego era organizada por medio de turnos o mitas, autorización que recaía en la figura de un “juez de aguas” nombrado colectivamente, quien se encargaba de la correcta circulación de una ficha que simbolizaba la tenencia de dicho turno, el cual se traspasaba por medio de la ficha entre las manos de cada regante. A su vez, la obtención de la forma de dicho derecho estaba en directa relación con las especies cultivadas y con el tipo y extensión de suelo a alimentar, situación por la cual los turnos variaban entre cada regante. Ahora bien, quien no se atenía a la regla consuetudinaria era castigado por medio de criterios positivos, pues debía ir a cancelar una multa en dinero al Juzgado de Tocopilla, hecho que desde el plano político evidencia la articulación de funciones culturalmente diferenciadas, pero notablemente imbricadas.
En términos teóricos, el sistema de cultivo quillagueño puede ser identificado como un sistema hidráulico, el cual se asocia a técnicas, normas y modalidades que posibilitan un suministro permanente de agua a las siembras, viéndose favorecido por la existencia de ríos en un paisaje domesticado a través del tiempo por el ser humano (Wolf, 1971). En relación a lo mismo, es que gran parte de las sociedades humanas que se han asentado en las riberas del Loa han sido caracterizadas como sociedades hidráulicas (Barros, 2011), en tanto que bajo diversas formas han logrado no solo abastecerse, sino también desarrollar complejos sistemas culturales estrechamente ligados al manejo y valoración de las aguas, dentro de un contexto particularmente seco.
Remembranza particular poseen en el valle los trabajos colectivos desarrollados en torno al agua y a la agricultura, siendo la limpieza de canales y los mingacos los principales. En dichas ocasiones, los participantes se reunían, trabajaban y hacían fiestas, incrustándose bajo esta forma diversas expresiones de la vida social bajo una finalidad común, lo cual expresa el hecho de que el agua no solo fuese percibida como un “recurso” económico más, dispuesto a ser extraído, sino también como un bien natural colectivo parte del desenvolvimiento sociocultural de sus habitantes.
Circunscribiendo el tema al ámbito específico de la producción agrícola, la referencia histórica señala que hacia 1924 Quillagua contaba con una seguridad de riego plena, compuesta por un caudal de 2.200 litros por segundo (lt/seg.) para la totalidad de regantes (Risopatrón, 1924). Por su parte, hacia la década de 1960, vale decir, durante pleno auge agrícola del valle, la comunidad contaba con una disponibilidad de riego de al menos 600 lt/seg., los cuales, pese a ser mucho menos que para el período anterior, ofrecían una seguridad de riego plena para los regantes, situación extrapolable a la cuenca del Loa en general (Molina, 2005), la cual comenzará a variar paulatinamente durante las posteriores décadas.
De acuerdo a lo anterior, es que la historia de la bonanza productiva de Quillagua ineludiblemente debe ser considerada desde la disponibilidad natural del agua en el oasis, pues parte de su devenir, palpable en la memoria oral de sus habitantes, apunta a singularizar este oasis como un espacio propicio para el desarrollo de una rica agricultura, constituyendo uno de los pocos vergeles dentro del inmenso mar de arena que compone el Desierto de Atacama, el más árido del mundo.
Intervenciones al cauce del río Loa y el advenimiento de la sequía del valle de Quillagua.
El emplazamiento geográfico del valle implica que toda intervención que se realice aguas arriba de su ubicación repercuta directamente en este. Si bien es cierto que las captaciones al Loa para uso no agrícola son de larga data, será con la puesta en marcha del Embalse Conchi (1975) cuando comenzará a verse mermada la disponibilidad de agua para los regantes del Loa, viéndose afectados por medio del aplazamiento de sus turnos de riego y por otras externalidades atribuibles a la construcción del embalse. Lo concreto es que a partir de entonces los regantes quillagueños vieron disminuida su disponibilidad de regadío de 600 lt/seg a aproximadamente 350. Esta merma se vio complementada con la extracción de aguas en la zona de Lequena, aguas arriba del Embalse Conchi, cuyo fin fue abastecer de agua potable a la población urbana de la región, “aún a costa de bajar la seguridad de riego”, tal como rezaba un informe elaborado por las autoridades de la región durante la dictadura militar (Informe incluido en: Yáñez y Molina, 2011).
