
* Esteban Dipaola
INTRODUCCIÓN
La propuesta es exponer en aspectos exclusivamente teóricos una perspectiva para pensar las prácticas de consumo y estetización social en la singularidad de América Latina, pero sin desatender su vinculación con los procesos globales en el contexto de las sociedades postmodernas.
A partir de las transformaciones políticas, económicas, culturales y sociales en las sociedades capitalistas desde los años sesenta del siglo XX, es posible apreciar novedosas maneras de expresión de los vínculos y las prácticas sociales, compuestas, desde el momento, por efectos estéticos, que indican una mutación de la experiencia social que los individuos viven.
Si durante la etapa denominada “fordista” el modo de producción capitalista se centraba primordialmente en la producción con una notoria influencia del Estado en el sostenimiento creciente de la economía, a partir de las crisis que enfrenta el capital en los años sesenta y cuyo punto culmine es la crisis del petróleo desatada en el año 1973, las sociedades capitalistas ingresan en una profunda modificación de su experiencia. Por un lado, la producción dejará de ser el centro dinamizador del capital y el modelo de acumulación se modificará hacia lo que se ha llamado su etapa “flexible”, sostenido en una economía mayormente terciaria, con predominio de los servicios (turismo, bancos, seguros, etc.) y con una incidencia fundamental del consumo. Es decir, en su etapa flexible, el capitalismo centra su crecimiento y desarrollo principalmente en el consumo y no ya en la producción. [1]
CONSUMOS Y NUEVAS EXPERIENCIAS
Esa evidencia acerca de las formas de consumo como determinantes de la experiencia social, era algo ya comprendido por Karl Marx cuando en su “Prefacio a la crítica de la economía política” sostenía que el consumo era el modo primordial en el ascenso del capital [2]. Tesis esbozada a su vez en “El carácter fetichista de la mercancía”, donde la lógica del consumo es pensada ya como preeminente en la producción del lazo social [3]. Las relaciones entre hombres son vistas como relación entre objetos, es decir, entre mercancías. Así, ese objeto en apariencia trivial que es la mercancía, en verdad, es una fuerza reguladora de la normatividad social; con precisión: de la práctica. El individuo vive su experiencia con los otros, como una experiencia mediada por los objetos que consume.
Si Karl Marx ya exponía en evidencia esta significatividad del consumo y de la circulación de mercancías como producción de lo cotidiano, en el siglo XX y, precisamente, desde los años sesenta a esta parte, la caracterización marxiana ha comprendido una cierta radicalización debido a que eso mismo ha tenido una proyección en ámbitos inexistentes en la época en que Marx escribía. Un desarrollo importante y fundamental de la técnica y las tecnologías, accesos a la información no previstos antes, una circulación de mercancías como nunca antes había ocurrido. En particular, una composición de los vínculos sociales articulados en el consumo bajo la forma de signos y de imágenes. Guy Debord, en aquellos años sesenta y setenta del siglo pasado, ya denominaba todo ello “sociedad del espectáculo” entendiendo por esto no una sociedad de imágenes sino una “relación social mediada por imágenes” [4]. En esa propuesta se abría especialmente una crítica a una contemporaneidad que se inscribía en nuevas formas de alienación y, a la vista de Debord, más perniciosas. El mundo capitalista se insertaba en un predominio voraz de las imágenes y el espectáculo se encargaba de fagocitar toda vida social.
Si se tratara de buscar inconvenientes a la lógica de pensamiento de Debord, parece necesario argumentar que su problema es confiar demasiado en la existencia posible de una realidad, de una verdad, más allá de la visión espectacular de la sociedad. La sociedad del espectáculo no es algo que excede al mecanismo de fetichización mercantil propio del capitalismo, por lo cual el espectáculo es parte de toda una experiencia social que se vive mediante formas de consumo y, por ende, bajo dimensiones estéticas.
