La balada del Oeste

Por Inés Molina Navea[*]

Las nubes no son las mismas

ni la ciudad con su aureola

azul y misteriosa sobre las calles

colmadas de luz y abejorros.

Creo que el mundo no está aquí.

En un abrir y cerrar de ojos

el caudal de imágenes se inclina

incomprensible en mis oídos[1].

Con el auge de las tarjetas de visita inventadas por Disdéri a mediados del s. XIX arribaron también, a partir de 1860, vistosos escenarios fotográficos. Uno de ellos, realmente notable, recibió un nombre a su altura: Jardín de Invierno. Discretas plantas de interior que no alcanzaban el metro y medio, y medio muertas, fueron colocadas alrededor de pequeños burgueses –niños, en su mayoría– transportándolos a la plasticidad de la selva. Sin embargo, como la «política espectacular» no tenía los privilegios que tiene la imitación hoy en día («lo verdadero es un momento de lo falso»), la virtualidad de los Jardines de Invierno, o «trópicos acolchados» como los llamó Walter Benjamin a propósito de la fotografía infantil de Kafka, en solo un par de años dejaron de disfrutar del refinado gusto de las altas cúpulas parisinas. Un retrato serial, intercambiable e irreversible, portador de una infinita gradiente de patetismo, poco tenía que ver con la unicidad soberana, actualizada, del espíritu burgués del s. XIX. El verdoso escenario, artificioso, se habría paso en la ciudad como una amargura técnica, capital para los sensibles cerberos de «la esfera de lo intangible y lo imaginario», y bastante menos significante –sino inexistente– para quienes sufrían las expropiaciones que las políticas de modernización de la ciudad imponían (Haussmanización). Solo pasado el siglo fue posible observar que la fotografía y esas mismas políticas de urbanización –que siguen siendo las mismas– coincidían como imagen, pero el mundo ya era otro: tenía un rostro. El mundo mismo adquirió, escribió Kracauer, un «rostro fotográfico», y también, más furibundo, escribió: «aparentemente arrancado de las manos de la muerte, en realidad, ha sucumbido a ella». ¿Pero qué había antes de la fotografía? Otra imagen. Una imagen de algo no vivo. La queja de Kracauer reside en la capacidad atribuida a la fotografía de imitar al viviente como viviendo, en su gerundio. Solo así la fotografía podía abogarse el derecho por lo vivido. Doble peligro: de la imitación (que borra los límites) y del gerundio (que controla la duración).

Los Salones de Arte se llenaron de suspiros por la promesa de vida que concedía el daguerrotipo, una imagen que podía rendirles tributo porque guardaba las distancias, más bien las simulaba, pero para revelarse como simulacro se necesitó una segunda nueva cámara. Gracias a esto, la imagen persiste, insiste, porque el daguerrotipo, siendo otra cosa al presente, ha podido establecer para los suspirantes un vínculo con el tiempo, les ha donado distancia (con Disdéri, con Haussmann), y, más importante, les ha donado la única imagen, que siempre es la última imagen, que podía hacerle frente al desarrollo técnico del s. XX: una humanidad en ruinas. Una estrategia estética para una guerra económica. El asunto es que los suspirantes sabían muy bien que no hay circunscripción, ni acuerdos, ni proyección posible, no hay ley de la casa, no hay policía, sin forma. Sabían, antes del nazismo, que la primera imposición es estética y que es ella la que determina las conjugaciones.