A partir de entonces, Quillagua comenzará a experimentar una crisis sociodemográfica y productiva cuyas consecuencias perduran hasta la actualidad, pues la situación de sequía generalizada es una fiel derivada de los episodios que son repasados en el presente apartado.
Se comienza a vislumbrar, desde ese momento, un fenómeno económico e histórico no menor. Como se ha visto, durante gran parte de su desarrollo, la economía social quillagueña se vinculó estrechamente con actividades productivas mineras; si antiguamente el mercado minero demandaba los bienes agropecuarios producidos a nivel local, un nuevo mercado minero en expansión (sobre el cual se sostiene hoy la economía chilena) comenzaba a demandar ya no los bienes agropecuarios, sino el factor productivo que se encuentra a la base de toda producción campesina: el agua.
A la ya mermada disponibilidad de riego derivada de la puesta en marcha del embalse Conchi y la bocatoma de Lequena, se suma una captación directa de 300 lt/seg a las aguas del Loa en la zona de la Quebrada de Quinchamale, cuyo destino sería abastecer de agua potable a la Empresa Sanitaria y de Servicios de Antofagasta ESSAN.
La construcción de dicha obra desencadenó consecuencias directas para los regantes del Loa, puesto que la seguridad global de riego descendió definitivamente a un 60%, poniendo en riesgo el abastecimiento de agua para las distintas localidades de la cuenca, siendo Quillagua la primera y más afectada a raíz de su ubicación geográfica, vulnerable a todas las captaciones que fuesen realizadas río arriba (Yáñez y Molina, 2011).
Un precedente ad hoc para la usurpación y concentración hídrica a nivel país lo constituye el Código de Aguas de 1981. Es conocida la naturaleza neoliberal de este mecanismo, pues su objetivo de arrojar los recursos hídricos al libre mercado sintoniza con la necesidad impuesta de la dictadura militar de liberar la economía nacional al mercado mundial por medio de la intensificación de un modelo primario-exportador, teniendo un potencial mercantil particular los minerales alojados en la zona norte del país.
Por medio de su aplicación, las aguas nacionales se verán transmutadas en mercancías ficticias, vale decir, serían tratadas como si hubiesen sido creadas para su disposición en el mercado por medio de su compra y venta (Polanyi, 2009). A su vez, por vez primera en la historia, las aguas serían escindidas de la tierra, promoviendo la subdivisión inédita de la propiedad de ambas por medio de la figura jurídico-comercial del “derecho de aprovechamiento”, pero no de las aguas en sí, sino del “derecho” mismo. Vale decir, desde la visión de sus gestores, el Código no propone la apropiación directa sobre las aguas, sino sobre el derecho sobre ellas. Ficción a lo menos curiosa, dado que desde distintos puntos de vista la tierra incluye naturalmente al agua, y vice-versa.
Según se desprende de la experiencia local, la aplicación del Código devino en una enajenación directa de los derechos de aprovechamiento de los regantes, puesto que una vez que estos fueron convocados a inscribir sus derechos individualmente (en detrimento de su gestión colectiva), funcionarios de Estado se encargaron de inscribir solo una parte de la solicitada, advirtiendo que, de manera contraria, los productores locales deberían cancelar el resto, hecho que impulsó a los regantes a reducir al mínimo su demanda de derechos, quedando el resto liberados para ser inscritos por otros sectores económicos, siendo el minero-exportador el principal beneficiado, el cual, por lo demás, avanzaba decididamente hacia su boom experimentado a partir de la década de 1990.
