
* Francisca Irarrázabal
La memoria no es el mero recuerdo del pasado o la revisión de un conjunto de hitos y anécdotas históricas. Es una re-significación de ese pasado a partir de un presente específico, es una construcción colectiva donde el diálogo y la experiencia vivida juegan un rol primordial tanto en el traspaso como en su aprehensión por las nuevas generaciones, y es un marco explicativo para comprendernos y entender la sociedad en la que vivimos.
El año 2010 dejó a los chilenos al borde del colapso nervioso. Entre tanto evento calamitoso, la comunidad educativa vivió un terremoto mucho menos ruidoso pero más profundo. Al llegar fin de año, el Ministro de Educación Joaquín Lavín, decidió poner fin al mal gusto de recordar el pasado al anunciar la reducción en un 25% de las horas destinadas a la enseñanza de la Historia y las Ciencias Sociales en las escuelas del país para priorizar las asignaturas de Lenguaje y Matemáticas.
El gobierno argumentó que detrás de este anuncio estaba la preocupación por los bajos puntajes que han obtenido nuestros escolares en los sistemas de medición nacionales e internacionales, y que demuestran la existencia de un sistema educacional deficiente. A partir de estas reformas se busca mejorar sustancialmente la educación de los chilenos y con ello, contribuir al progreso del país.
Cuesta creer que aumentar las horas de Matemáticas y Lenguaje con la consiguiente disminución de las horas de Historia pueda producir una mejoría en la educación de nuestros jóvenes y niños. Aún bajo el supuesto de que la medida consiguiera su objetivo de mejorar los puntajes en las pruebas de medición de la educación como el Simce o la PSU, es evidente que una buena educación va más allá del entrenamiento de tecnicismos, y que por el contrario debe apostar por el pleno desarrollo de la persona, fomentando la creatividad y el pensamiento crítico, traspasando conocimientos pero también habilidades y actitudes, fortaleciendo la identidad y la capacidad de diálogo para actuar frente al mundo.
Como plantea el historiador Fernando Purcell, “el desarrollo de un país no se mide por su éxito en las pruebas internacionales sino que se mide en la calle, por cómo se comporta con el medio ambiente, cómo se comportan los ciudadanos, el respeto por la identidad, por lo que somos […]”.
Pese a que con el tiempo y las críticas generadas la medida del gobierno fue diluyéndose, dejó en el aire la reflexión sobre cuál es el rol de la memoria en la educación de los jóvenes, cómo debe ser abordada en el aula y cuál es el sentido de dedicar tantas horas en educar sobre los hechos pasados que, como dice la palabra, ya están pasados.
La memoria no es el mero recuerdo del pasado o la revisión de un conjunto de hitos y anécdotas históricas. Es una re-significación de ese pasado a partir de un presente específico, es una construcción colectiva donde el diálogo y la experiencia vivida juegan un rol primordial tanto en el traspaso como en su aprehensión por las nuevas generaciones, y es un marco explicativo para comprendernos y entender la sociedad en la que vivimos. De ahí que sea un elemento central de la identidad y la cohesión social, el fortalecimiento de la ciudadanía y la democracia, y el desarrollo de los pueblos.
Si bien no puede existir una memoria única (ni es bueno que exista), las sociedades pueden lograr ciertos acuerdos mínimos o núcleos compartidos[1] que sólo son posibles a partir de un debate permanente. Dichos acuerdos nos permitirán proyectarnos al futuro y contribuirán al fortalecimiento de una ciudadanía activa, dispuesta a trabajar en conjunto y sacrificar sus propios intereses por el bienestar de toda la sociedad.
Sin embargo, la memoria ha sido siempre un campo de disputas. La enseñanza de la historia, especialmente en la instrucción escolar, ha sido utilizada por los grupos dominantes para transmitir una memoria oficial destinada a difundir sentimientos nacionalistas y valores ciudadanos funcionales al modelo de desarrollo. Para esto se han resaltado ciertos acontecimientos y actores, y se han silenciado otros que atentan contra este orden social. El problema de este modelo es que las memorias no oficiales, es decir, las que posee la ciudadanía a partir de la propia experiencia o la transmisión informal, distan, algunas veces de manera parcial y otras radicalmente, de este relato oficial. De ahí que el relato transmitido formalmente se vuelva anacrónico, desconectado de las condiciones reales de la ciudadanía y, en ocasiones, directamente confrontacional.
El quiebre de la memoria se hace aun mayor en países como el nuestro que han vivido dolorosos periodos de violencia política donde se han violado sistemáticamente los derechos humanos de sus ciudadanos y donde se presentan serios problemas de fragmentación social que no pueden ser solucionados con la sola vuelta a la democracia. La fragmentación social se ve reflejada en la memoria de los ciudadanos que en nuestro país se observa también profundamente dividida[2].
El curriculum escolar en torno a la memoria en Chile ha fortalecido esta fragmentación. Gobiernos extremadamente cautelosos con la transición democrática propiciaron que la enseñanza de la historia del pasado reciente se haya enfocado hasta hoy en la transmisión de ciertos contenidos mínimos como la existencia de un caos social, político y económico durante la Unidad Popular, la inevitabilidad del golpe de Estado, las transformaciones económicas del nuevo régimen con su apertura hacia los mercados internacionales y al impulso de la iniciativa privada, las diferencias entre los gobiernos autoritarios y democráticos y los derechos humanos presentados como una cuestión teórica conceptual. Muchos temas problemáticos se dejan fuera del curriculum, incluidos los efectos que el nuevo modelo económico trajo sobre la pobreza, la privatización de la salud, la educación y los sistemas de protección social; y las violaciones a los derechos humanos y los medios de ejercer la tortura, la desaparición de personas y los interrogatorios.
