
* Fernando Carreño
La desigualdad en Colombia es producto de un canibalismo social inculcado desde la niñez. Más que armas, para un cambio en Colombia necesitamos revolucionarnos a nosotros mismos.
Colombia puede ser vista a través de muchos lentes; unos la podrían mostrar como un paraíso donde el sol está en el cielo doce horas al día mezclándose con una suerte de alegría tropical y haciendo de la vida nada más que un corto paso hacia el cielo. Obviamente esta es una mera idealización, Colombia posee problemas profundos y complejos que obstaculizan la posibilidad de alcanzar semejantes estados idílicos. Cualquiera podría empezar a señalar estos problemas de manera frívola diciendo que dicho paraíso en la tierra es imposible de alcanzar debido a la guerrilla, una banda de vándalos comunistas que secuestran, extorsionan y cometen actos atroces porque odian la democracia, la libertad y la felicidad de sus congéneres.
Otros, un poco más acuciosos, dirán que el problema de Colombia es en realidad la droga, producto muy bien pago por los Estados Unidos de América, quien a su vez distribuye los insumos para fabricar la droga, los insumos para erradicarla, las armas para defender los laboratorios y los cultivos de la droga, y, desde luego, las armas para destruirlos. La droga viene a corromper cada uno de los estamentos de la sociedad colombiana; y mientras en Norteamérica se sumergen en nuestra coca tal y como lo harían al interior de una nevada en Aspen, Colorado, nosotros nos bañamos en nuestra propia sangre, pandemonio financiado por el Sistema de Reserva Federal de los Estados Unidos.
Personalmente me siento muy atraído por este último argumento, sin embargo considero que externaliza al extremo la crisis que vive la sociedad colombiana, y no deja de sonar como una excusa elaborada para eximirnos de la responsabilidad de nuestro propio destino, un soliloquio que nos victimiza evadiendo así nuestra carencia de ética.
Si yo tuviera que señalar el principal problema de Colombia lo diría en pocas palabras; para mí el principal problema colombiano es la llamada “cultura del vivo”. Pero ¿qué es ser vivo en Colombia? Cuando se es niño en Colombia y se está siendo educado, ser vivo es algo que se repite una y otra vez: “sea vivo mijo, avíspese”, dice el padre al hijo muchas veces acompañándolo de un golpe en la espalda para refirmar la enseñanza. Ser vivo, palabras más palabras menos, no es otra cosa que ser una persona ventajosa, es decir, aplicar una astucia sin escrúpulos; ser el ejemplo vivo de aquel principio maquiavélico de “el fin justifica los medios”, así se trate de la situación más nimia, como sacar ventaja del cambio en el almacén de la esquina; sacar ventaja del novio que cuenta con vehículo, casa, y un salario estable; o sacar ventaja del pedazo de carne de la olla en la reunión familiar. Esta manera de pensar, por increíble que parezca, ha sido adulada cientos de veces por los colombianos, como si fuese un “don” que supuestamente nos debería hacer sentir orgullosos.
Los españoles que colonizaron América Latina cometieron uno de los mayores genocidios conocidos en la historia de la humanidad, y “la malicia indígena”, otra forma en la que nos referimos a la astucia sin escrúpulos, sólo sirvió para que unos cuantos cobardes salvaran su pellejo a expensas de los valientes que se jugaron su vida en pro de la libertad. Estos arrodillados se reprodujeron y su progenie somos nosotros, quienes aún seguimos siendo esclavos pero ahora del sistema monetario capitalista; extranjeros en su propio país que se conforman con ver cómo las multinacionales roban y destruyen todos nuestros recursos. He ahí la mayor gloria del “ser vivo”: vivir entre la mierda.