Como consecuencia del proceso anterior, la disponibilidad hídrica en Quillagua se vio aún más mermada; de los 350 lt/seg disponibles una vez construido el Embalse Conchi, luego de la inscripción de derechos de aprovechamiento este total se vería reducido a 120 lt/seg, los cuales debían irrigar las casi 300 hectáreas de cultivo al interior del valle.
A partir de entonces, la producción local experimentará una vertiginosa caída producto de la desproporción entre la disponibilidad de agua y los requerimientos para la producción; proporción que por lo demás contribuyó sustantivamente al retroceso agrícola del valle, previo a su ocaso total.
La decaída producción agrícola local experimentará posteriormente dos desastrosos episodios de contaminación (1997-2000) atribuidos a la gran industria minera, producto del vertimiento de componentes químicos a las aguas del Loa. Esta vez será el Xantato y otros componentes químicos los encargados de aniquilar la producción agrícola local, bajo el absoluto silencio de las autoridades regionales y de gobierno. A partir de entonces, la comunidad quillagueña quedó abandonada a su propia suerte.
La contaminación, según se comenta, fue silenciosa. Las aguas contaminadas siguieron regando los campos de cultivo, propiciando ello una inminente erosión de las tierras que hoy en día constituyen parte del paisaje muerto de este antiguo vergel. Actualmente, la producción agropecuaria es prácticamente nula, y tan solo crece de manera natural una hierba que en la localidad llaman “Yerbita Santa María”, la cual, según comentaba un campesino quillagueño hace un tiempo atrás, “crece a la buena de Dios”.
Como es de esperarse, ambos episodios de contaminación causaron la muerte biótica del río, de manera que camarones y pejerreyes pasaron a conformar parte de la historia de lo que este vergel del desierto alguna vez fue. Por su parte, la ribera del Loa a lo largo del valle dejó de ser un espacio de congregación social, pues según atestiguan sus habitantes, cuando llega un poco de agua a la localidad (principalmente en épocas de lluvia altiplánica) viene contaminada. El agua, a partir de entonces y de manera inversa a la tradición histórica local, pasó a conformar un elemento a evitar por parte de la población quillagueña; un elemento peligroso, por no decir un veneno.
Derivado del ocaso productivo local, parte de la comunidad optó por vender sus derechos de agua, los cuales, por lo demás, eran puros papeles “secos”, cargados de historia, que si bien les posibilitaron emigrar de la localidad en busca de nuevas vidas, estas tuvieron que desarrollarse lejos de su comunidad de origen. Quienes no se deshicieron de dichos derechos, porque no tenían nada que vender, junto con quienes han optado hasta el día de hoy por conservar dichos papeles (símbolo de lo que se posee pero no se tiene), se quedaron en el pueblo, y hoy se autodenominan los “cuidadores de Quillagua”, cuyos días transcurren haciendo patria en su comunidad.
En total, la población residente bordea los 100 habitantes, siendo más los hogares deshabitados que los propios habitantes del lugar. Y la agricultura, actividad milenaria sostenedora del desenvolvimiento humano en este oasis del desierto, se mantiene solo en la memoria de sus residentes actuales, para quienes, el valle de Quillagua, sigue siendo hoy lo que alguna vez fue.
Reflexiones finales.
Casos como el de Quillagua, a mi parecer, instigan a reflexionar sobre al menos dos puntos que no distan entre sí. En primer lugar, nos invitan a abordar desde la cronología de un olvidado oasis del desierto la reproducción del capitalismo global desde el campo, en donde lo “local” y lo “global”, lo “macro” y lo “micro”, pasan conjuntamente a formar parte de una extensa estela, cuyas oscilaciones precisamente configuran períodos históricos o “ciclos” reproducidos y experimentados por vidas concretas, en espacios concretos, pese a su constricción –aparente– sobre sí mismos.
