
Por Aníbal Fuentes Palacios*
Si bien los huertos no son nada nuevo en Santiago, las condiciones que sustentan el movimiento actual parecen propiciar la articulación a pequeña escala de alternativas a un modelo político-económico –y debiéramos decir también de convivencia– en profunda crisis.
Cultivar alimentos en la ciudad no tiene en realidad nada de nuevo. En Santiago, esta práctica ha estado ligada a su mismo proceso de crecimiento y en particular al fenómeno de migración campo-ciudad, lo que ha tenido como consecuencia la conformación regular de huertos en los jardines de las casas de estos nuevos habitantes, quienes, por lo general, se han instalado en la periferia de la ciudad. Un fenómeno, entonces, que en principio se ha desarrollado de manera privada y naturalizada, acaso como una traducción directa de prácticas traídas desde el campo; una práctica mantenida muchas veces de manera ritual y en algunos casos de manera romántica, que se ha extendido al menos durante los dos últimos siglos en nuestra ciudad.
Hoy en día, sin embargo, nos encontramos frente a una Agricultura Urbana y Periurbana diferente, constituida como movimiento y, por lo tanto, autoconsciente, dentro de la cual aparecen los huertos comunitarios –una de sus formas de expresión– como espacios relevantes de revisar bajo la lupa de la articulación de poder popular, debido a las particularidades de las relaciones que estos espacios son capaces de establecer entre las personas que lo habitan, así como entre ellas y su medio. Para ello comenzaremos por hacer una breve revisión de los antecedentes de este movimiento, y así luego podremos centrarnos en lo que ocurre hoy en día.
Período 1941-1973: El modelo cooperativista
Probablemente el primer antecedente en Chile durante el siglo XX de la Agricultura Urbana y Periurbana como hecho político es la conformación de los Huertos Obreros y Familiares de La Pintana. Creados oficialmente a partir de la aprobación de la Ley José Maza el año 1941, fueron originados gracias al trabajo previo de las Cooperativas de Vivienda durante los años 30 (Fernández, Catalán y Olea, 2014). Esta ley permitía la destinación de fondos para la formación de huertos obreros y el fomento a industrias caseras, con el objetivo primario de mejorar la calidad de vida de los trabajadores de Santiago que hasta entonces vivían principalmente en conventillos bajo condiciones de hacinamiento e insalubridad. De esta manera se pretendía lograr que en una superficie de media hectárea se satisficiera no solo la necesidad de vivienda, sino que además se permitiera el autoabastecimiento de alimentos a partir de la agricultura y ganadería, y la generación de ingresos a partir de los excedentes de la producción. Hacia mediados de la década del 50, tres fundos de la actual comuna de La Pintana habían sido loteados con este modelo, participando en ellos siete cooperativas (Catalán y Fernández, 2014).
La organización en cooperativas y este particular modelo de habitación significó en la práctica la conformación de una comunidad y, junto con ello, una serie de organizaciones sociales, creadas por los mismos vecinos, gracias a las que los cooperados pudieron tomar las riendas de su convivencia. Entre ellas, se pueden destacas la creación del diario La Voz, la Comunidad de Aguas, la Escuela Quinta, el Hogar de Niños, el Correo, la Compañía de Bomberos, la Cruz Roja, clubes deportivos, una capilla, centros de madres, juntas de vecinos y sedes sociales con muestras de cine y juegos (Catalán y Fernández, 2014).
Si bien en un comienzo el territorio ocupado era más bien extracitadino, hacia los años 60 comenzaba a integrarse a los procesos de crecimiento urbano, tendencia que se consolida con la Operación Sitio, llevada a cabo durante el gobierno de Frei Montalva, y que loteaba terrenos periurbanos para hacer frente a la demanda por vivienda en Santiago. Este hito marcará probablemente el inicio de grandes cambios en el modelo de convivencia de las cooperativas, el que recibirá un segundo impacto con el golpe militar de 1973.
Período 1973-1990: Desmontaje y supervivencia
Poco se ha escrito sobre los huertos urbanos en este período, y es que aquí el centro de la acción política estará enfocada en la lucha directa contra la dictadura, al punto de hacer aparecer al fenómeno de la Agricultura Urbana como un hecho marginal.
Aun cuando las cooperativas de los Huertos Obreros y Familiares de La Pintana siguieron existiendo, con el golpe militar las políticas asociadas tanto al fomento de la creación de cooperativas y como de huertos obreros son abandonadas en favor del mercado como regulador soberano del uso de suelo y de la asignación de inversiones (Vega, 2014). A esto habrá que sumar la erradicación y posterior reubicación de asentamientos precarios, llevada a cabo durante la primera mitad de la década de los 80, desde las comunas más ricas hacia las más pobres (Tapia, 2011), dando origen a la forma más actual de nuestra segregada ciudad.