Debieron pasar muchos años hasta que Barthes escribiera: veía en aquella fotografía, y solo en aquella fotografía, que era, sin embargo, la fotografía misma, que debía obedecer a la originalidad de mi sufrimiento y escribir sobre ella, su noema, que será: «Esto ha sido», y, también, que «Esto ha sido desaparece». La subyugación de la fotografía siempre es fértil para la narración (¿pero por qué hay que narrar para que exista la fotografía y no simplemente, evidentemente, lo fotográfico?). Una especial fotografía de Henriette Barthes en su niñez le ha propuesto a Roland Barthes su redención, eso lo sabe quien haya leído La cámara lúcida. Lo que menos sabemos las/los de habla hispana es que esa fotografía, singular, narrada e invisible, era también un Jardín de Invierno. Una traducción al español la cambió por «Jardín del Invernadero», mientras las traducción al inglés: «Winter-garden photograph» conservó el original: «Jardin d’hiver». Y es precisamente la pérdida de esa singularidad la que la despoja de la idea de singularidad. Kathrin Yacabone escribió recientemente que en el sentido más profundo del término la singularidad de la fotografía era en realidad la experiencia de la singularidad con una particular fotografía. «Es en relación a los dos retratos infantiles del Jardín de Invierno que, por virtud de una de una coincidencia histórica (o una serie de muchas), son el centro emocional y asociativo de las más personales –y podría decirse las más iluminadoras– concepciones de la fotografía de Benjamin y Barthes, que las múltiples caras y significaciones sobre el tema de la singularidad son principalmente visibles». Pero, en esta mirada circular, en la aparición de la forma y en la posterior concatenación con el ejercicio biográfico que despliega, hay, en ambos casos (y en todos los casos), una mancha oscura, una falta del reconocimiento. La mirada «no reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar». ¿Qué era la fotografía para Barthes? Se asemeja al Haikú: «pues la notación de un haikú es también indesarrollable». También, el azaroso advenimiento que se abre «como un teatro primitivo». Vínculo a la «locura». Y aún, los primitivos no podían, dicen los antropólogos, concebir el teatro, solo pueden producir rituales. El «como», entonces, dobla la imitación, se desliza y sustituye, sin jamás revelarse ni confundirse completamente, simulando en la imitación. Estratifica la imitación introduciendo en ella la realidad. A riesgo, riesgo del «como», de que la imite. «La fotografía del Invernadero [Jardin d’hiver] (…) era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único».

¿Qué es un Jardín de Invierno?

Rodeados de una discreta selva, los infantes burgueses le conferían a las fotografías la autoridad tomada de la «inocencia soberana» del mítico salvaje (que había alimentado desde Quirón hasta el Calibán [y a muchos más, escribe Roger Bartra]). Esta autoridad, que es la que tiene una vida que no se deja abreviar, no travestía, sin embargo, a los infantes en libres interpretaciones del «buen Viernes», sino que –y ahí la ruina del Jardín de Invierno– se habían convertido en la prueba más fehaciente de que el rostro del buen Viernes ya no podría incorporarse en la historia. En realidad, la controlada proximidad entre los niños y la naturaleza reiteraba una antigua pero siempre renovable analogía entre la infancia y el salvaje, lo suficientemente visible para permitir una teoría psicoanalítica y lo suficientemente oscura para no levantar sospechas sobre el objeto de la naciente antropología. Gracias a ello, los Jardines de Invierno remarcaban la condición de existencia de lo exótico: un lugar inhabitable, plagado de fantasmas, desplegado desde el interior de la civilidad. El salvaje, ese lugar siempre exterior, siempre al acecho, y, ante todo, siempre inimitable, en realidad, no existía más que en el aquí. La selva artificial promete la selva natural, original. Pero ese no es el asunto que hoy vale la pena destacar. El asunto es que la selva artificial, que es la única verdadera (aún no siendo propiamente algo), promete con su aparición lo que «no es», lo que no puede llegar a confundirse con ella, lugar que es límite, separación que permite un tipo: el estudio fotográfico, la burguesía, y, más nubosamente, Europa. Así, desde la constitución de un molde, los Jardines de Invierno no son las proyecciones negativas de un eurocentrismo ensoñado consigo mismo, ni las fábulas sobre esos «otros» lejanos, salvajes, originarios, y bestiales, sino un molde, el molde de la humanidad como Europa. Al final estará la copia. Dicho de otro modo: con toda narración retorna un pasado que, en realidad, no ha pertenecido nunca a un presente «(el modo narrativo)».

Porque mientras la burguesía ganaba más proximidad con esos «otros» antropológicos, contemporáneos pero invisibles a esos «otros fabricados» que menciona John Tagg en El peso de la representación, «otros» como alteridades mecánicas que convertían a los ciudadanos en objetos de consumo, mientras la burguesía más desarrollaba sus estrategias sobre aquellos que no eran propiamente ciudadanos, apátridas en el tiempo histórico, colocados en el origen, «sin historia», pero como origen de la Historia Natural del Hombre, mientras los reducían a un «han sido»: primitivos (uno de los más grandes inventos del s. XIX), menos tiempo les tomaba aniquilarles, y esto significaba, como efecto, destruir la exterioridad que habían fabricado: el buen Viernes.

Mientras los Jardines de Invierno eran tomados como las copias malhechas de ese otro mundo, las palmeras pudieron murmurar su falsedad, llevar la promesa del original (como lo hace toda copia), y los Jardines de Invierno podían narrar la vida de esa «otredad» como mito, es decir, como origen y destino de la burguesía.