Lo que se hace presente con mayor énfasis, desde la época en la que escribe Debord, es un mayor desarrollo de los procedimientos “imaginales” [5] del modo de producción-consumo capitalista: las publicidades, las modas, la televisión, la fotografía, la cinematografía (ahora también internet) y la circulación cada vez más acentuada y rápida de las mercancías, produce la emergencia de un nuevo estatuto para las imágenes donde éstas comienzan a formar parte de la vida cotidiana de las personas. En ese sentido, los individuos establecen prácticas que ya no son simplemente mediadas por imágenes, sino que en ese mismo proceso se expresan ellas mismas como imágenes. Los vínculos sociales son saturación de imágenes y eso se torna una característica de la “postmodernidad”. Toda una transformación cultural se extiende con ello: la normatividad social ya no puede regirse por formas trascendentes sino que son las propias prácticas entre individuos las que normativizan de manera flexible las relaciones. Las instancias de reconocimiento social, anteriormente ligadas a lo institucional son ahora propias de experiencias compartidas de “confianza”. Esto es, en el contexto de vínculos flexibles y dinámicos, sin arraigo estructural duradero y fuerte, el lazo social ya no se sostiene como una representación de la relación, sino que es el “instante” compartido el que produce la experiencia social de cada situación.
EL MALESTAR EN EL CONSUMO
La estetización de lo social se inscribe de este modo en una profunda mutación de las formas de consumo. No se consume la mercancía, el objeto, el producto, ni siquiera ya –como sostuvo en su momento Jean Baudrillard– el signo [6]; más claramente lo que se consume es la posibilidad de hacer fluir la relación, de modificar la experiencia, de hacer retornar el consumo potencial. No se consume lo que se necesita de acuerdo a un objetivo específico, lo que se consume es la estética posible del individuo. Las personas se definen por la ropa que visten, los lugares que frecuentan, los ornamentos que portan en su cuerpo y en sus hogares, las comidas que eligen, las formas seleccionadas de ocio, etc.; eso configura formas relacionales-estéticas que atraviesan y organizan el fluir de los vínculos sociales. Lo que realmente importa es la producción estética del vínculo, y la forma afectiva de la relación, incluso, está sostenida en esa potencialidad estética. Aquello que anteriormente denominamos la “confianza” se sujeta en esta dimensión en que los individuos producen las estéticas de sus interacciones sociales. Lo que se consume y se porta son las estéticas que adoptamos como forma de nuestra cotidianeidad y que, en definitiva, regulan los flujos normativos de nuestra experiencia social.
Se vislumbra en esa estetización de lo social, aquello que sostenemos acerca de que ya no se trata de analizar la realidad y sus relaciones sociales como mediadas por imágenes, sino de comprender que la propia realidad –y conjuntamente los lazos que la conforman– son imágenes. Jean-Louis Comolli definía al cine contemporáneo como aquello que debe poner siempre lo real en riesgo, es decir, que no puede dejar de producir a lo real como efecto visual [7]. Pues en las sociedades posmodernas, articuladas en las estéticas del consumo, todo se vuelve expresión y experiencia visual. Las reglas de amistad y del amor, los afectos, los vínculos laborales, las pasiones, etc., quedan siempre superpuestos en una confluencia de imágenes dadas por la permanente circulación de toda esa variedad de imágenes en las sociedades. Eso es lo que puede llamarse “sociedades imaginales”: prácticas y experiencias de vida cotidiana y afectiva que se inscriben en su propio juego como imágenes, es decir, entre las cuales lo social es ya-siempre-imagen y, con precisión, se muestra una profunda indiscernibilidad entre lo social y las imágenes. Lo cotidiano, particularmente la práctica efectiva del quehacer cotidiano queda, entonces, circunscripto a esta experiencia devenida entre imágenes.
Las formas de consumo carecen, de este modo, de posibilidad de representación y ese es su malestar. No hay forma de consumo que posibilite o indique su inscripción social como algo dado, pues toda forma o relación de consumo es ya-siempre programada en un circuito indefinido y material de imágenes. Estas imágenes no trascienden como determinantes a la relación, pero tampoco son simplemente mediatizaciones, sino que en su indiscernibilidad son parte misma del fluir del vínculo social. En concretas palabras, las formas de consumo no producen una subjetividad determinada, sino que todas esas formas de consumo organizan normativamente una experiencia que deviene estética de lo social y lo que se produce es esa relación plenamente imaginal entre individuos, entre individuos y cosas, entre individuos y redes o medios, entre objetos y redes; en fin, entre una circulación permanente y fluida de imágenes.