A partir de este modelo de ciudad y de la resistencia y lucha vivida en poblaciones, es que nacen formas de organización popular, que con la crisis de 1982 adquieren un profundo carácter de supervivencia. Junto con las ollas comunes, los talleres laborales y las cooperativas de consumo, aparecen los huertos familiares y comunitarios como una fuente de autoabastecimiento, en donde las mujeres adquirieron un rol fundamental como sostenedoras de la supervivencia (Vega, 2014).
Queda pendiente aún la tarea de reconstruir la historia de estos huertos comunitarios en dictadura, así como su real relevancia en relación a la conformación de poder popular. De momento diremos que este período pareciera significar más bien una ruptura tanto con la etapa anterior como con la posterior, un triste paréntesis que aparentemente no alcanza a constituir un fenómeno más articulado capaz de heredar sus características al movimiento actual.
Paréntesis. Una mirada al resto de América
Antes de comentar la situación actual en Santiago quizá sea interesante echar un vistazo rápido a un par de casos fuera de Chile para entender luego lo que ocurre en nuestro contexto, así como entender los elementos de continuidad y ruptura existentes con la Agricultura Urbana hecha antes de 1990.
En América, durante el siglo XX, la Agricultura Urbana tiene dos importantes focos, separados temporal y culturalmente, pero unidos –en alguna medida– en su motivación. El primero de ellos corresponde a Estados Unidos, que hacia el año 1917 comenzaba a desplegar sus recursos en la I Guerra mundial, dejando sin abastecimiento de insumos, energía y mano de obra a la producción de alimentos. En este contexto, el coronel del ejército de los EE. UU., Charles Lathrop, en una búsqueda tanto de eficiencia productiva como de autohipnosis nacionalista, concluye que la mejor manera de producir alimentos era involucrar a las familias estadounidenses en esta tarea, al mismo tiempo que las hacía parte, con esta labor aparentemente sencilla, del triunfo bélico al otro lado del Atlántico: cultivar los propios alimentos era entonces equivalente a estar en el frente de batalla (Lathrop, 1919). Es así como nacen los famosos Victory Gardens (Jardines de la Victoria), que debido a su éxito fueron rápidamente adoptados como política de Estado entre los países aliados tanto para lo que restaba de Primera Guerra Mundial, como para la Segunda.
El segundo caso es la Latinoamérica contemporánea, donde uno de los casos más paradigmáticos es el de La Habana, Cuba, que hacia 1990, con la caída de la Unión Soviética, queda de la noche a la mañana sin abastecimiento de maquinarias, insumos y conocimientos para la agricultura industrializada que llevaba hasta ese momento (Companioni, Ojeda, Páez y Murphy, 2000). Rápidamente la población comenzó a tomarse los terrenos para cultivarlos con sus propias manos, cuestión que lentamente fue tomada por el gobierno cubano (no sin resistirse a ello en primer lugar), convirtiéndola al día de hoy en un programa a nivel nacional que abastece, según las diversas fuentes, entre el 40% y el 60% de la fruta y verdura fresca consumida en La Habana. Casos similares podemos encontrar en Rosario, Argentina, y prácticamente en cualquier gran ciudad de Latinoamérica, en donde –al revés de EE. UU.– los movimientos nacen espontáneamente desde los pobladores, para luego ser institucionalizados por los gobiernos locales y centrales en un sistema de políticas públicas.
De cualquier manera, a pesar de poseer características muy distintas, la motivación inicial del caso norteamericano y del caribeño recaen en la existencia de un contexto crítico-económico: en la urgencia de alimentarse y, puesto de un modo más extremo, en la premura de la subsistencia. En este sentido, lo que ha ocurrido fuera de Chile se ve mucho más conectado con lo ocurrido durante la dictadura y marcará una diferencia con lo que sucederá después.
Movimiento actual
En todos los casos anteriores podemos entender el origen de la Agricultura Urbana como una respuesta a un contexto crítico: en el primero, a la carencia de vivienda y en los siguientes a la carencia directa de alimento. Pero ciertamente estas motivaciones no son las del movimiento actual en Santiago (y probablemente por eso este fenómeno tardó tanto en desarrollarse más ampliamente acá). Sabemos que en Chile, y en particular en la zona centro-sur del país, las frutas y verduras frescas aún son relativamente accesibles. Entonces, ¿cuál es nuestro contexto crítico que permite una nueva aparición de este fenómeno?
