
* Cristian Solar V.
“La calle atronadora aullaba en torno mío”
Charles Baudelaire
Existen espacios de la ciudad donde las personas se divierten, transitan, se confiesan, se abastecen, atienden su salud; donde es común encontrar gente que pide, que mendiga, que delira y que su espacio de ubicación, sin domicilio conocido, es la calle. Por lo general, sus cuerpos están malogrados, sus ropas destituidas de cualquier coherencia con la moda imperante, no hay higiene diaria y tampoco mucha idea de qué podría llevar a alguien a “terminar” así. La calle como un punto de llegada, una imposibilidad, una discapacidad, la displicencia radicalizada, el punto de no retorno, el insumo para el sacrificio religioso y el argumento de campaña.
Como punto de llegada se han construido mitos incalculables y aleccionadores que habitan el imaginario colectivo. “El viejo del saco”, cuento que se les dice a los niños en Chile para moralizar, versa sobre un hombre mayor que lleva a los niños dentro de un saco, errante; que con los niños no sé bien qué hace. Lugar recurrente ante las personas de calle, adjetivados como sin rumbo, impredecibles e imposibles de tratar. Desde ahí se traza una primera aproximación infantil que construye el prejuicio. El significante “calle” además atribuye lujuria y peligro, ya que la calle es para circular, no para quedarse, no para pernoctar, no para que alguien o algunos puedan “adueñarse” de ella. Ser “callejero” es no tener ley, volverse errante, “vagabundo”; es no reconocer arraigo como tampoco destino, ni ciudadanía. Es un imposible porque es vivir demasiado, y a su vez no saber vivir. Porque también “tener calle” es saber cuándo/dónde/con quién estar, es un conocimiento experiencial, corporal, no sistematizable, cercano a lo iniciático y no cuantificable. Por otro lado, es un lugar vulgar, sin antecedente, sin argumento, de dudosa procedencia; “dicen en la calle”, eso “viene de la calle”, o también la pregunta que emerge dentro del espacio de la formación, dentro de la escuela, la familia, ante una autoridad, para invocar el orden: “¿crees que estás en la calle?”. Una pregunta que debe tener como efecto señalar que la conducta no es apropiada; se apela al volumen de voz o al “libertinaje” que se vive en la calle, donde no existe la autoridad que vigila y reprime conductas, porque estar en la calle es algo anónimo. Desde otro lado, la calle como lugar de aglomeración, lugar indiscutible de legitimidad cuando el colectivo ya no es anónimo y “se manifiesta en la calle”. Se le atribuye ante una celebración, sea del contenido que sea, el que la calle esté llena; la cantidad de personas como proporción de lo.
Si una persona vive en calle, también es atribuible una discapacidad. Es el loco, el delirante, el insano, el alienado el que vive en la calle. Porque está enfermo, no puede ni tampoco debe trabajar. Está ontológicamente excluido de la productividad, debe ser socorrido, vuelto a traer al reino de los domiciliados para darle una oportunidad. Enseñarles un oficio, higienizarlos, educarlos estéticamente, proveerles reglas sobre lo que es vivir. Ellos son otros, que no saben vivir con los demás. No pueden con su humanidad, viven sobreviviendo, actúan impulsivamente, no mantienen orden en sus vidas. Hay algo de la moral que no pueden comprender que no pasa por su voluntad, porque está trastocada por alguna historia inimaginable, imposible de escuchar, pero además fortuita dentro del sistema social, una excepción. Por otro lado, existe la versión contraria, la persona “floja”, sin voluntad, sin ganas de hacer, que se “aprovecha”; su condición es el usufructo de la displicencia radical. Parásitos del Estado benefactor, de la ayuda de la que injustamente son usuarios. No están incluidos dentro del capital, están solo haciendo uso de él; no es porque no pueden, es porque no quieren. Voluntariamente viven dentro de su propia ley, se sospecha que además su inmoralidad se completa con la patente delincuencia de la que viven. Del engaño que es ser de la calle, vivir de la limosna, vivir del esfuerzo y empeño de los que sí tienen domicilio y sí son asalariados.
El punto de no retorno, llegar a la calle. Las personas “terminan en la calle”, sirve de amenaza también para moralizar: “vas a terminar en la calle”, este tipo “terminó en la calle”, me “dejaron en la calle”. Es de nuevo un lugar imposible, riesgoso y último paraje deseable solo para un enemigo. Se le atribuye a la gente que vive en calle el consumo de drogas y alcohol, la mala fortuna con la economía familiar o individual. Así también, la situación de calle como circunstancial, producto de un mal manejo de sí o la expulsión de sus personas significativas. Por motivos inciertos, pero de los que al menos se debe desconfiar.