RASTROS DE HIBRIDEZ: LATINOAMÉRICA
La imagen de la globalización suele transmitir la idea de una homogeneidad mundial respecto a las formas de experiencia social y cultural en el capitalismo, sin embargo, es evidente que ello no es así y que algunos centros políticos de poder influyen en sus decisiones con mayor predominancia que lo que ocurre en países llamados emergentes o en países periféricos. Más allá de esta consideración adecuada es necesario comenzar a admitir que el circuito de redes y medios que atraviesan imaginalmente las sociedades tiende a influir en la penetración de prácticas y formas de consumo, así como en la penetración de mercancías variadas. Un gran mercado de la inutilidad trasciende a todo el mundo, pero en una Latinoamérica en crecimiento ese mercado se diversifica. Así, desde grandes potencias industriales asiáticas se imponen en los países latinoamericanas un conjunto variado de objetos que nunca se sabe del todo su verdadera utilidad. Si bien es notorio que no se consume una mercancía por su valor efectivo de uso, sin embargo, la aparición de objetos totalmente inútiles marca un exceso importante en esta cuestión.
Aunque es claro que el relato de la aparente homogeneidad mundial producto de la globalización no tiene asidero ni justificación, igualmente las sociedades han mostrado formas híbridas de experiencia cultural. En muchos casos esto suele denunciarse apresuradamente como pérdida de la identidad latinoamericana, recayendo nuevamente en motivos sustancialistas de definición identitaria. Si, más adecuadamente, concebimos toda producción identitaria como un proceso relacional, y pensamos a este capitalismo flexible como una manera también de expresar las flexibilidades identitarias, es decir, ya no definidas en los valores de las instituciones de socialización tradicionales, es posible comprender que las modalidades de consumo en América Latina se inscriben en el contexto de estas formas imaginales que describimos.
Dentro de las clases medias urbanas de la mayoría de los países latinoamericanos se establecen códigos que se articulan flexiblemente según las formas de consumo que van diseminando, a su vez, distintas formas de relaciones. La asistencia a determinados festivales culturales, las salidas centralizadas en un barrio u otro de la ciudad, los tipos de lugares de encuentro, se vinculan con una determinada forma de vestir y unos determinados códigos de presentación en el espacio.
De la misma manera que sucede ello, los circuitos mediáticos e imaginales de las modas y el ocio atraviesan a todos los países más allá de que en cada ámbito ello sea resignificado de acuerdo a las particularidades de asociación de la propia cultural local. Pero aún teniendo en cuenta esa reapropiación, en el contexto de formas y experiencias culturales en permanente transformación, en una flexibilidad corriente de las relaciones y en un mundo experimentado estéticamente, las formas de consumo, si bien no deben ser vistas como homogéneas, no pueden interpretarse escindidas de lo que acontece en distintos lugares.
En estos aspectos, la tendencia a pensar una singularidad de las estéticas del consumo en latinoamérica no puede obligarnos a la ceguera respecto al conjunto de relaciones y flujos en que las sociedades de esta parte del planeta se inscriben.
Las transformaciones culturales y económicas en América Latina desde los años sesenta a esta parte también han sido significativas y, por sobre todo, en su mayoría se han vistos referidas por procesos políticos y sociales especialmente duros y significativos: dictaduras, guerras civiles, neoliberalismo devastador, desindustrialización, profunda desigualdad y pobreza, etc. Toda esa experiencia histórica singular de los procesos latinoamericanos no puede precisarse sin la comprensión de su inscripción en los procesos políticos globales. De hecho, la mayor incidencia actual de América Latina en el mundo no puede explicarse sin el análisis de este tipo de relaciones y sin la comprensión de las formas de consumo que a nivel global producen “imágenes de mundo” que son siempre, y en cada caso, imágenes sociales.
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* Esteban Dipaola: Doctor en Ciencias Sociales y Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Docente en grado y posgrado en la misma Universidad. Investigador del CONICET. Ha publicado tres libros y varios artículos en revistas académicas.
[1] Véase, Harvey, D. La condición de la posmodernidad. Buenos Aires, Amorrortu, 2008.
[2] Marx, K. Contribución a la crítica de la economía política. Buenos Aires, ediciones Estudio, 1975.
[3] Marx, K. El Capital. Tomo I. Madrid, Akal, 1976.
[4] Debord, G. La sociedad del espectáculo. Valencia, Pre-textos, 2000.
[5] Véase, Dipaola, E. “La producción imaginal de lo social: imágenes y estetización en las sociedades contemporáneas”. En: Cadernos Zygmunt Bauman Nº 1, pág. 68-84, Río de Janeiro.
http://www.filosofiacapital.org/ojs-2.1.1/index.php/cadernoszygmuntbauman/article/view/230
[6] Véase, Baudrillard, J. El sistema de los objetos. México, Siglo XXI, 2007.
[7] Comolli, J-L. Ver y poder. Buenos Aires, Aurelia Rivera, 2007.
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