Durante los últimos quince años, Santiago ha vivido un crecimiento exponencial en la cantidad de agrupaciones que desarrollan la Agricultura Urbana, y si bien el movimiento es bastante heterogéneo, ninguna de estas agrupaciones declara los aspectos productivos como su eje principal de desarrollo[1]. Distante de ello, dentro de las principales motivaciones se encuentran, por un lado, los aspectos medioambientales, y por otro, la conformación de comunidad y la acción política. En particular, aquellas agrupaciones que nacieron después del año 2011 (marcado por el movimiento estudiantil y ciudadano de lucha por una educación pública, gratuita y de calidad en Chile), tienen incluido en su ADN la superación de un modelo político y económico (y debiéramos decir también un modelo de coexistencia) en estado de crisis.
Y es que pareciera haber ciertas particularidades en el espacio-huerto que posibilitan (aunque no aseguran) la articulación del poder popular: pues si el sistema capitalista contemporáneo puede ser descrito, grosso modo, como la especialización de los roles de los humanos en una maquinaria pretendidamente eficiente de producción, intercambio y consumo global mediados por el mercado, creando entonces una dependencia para con el sistema entero (y, se entiende, para con sus altibajos macroeconómicos), el trabajar un huerto comunitario se trata precisamente de lo contrario. Tal como si se tratase de islas fértiles en medio de una continuidad homogénea de cemento, los huertos comunitarios se han abierto espacio como lugares de experimentación de la autonomía y soberanía, con la promesa de poder materializar de manera inmediata –aunque a pequeña escala– nuevas posibilidades de organización y convivencia.
El ejercicio parte, como es evidente, con la producción de alimento para el autoconsumo. Aunque signifique un porcentaje bajo del total de alimentos consumidos por una comunidad, abre una ventana a la posibilidad de descolgarse del modelo de libre mercado y tomar las riendas sobre las decisiones sobre qué comer y sobre la calidad del alimento consumido; un acceso hacia la Soberanía Alimentaria. De aquí se desprende la estructuración de los huertos comunitarios en sistemas de producción que tienden simultáneamente a la autarquía (por ejemplo a través de ciclos cerrados de nutrición del suelo por medio del compostaje y la lombricultura), y a la cooperación no-monetaria entre huertos (a través de mingas de trabajo e intercambios de semillas y saberes[2]). Como segunda derivada de este principio, aparece la posibilidad de avanzar en la independización del modelo a través de actividades aparentemente tangenciales, pero en realidad profundamente relacionadas: es así como en muchos de los huertos comunitarios también se desarrollan temas como el uso de energías renovables, la bioconstrucción y, sobre todo, el hacerse cargo de la propia salud a través de una alimentación saludable y del uso de hierbas medicinales, en una crítica directa al sistema alimentario actual y a la industria farmacéutica.
Dadas estas posibilidades, lo que sigue es la experimentación en los modos de asociación de una comunidad para gestionar los recursos humanos y materiales; y si bien las formas que han adoptado los diversos huertos son también diversas, en muchos de ellos se puede verificar un intento por diluir la tradicional división público/privada y avanzar a la práctica de una escala intermedia: lo comunitario, lo nuestro. Aquí es interesante detenerse brevemente en la gestión del conocimiento, pues si ‘la sociedad’ se esmera en inculcarnos su modo oficial de coexistencia por medio de escuelas, leyes y medios de comunicación masiva, entonces las comunidades huerteras han debido asumir el rol de ser sus propios editores de contenido, y han creado dinámicas de autoformación, desarrollando ciclos de talleres o bien estando directamente ligadas a escuelas y bibliotecas populares. Tal es el caso del Huerto Comunitario Pu Pichikeche, en Independencia, que funciona a la par de la Biblioteca Popular Marcos Ariel Antonioletti, o de la reciente formación del huerto de la Biblioteca Luis Armando Triviño en Valparaíso.
A lo anterior debemos agregar la preocupación unánime de los huerteros por el medio ambiente y el uso de recursos como el suelo y el agua, lo que ha tenido como consecuencia también una reconstrucción de las relaciones de significado con la naturaleza, y con ello la recuperación de prácticas provenientes de los pueblos originarios y la tradición campesina.
Con todos estos ingredientes, los huertos comunitarios en Santiago se perfilan como espacios en donde se condensan los factores que permitirían reconstruir, en primer lugar, nuestro entorno inmediato, y eventualmente, nuestra cultura; espacios de creatividad donde es posible modificar y experimentar con nuestro contexto, utopías instantáneas que nos permiten problematizar y diseñar soluciones para nuestro presente y futuro. Esta modificación del entorno inmediato la podemos observar en el caso del Huerto Comunitario La Berenjena, en La Florida, que nace como un proyecto político de “creación de comunidad consciente” sobre un terreno que funcionaba previamente como microbasural, o del más reciente Huerto Popular Observatorio al Sur, en La Pintana, que recupera terrenos obsoletos en el límite norte del campus Antumapu de la Universidad de Chile.