En Chile se ha constituido históricamente como patrimonio de la religión católica (y en la última década la evangélica), el relato sacrificial donde “todos caben en la mesa”. La iglesia, políticamente hablando, ha trazado el camino para el uso del término y la construcción del “sujeto” calle. Poniendo de relieve el santo canonizado, el intocable, trascendente San Alberto Hurtado y su Hogar de Cristo. Identificando a la persona de calle como una figura anémica de sentidos, “cordero descarriado”, posible de enrielar y persona que vive en un extremo también excepcional que debe ser acogido. Se le atribuyen las posibilidades de la redención, de la emancipación y ser perdonado por su condición. Su pecado último y primero, su pobreza, su exclusión, pero individual sin historia, sin relato ni subjetividad posible. Solo pueden ser presentados como cuerpos vaciados, movibles y retratables para generar lástima. Sin lugar propio, el precio que deben pagar para ser tratados es perder subjetividad, a través de la sumisión y la culpa de ser ayudados. La religión muestra lo que hace, la institución se moviliza para generar más adeptos. El cuerpo es usado para generar devoción ante el sacrificio. El precio es no tener historia, porque esta es siempre la misma: “caí y fui rescatado”. Es el señor quien ayuda sin preguntar, porque las personas de calle no pueden hablar, solo deben adorar para ser educadas y bendecidas. El precio de esa comida y ese albergue es convertirse a lo que dicta la biblia. Sendas campañas se generan todos los años, montando un espectáculo gigante para tener el 1% del salario del que no está en esa condición. A la persona de calle se le muestra homogenizada, sobre 50 años, sucio y demacrado. Se le estetiza para que no deje de ser lo que ha sido siempre, para que siga siendo un extraño, un miedo para el que recibe del capital su tajada. La gente de calle debe estar controlada, cercada en centros que acogen, pero que funcionan con las normas de la culpa. Están rodeados, vigilados y deben permanecer incólumes ante la ley de la iglesia.
En Chile, hace menos de una década existe la política pública del otrora Ministerio de Planificación (ahora Ministerio del Desarrollo) “Programa calle”, que se desprende del “Chile Solidario” que agrupa fórmulas de intervención centradas en los quintiles de menores ingresos. Pensar la calle desde el Estado se ha convertido en una madeja de intervenciones, cada vez más tecnificadas y parceladas, que se centran en la “habilitación” de las personas. También desde hace menos de una década se cuentan a las personas que viven en esta situación. El último catastro realizado el 2011[1], arrojó que son 12.000 personas las que viven en calle, una cifra que es escandalosa para un Chile siempre rozando la categoría “país desarrollado”. Además, decir que esta cifra es exacta también sería escandaloso, ya que las personas de calle son nómades, desconfían de las autoridades, del Estado y además como si todo esto se pudiera contar y resolver con encuestas. Pero lo que parece más escandaloso es que algún conocimiento sobre las personas que viven en la calle sea tan reciente y tan nuevo. Desde hace menos de media década se crea la “oficina de calle”, parte del ministerio que recibe mayores recursos. Sería nuevamente escandaloso no recordar que Joaquín Lavín, ministro del inaugurado Ministerio del Desarrollo, fue expulsado por los estudiantes que se manifestaron el 2011 por el lucro de la educación. Se le entrega un ministerio para que genere visibilidad política, suba en las encuestas y “salve” a la gente que vive en la calle de la muerte por el frío. Por otro lado, la gente es intervenida con el fin de generar empleo, porque “el empleo” es la madre de todas las batallas, y así “subir en la escala social”, con trabajos precarizados, homogeneizados en sus contenidos y métodos de enseñanza, convirtiéndolos en el último eslabón de la fauna laboral. Con dispositivos de intervención que deben lograr las metas con programas de corta duración, con máxima premura y baja remuneración a los trabajadores que los ejecutan. Desde el Estado es entonces que se extiende la tradición confesional: individualizar, estetizar y controlar homogeneizando a las personas en calle.
En todas las situaciones, desde lo lingüístico, la representación social, la mitología, la tradición eclesiástica, la academia (actor ausente indiscutiblemente) y el Estado, lo que reina es el silencio. La imposibilidad del relato propio, la dificultad para decir, para pensar el colectivo y sobre todo para pensar la exclusión como lugar colectivo. La desigualdad estructural, heredada, continuada y profundizada que funciona casi como idiosincrasia de un país.
Es así como la pregunta se esconde, se le vela, se disimula. En esta mesa parece que no cabemos todos, porque antes de eso los que se sientan no tienen derecho a una historia que los incluya, a hablar sobre sí mismos y por último a que su palabra y su cuerpo pueda tener un destino propio y reconocible.
* Psicólogo Clínico Mg (c) Psicología mención teoría y clínica psicoanalítica Universidad Diego Portales. Corporación Caleta Sur. Miembro del equipo del tratamiento para personas en situación de calle con consumo problemático de drogas . Experiencia en intervención clínica y comunitaria en diversas situaciones de exclusión social que incluyen Educación popular con mujeres, adultos, niños y personas con disabilidad y habilidades especiales. Ha participado de la construcción planificación y ejecución de proyectos de intervención autónomos del Estado, a través del acto creativo desde distintas manifestaciones artísticas.
[1] (http://www.ministeriodesarrollosocial.gob.cl/plancalle/docs/En_Chile_Todos_Contamos.pdf)
* Psicólogo Clínico Mg (c) Psicología mención teoría y clínica psicoanalítica Universidad Diego Portales. Corporación CaletaSur. Miembro del equipo del tratamiento para personas en situación de calle con consumo problemático de drogas . Experiencia en intervención clínica y comunitaria en diversas situaciones de exclusión social que incluyen Educación popular con mujeres, adultos, niños y personas con disabilidad y habilidades especiales. Ha participado de la construcción planificación y ejecución de proyectos de intervención autónomos del Estado, a través del acto creativo desde distintasmanfiestaciones artísticas.
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