Mientras la Historia fue la Historia Natural del Hombre, las fotografías de los Jardines de Invierno oficiaron como cronistas de la historia de la salvación. Pero cuando el mundo salvaje terminó por disolverse en el nuevo mundo, ya no hubo otro mundo, y las fotografías adquirieron la profundidad de la última imagen de un pasado infinitamente lejano. Y ese pasado, espantosamente antiguo, se alejaba a una velocidad tal que comenzaron las preguntas acerca de si es que ese pasado había sido alguna vez presente. Si es que la fotografía era la copia de un pasado casi perdido (y de los «casi» dice Barthes que son la decepción del sueño), una imagen «como si» del pasado, o, si por el contrario, ese pasado, indicado por la fotografía, no era más bien un efecto de toda fotografía. Se preguntaban si su seguridad en la realidad pasada de ese pasado no sería un espejismo de la fotografía, y si es que ella, entonces, no estaría revelando así su absoluta originalidad como foto-grafía.

Desde el centro de esta incertidumbre (entre la soledad absoluta o la irreversibilidad del «tren de la Historia»), un escenario verdoso centellaba. Entre la alteridad y la redención como la singularidad de la fotografía, en la biografía como la paradojal «solución de presencia», escribió Alexandre Gefen, se cobija la promesa de una ensoñación perfecta: una manera de asegurar lo que es propiamente nuestro presente y lo que es nuestro pasado. «Reprimir la naturaleza de este modo en un marco de pálidas imágenes es sin duda el deseo del que sueña». Una solución que cobija al buen Viernes a la espera de quien tenga ojos para recordarlo. Y es que, como Benjamin dijo a propósito de la fotografía infantil de Kafka: «el ardiente “deseo de convertirse en indio” tal vez consumiría esta gran tristeza».

Citas

El número de línea indica el final de la cita.

Línea 7: Debord, G., La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia, 1999, p. 40.

Línea 8: Benjamin, W., «Pequeña historia de la fotografía» en Obras II.1, Abada, Madrid, 2007, p. 390.

Línea 13: Baudelaire, Ch., «The Modern Public and Photography» en A. Trachtenberg (ed.), Classic Essays in Photography, Leete’s Island Books, New Haven, 1980, p. 88.

Línea 18: Kracauer, S., «Photography» en Critical Inquiry, vol. XIX.3, The University of Chicago Press, Chicago, 1993, p. 433.

Línea 20: Kracauer, S., ibid., p. 433.

Línea 41: Barthes, R., La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós Ibérica, Barcelona, 1989, p. 121.

Línea 42: Barthes, R., ibid., p. 144.

Línea 48: Barthes, R., ibid.

Línea 49: Barthes, R., Camera Lucida. Reflections on Photography, Hill and Wang, New York, 1981.

Línea 49: Barthes, R., La chambre claire. Note sur la photographie, Cahier du Cinéma, Gallimard, París, 1980.

Línea 57: Yacabone, K., Benjamin, Barthes and the Singularity of Photography, Continuum, New York, 2012, p. 218 [traducción I.M.N.].  

Línea 60: Calasso, R., Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 1994, p. 209.

Línea 62: Barthes, R., La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, cit., p. 87.

Línea 62: Barthes, R., ibid., p. 65.

Línea 63: Barthes, R., ibid., p. 173.

Línea 68: Barthes, R., ibid., p. 113.

Línea 75: Barthes, R., ibid., p. 111.

Línea 78: Es un cruce entre el personaje de la novela Robinson Crusoe (1719) de D. Defoe: Viernes, y la definición del «buen salvaje» de J. J. Rousseau en Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754).

Línea 96:  Blanchot, M., El paso (no) más allá, Ediciones Paidós, Barcelona, 1994, p. 45.

Línea 117: Barthes, R., La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, cit., p. 107.

Línea 124: Gefen, A., «Le Jardin d’Hiver (les “biographèmes” de Roland Barthes)», Fabula, [en línea], Universidad Bordeaux III, [fecha de consulta: 26 de septiembre 2015], disponible en: http://www.fabula.org/forum/barthes/23.php

Línea 128: Benjamin, W., «Sombras breves II», en Imágenes que piensan, en Obras IV.1, Abada, Madrid, 2010, p. 375.

Línea 130: Benjamin, W., «Franz Kafka», en Obras II.2, Abada, Madrid, 2009, p. 17.

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[*] Artista Visual y Doctora© en Filosofía mención en Estética y Teoría del Arte, Universidad de Chile – Doctora© en Filosofía, Paris 8 Vincennes-Saint-Denis.  

[1] Emma Villazón, «Mirar otra vez», Fábulas de una caída, CDL, Santa Cruz, 2007.

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