Como hemos visto, los huerteros esta vez no tienen la premura de la productividad de alimentos para la subsistencia, a la vez que el origen de su movimiento ha sido casi enteramente por fuera de las instituciones gubernamentales locales o centrales (quienes se han unido solo en el último par de años), ambos elementos clave para propiciar una continuidad en la articulación de un proyecto político más contundente. Y si bien el movimiento es relativamente reciente, ya es lo suficientemente masivo y maduro como para pensarse a sí mismo y generar encuentros y campañas, a la vez que el nacimiento de nuevos huertos comunitarios parece continuar en aumento.
Habrá que poner atención a lo que viene, tomando en cuenta que los gobiernos locales y el gobierno central, entre otras instituciones, comienzan a hacerse parte de este movimiento –con los pros y contras que esto implica–, y que los nuevos huerteros comienzan a interactuar con los antiguos Huertos Obreros y su tradición productiva; y habrá que seguir trabajando entonces para que los huertos comunitarios no pierdan sus cualidades críticas y transformadoras, para que en un futuro dejen de ser solo islas fértiles y constituyan una continuidad fecunda en la ciudad.
Bibliografía
– Calcagni, M., Pessa, N. y Vallespín, R. (2014). «Intercambio de semillas orgánicas: Una economía de la abundancia». En Fuentes Palacios, A. (Ed.), Traduciendo el Zumbido del Enjambre: Hacia una comprensión del estado actual de la Agricultura Urbana en Chile. (pp. 112-127). Santiago, Chile: Editorial CU.
– Catalán, E. y Fernández J. (2014). Las Raíces de una comunidad: Huertos obreros y familiares Las Rosas. Santiago, Chile: [s.n].
– Companioni, N., Ojeda, Y., Páez, E. y Murphy, C. (2000). La Agricultura Urbana en Cuba. La Habana: MINAGRI.
– Fernández, J., Catalán, M. y Olea, J. (2014). «Huertos Obreros y Familiares de La Pintana, ida y venida de una política pública en torno a la Agricultura Urbana». En Fuentes Palacios, A. (Ed.), Traduciendo el Zumbido del Enjambre: Hacia una comprensión del estado actual de la Agricultura Urbana en Chile. (pp. 150-164). Santiago, Chile: Editorial CU.
– Lathrop, C. (1919). The War Garden Victorious: Its war time need and its economic value in peace. Philadelphia: J. B. Lippincott Company.
– Tapia Zarricueta, R. (2011). «Vivienda Social en Santiago de Chile: Análisis de su comportamiento locacional, período 1980-2002». Revista INVI, 26(73), 105-131.
– Vega Carvajal, D. (2014). «Huertos urbanos y acción colectiva: significados históricos en tránsito». En Fuentes Palacios, A. (Ed.), Traduciendo el Zumbido del Enjambre: Hacia una comprensión del estado actual de la Agricultura Urbana en Chile. (pp. 100-111). Santiago, Chile: Editorial CU.
* Co-Fundador y ex Director de la ONG Cultivos Urbanos. Desde 2008 se dedica al estudio y desarrollo de la Agricultura Urbana, dirigiendo el 1er Simposio sobre esta práctica en 2013. Ha presentado sus estudios en Chile y el extranjero, destacando entre ellos la conferencia de la ACGA de 2014 en Chicago, y en la Escuela de Diseño (GSD) de Harvard.
[1] Una excepción, claro, son los Huertos Obreros de La Pintana que aún subsisten, y que poseen un origen anterior al resto de las agrupaciones.
[2] Para un análisis de la economía de los intercambios de semillas véase Calcagni, M., Pessa, N. y Vallespín, R. (2014). Intercambio de semillas orgánicas: Una economía de la abundancia. En Fuentes Palacios, A. (Ed.) Traduciendo el Zumbido del Enjambre. Hacia una comprensión del estado actual de la Agricultura Urbana en Chile. (pp. 112-127). Santiago, Chile: Editorial CU. (Pp. 112-127).
Para citar este artículo:
Fuentes, A. (2015). Islas fértiles. Los Huertos Comunitarios de Santiago como espacios de articulación del poder popular. Rufián Revista, 22 (1). Recuperado desde: www.rufianrevista.org
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