Otro de los efectos de este “don” heredado de nuestros ancestros más execrables, pareciera ser una gran desconfianza entre los miembros de la sociedad, ya que a la vez que todos están dispuestos a sacar beneficio de la más pequeña situación, todos a su vez se niegan a dar la más mínima oportunidad de que les tomen ventaja. Es como si muchos de los colombianos tuviéramos una mentalidad de ladrón que refleja las intenciones de todo aquel que nos rodea. Esto, si tenemos en cuenta que hay culturas que basan sus relaciones en principios como la amistad, la reciprocidad y la hospitalidad, nos afecta de manera crítica ya que en Colombia gracias a la cultura del “vivo” no se pueden ejecutar principios o valores que generen una red social, pues se vive en un estado de paranoia que sepulta todo intento de crear confianza entre unos y otros. ¿Sin confianza, cómo se construye una sociedad? Por otro lado, esta cultura invita a que nuestros gobernantes, que son unos “vivos” llenos de “malicia indígena”, se olviden de sus deberes con la república y a cambio decidan comprar sendas mansiones en Miami. Y que a su vez los electores voten una y otra vez por estos señores, ya que por lo general el corrupto les procura un sancocho (sopa típica colombiana caracterizada por su alto contenido cárnico), mientras que el ciudadano honesto que desea por convicción alcanzar una posición política para dirigir a su país hacia el progreso, naufraga en su intensión al negarse a aplicar, por principio, estas prácticas clientelistas y corruptas.
Colombia, en su exuberancia, es un lugar en crisis, lo cual me lleva a la siguiente analogía: Según Lynn Margulis, hace unos 3.500 millones de años en el Eón Arcaico, las condiciones de la tierra difícilmente hubieran permitido pensar que la vida llegara a la diversidad y riqueza que hoy se observa. Sin embargo, en aquel entonces las formas conocidas como procariotas iniciaron un proceso llamado endosimbiosis, el cual permitió que los organismos originaran comunidades de entidades en interacción; éstas, 3.500 millones de años después, evolucionaron en los organismos de los cuales somos ejemplo: organismos con órganos, tejidos, células, mitocondrias, cloroplastos; pequeños seres que se organizan sin jerarquía alguna para formar estructuras más complejas, y que partiendo de algo tan simple como la simbiosis, llegan a generar fenómenos como la conciencia. Esto es algo que el darwinismo social nunca tuvo en cuenta.
Esta analogía la hago para indicar, primero, cómo la transformación de unos pocos individuos puede llegar a cambiar un escenario entero; y segundo, cómo los momentos de crisis son aquellos que permiten estos cambios o revoluciones. Pero no una revolución tal como la busca la guerrilla comunista colombiana que lleva casi cincuenta años escondida dentro de la manigua luchando por la “libertad” e “igualdad” a través de bicicletas-bomba, burros-bomba, perros-bomba, y en resumen, tratando de plantar cara al totalitarismo y la barbarie a través de totalitarismo y barbarie. No me refiero a eso. Cuando me refiero a revolución lo hago en el sentido dado por Jiddu Krishnamurti en su libro “La Revolución Fundamental”, en el cual se nos recuerda que el mundo es eso que nosotros mismos proyectamos, aquello que creamos, así que si podemos ser codiciosos, violentos y embusteros, convirtiendo al mundo en eso precisamente, también tenemos la posibilidad de transformarlo en base al conocimiento que tengamos de nosotros mismos.
Es necesario que en Colombia cada uno como individuo sea capaz de conocerse y así erradicar ese deseo voraz de ser depredador, de ser un “vivo” frente al otro, logrando, de paso, dejar de ser presa; si somos capaces de producir esta transformación en nuestra relación con los demás, haremos algo importante, como dar fin al dolor que nos agobia desde hace ya varias décadas. La terminación de este dolor es el comienzo de la revolución, una revolución que zanjará todos los problemas y nos llevará a aquel lugar idílico que señalaba en un principio.
Y esto, finalmente, es algo que se puede decir de Colombia, que es un sitio en revolución.
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*Fernando Carreño: Bogotá, 1980. Biólogo de la Universidad Industrial de Santander. Posee un Master en Biotecnología (Aliter, Madrid). Estudiante del Master de Neurociencias de la Universidad de Barcelona. Actualmente colabora con la Federación Europea de Biotecnología.
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