Lo que queda claro es que aún en nuestro país no existe un acuerdo mínimo de condena a los acontecimientos dolorosos vividos con la dictadura. No hemos llegado a sentir vergüenza de las atrocidades que hemos cometido y por lo tanto no estamos dispuestos a revisar nuestro pasado de manera crítica para comprometernos con un “nunca más”, ni menos aún traspasar ese aprendizaje a las nuevas generaciones.
Pese a que en los últimos años se ha dado más flexibilidad al curriculum, la enseñanza del pasado reciente depende inmensamente de la discrecionalidad del docente y de su capacidad de generar espacios para discutir críticamente los contenidos mínimos, y de integrar la memoria de otros sectores de la sociedad.
Además, el modelo de educación es incoherente con las memorias particulares que los jóvenes han adquirido a partir de los relatos en sus familias y comunidades, y a su realidad económica, social y cultural que muchas veces queda excluida de las explicaciones institucionalizadas[3].
Esta formación con una memoria reducida también fomenta las inequidades sociales. Si los jóvenes desconocen el por qué de nuestra realidad nacional tenderán a naturalizar, por ejemplo, el funcionamiento de nuestras instituciones, y el modelo económico y político imperante, limitando la capacidad de criticar esta realidad para introducir una transformación social. Esta es la ciudadanía deficitaria de la que habla Gabriel Salazar.
De ahí que historiadores chilenos hayan desconfiado de las buenas intenciones del gobierno y vean en su reforma educativa un temor al conflicto por abordar experiencias y memorias particulares no oficiales, y una decisión por minar el pensamiento crítico y reflexivo de los jóvenes frente a nuestro pasado reciente.
Entonces ¿Qué hacer frente a esta política de la mala memoria?
Una cosa es clara. El Estado no puede desprenderse de la responsabilidad que tiene de revisar críticamente su pasado, en especial cuando hay errores tan aberrantes como los vividos durante la dictadura, pues no puede permitirse volver a repetirlos. Si el país quiere proyectarse en el futuro debe recuperar las confianzas fragmentadas develando su pasado, reconociendo sus responsabilidades aun cuando ello genere conflictos, para lograr la reconciliación que es un requisito indispensable para el proceso participativo y democrático[4]. Se debe entender que tener vergüenza del pasado reciente no significa ser un perdedor histórico, sino que abre las puertas para ser un ganador del futuro al tener la posibilidad de aprender de los errores para crear nuevas estrategias de vida.
Bajo esta perspectiva la escuela se transforma en el vehículo esencial para lograr la transformación social. El curriculum debe propiciar una enseñanza de la memoria que permita el diálogo entre las memorias particulares, y entre ellas y la memoria oficial, permitiendo la confrontación como medio para poder aprender a respetar la diversidad de miradas y construir una resignificación compartida del pasado.
Sin embargo no podemos esperar que el sistema educacional chileno sea, por sí solo, el espacio para el desarrollo de la memoria. La familia y la comunidad local tiene un importante papel que cumplir al respecto y tiene recursos para ello que no posee la escuela: la experiencia íntima de la memoria, una vivencia del pasado que se encuentra presente en el cómo pensamos, cómo hablamos y cómo actuamos frente al mundo. Esta memoria social no puede ser ajustada por el curriculum, ni ser destruida fácilmente[5].
El problema es que muchas veces los silencios mantenidos por largos tiempos debido a los traumas del pasado dificultan la elaboración narrativa de la memoria[6]. Aun cuando los jóvenes estén abiertos a escuchar y con interés por aprender, las generaciones más antiguas ven limitada su habilidad de traspasar dicho conocimiento. Es en esas circunstancias donde las agrupaciones de la sociedad civil que trabajan en torno a la pedagogía de la memoria, pueden prestar una valiosa ayuda en el rescate del pasado, su resignificación y la construcción de un relato para ser transmitido.
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* Francisca Irarrázabal: Trabajadora Social y Licenciada en Historia, Universidad Católica de Chile.
[1] Garretón, Manuel Antonio. “Memoria y Proyecto de País” en Revista de Ciencia Política. Volumen XXIII Nº 2, 2003.
[2] idem.
[3] Jelin, Elizabeth y Federico Lorenz (comps). Educación y memoria. La escuela elabora el pasado. Siglo XXI de España Editores. 2004, España.
[4] Pacheco, Gilda, Lorena Acevedo, y Guido Galli, (Eds.) Verdad, justicia y reparación. Desafíos para la democracia y la convivencia. Ediciones Sanabria S.A. 2003.
[5] Salazar, Gabriel. Función perversa de la »memoria oficial». Función histórica de la »memoria social». 1998.
[6] Jelin, Elizabeth. “¿De qué hablamos cuando hablamos de memoria?”, en Jelin, Elizabeth. Los trabajos de la memoria. Siglo Veintiuno Editores, España 2001.
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