En segundo lugar, el advenimiento de la crisis local deviene en un contexto de neoliberalización total de la economía global, en donde la mercantilización de todo, incluido un bien vital como el agua, bajo amparo, resguardo y reproducción estatal, parece ser la manifestación concreta del triunfo del Gran Capital: “El capitalismo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado”, afirmaba al respecto Fernand Braudel hacia 1985.
La sequía del Loa ha adquirido ribetes dramáticos, tanto así, que el año 2000 se declaró agotado. Sin embargo, y debido a que los mecanismos correspondientes así lo permiten, a partir de entonces la extracción de sus aguas circuló desde su superficie hacia las napas subterráneas que lo alimentan, produciendo silenciosamente más de lo mismo, y viéndose más comunidades ribereñas afectadas de manera similar al caso quillagueño, pero hoy.
Sin manifestarse nunca respecto a esta crítica situación, se proclamó recientemente que los recursos hídricos serán “bienes nacionales de uso público”, pese a que, curiosamente, ya habían sido declaradas como tales por el Código de Aguas de 1981. Cabe preguntarse entonces: ¿qué se puede esperar de tal malabar?
Es aquí, bajo mi opinión, cuando el tiempo se hace uno, y nos vemos obligados a posicionarnos frente a aquella epidemia social caracterizada hacia 1848: la epidemia de la superproducción, la cual hoy, al igual que ayer, sigue siendo encabezada por la misma figura, es decir, por aquel “mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros” (Marx y Engels, 1848).
La mercantilización del agua es precisamente obra del “mago”, de cuyos conjuros saben muy bien las poblaciones indígenas y campesinas de la ribera del río Loa.
Bibliografía
Barros, A. (2011). Titularidad y subjetividad de las aguas nativas chilenas en el marco del Convenio 169 de la OIT y la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Actas de Derechos de Aguas n°1. Chile.
Braudel, F. (1994). La dinámica del capitalismo. FCE Chile.
Galeano, E. (2005) Las venas abiertas de América Latina. Pehuén. Chile.
Hobsbawm, E. (2007). La era del capital. 1848-1875. Crítica. Argentina.
Martínez, J.L. (1998). Pueblos del chañar y el algarrobo. Los atacamas en el siglo XVII. Dibam. Santiago.
Marx, K. y Engels, F. (1969). Manifiesto del Partido Comunista. Austral. Santiago.
Molina, R. (2005). El río Loa: Reparto, usos y conflictos por el agua en el Desierto de Atacama. Comunidades Atacameñas, ciudades, Pueblos y Centros Mineros e Industriales. Proyecto Visión Social del Agua. Informe Final.
Núñez, L. y Santoro, C. (2011). El tránsito Arcaico-Formativo en la circumpuna y valles occidentales del Centro SurAndino: hacia los cambios “neolíticos”. Chungará. V. 43. Pp. 487-530. Arica.
Odone, M. C. (1992). Quillagua: la descripción de un espacio desde la historia. Actas del Segundo Congreso Chileno de Antropología. Tomo II. Universidad Austral de Chile. Valdivia.
Polanyi, K. (2009). El sustento del hombre. Capitán Swing. Madrid.
Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En: Colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Edgardo Lander (Comp.). CLACSO. Buenos Aires.
Salazar, G. (2003). Historia de la acumulación capitalista en Chile (apuntes de clase). LOM. Santiago.
Wolf, E. (1979). Los campesinos. Labor. Barcelona.
Yáñez, N. y Molina, R. (2011). Las aguas indígenas en Chile. LOM. Santiago.
* Antropólogo de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Co-investigador del Grupo de Investigación en Ciencias
Sociales y Economía GICSEC, Investigador de la Fundación Desierto de Atacama y Coordinador territorial de la Macro Zona
Norte del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas ICIIS.
Comentarios
Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Buen y claro artículo.