Espacio laboral, desigualdades y cotidianeidad

Mayarí Castillo *

Las desigualdades del caso chileno no se remiten únicamente al ingreso, como ya se ha declarado a fuertes voces desde hace unos cuantos años. En Chile hay desigualdades que están ancladas en las trayectorias de largo plazo de los individuos, delimitan su horizonte de lo posible y establecen marcos a su acción. Estas no solo se reproducen a través de una distribución desigual del patrimonio y el ingreso, sino a través de poderosas formas culturales que por un lado establecen aquello que parece justo, injusto, tolerable o indignante, pero que por otro también marcan pautas relativas a la forma como «siempre se hacen las cosas», establecen el «lugar que le corresponde» a cada quien y le enseñan cómo «ubicarse» en este. Día tras día, estas pautas ponen sobre la mesa las diferencias y desigualdades de los sujetos en cada interacción: a través de gestos, miradas, entonaciones, formas de vestir y responder, los chilenos sabemos «con quién nos estamos metiendo». Cada día, cada hora.

Esto resulta particularmente visible en el mundo del trabajo. Es en este espacio donde los chilenos pasan la mayor parte de su tiempo y donde transcurre gran parte de su cotidianeidad: con una jornada diaria de casi nueve horas, los chilenos son de los trabajadores de la OCDE que más tiempo pasan en su espacio laboral. Si a eso sumamos las dos horas de tiempo promedio de viaje desde sus hogares al lugar de trabajo, los chilenos actúan casi todo el tiempo que no pasan durmiendo en relación al mundo del trabajo. Así, su cotidianeidad transcurre en función de un espacio que está particularmente marcado por posiciones desiguales, tanto en los niveles de inserción que tienen los diferentes sujetos en este, como en las condiciones de esta inserción y en la forma como transcurre su día a día en este espacio. Así, los sujetos se enfrentan e interactúan en un espacio laboral común con trayectorias y herramientas diferenciadas, y estas diferencias les ponen en condiciones desiguales de ingreso, vulnerabilidad y precariedad que van a ir marcando sus interacciones, su «habitar» en el espacio laboral.

En este marco, este artículo no se orienta entonces al análisis de las grandes cifras, ya conocidas y analizadas. Estas nos muestran claramente que el mundo del trabajo produce y reproduce diferencias en Chile por las variables clásicas de estratificación propias de las sociedades latinoamericanas: clase, etnicidad y género. Esos datos ya los sabemos. Sabemos que a medida que suben los niveles de ingreso y responsabilidad en el mundo laboral encontramos menor porcentaje de mujeres en casi todos los sectores económicos. También sabemos que, pese al discurso de la meritocracia y el esfuerzo, los datos sobre movilidad nos indican la bajísima probabilidad de que un sujeto proveniente de un hogar de clase trabajadora pueda convertirse en «nueva clase media». De hecho, los datos indican que aun cuando lo logran, la hoy llamada «nueva» clase media accede a trabajos con condiciones peores que los de sus padres obreros y con sueldos peor pagados que estos, aunque la «nueva» clase media tenga trabajos «de cuello y corbata». De manera adicional, sabemos desde hace bastante tiempo que las comunas con mayor porcentaje de población indígena en nuestro país son las que muestran mayores niveles de pobreza y desempleo. Todo esto sabemos en relación a los datos duros. Y no solo duros porque están construidos con todos los requerimientos que un dato confiable necesita, sino porque tras esos números hay una violencia invisible que se impone sobre las biografías personales de los sujetos en el Chile contemporáneo. Porque detrás de esas cifras hay historias, personas, cicatrices.

Lo que no conocemos es la experiencia que está en movimiento tras las cifras. La que establece fronteras invisibles, miradas castigadoras, esas que impone límites con silencios y con verdades a medias. Al pensar en esto, recuerdo que cuando investigaba casos de movilidad social –gente que venía de hogares muy pobres, pero que hoy se encontraba en posiciones de clase media y clase media alta– me encontraba constantemente con relatos que, en vez de poner el acento en las grandes diferencias observables de ingreso y patrimonio en el espacio laboral, se centraban en escenas microscópicas en las que se enunciaba las desiguales posiciones de sus participantes en sus interacciones cotidianas. Uno de ellos, narrado por una profesional connotada en el área de las consultorías ambientales, me contaba con tristeza y con algo de culpa, cómo iba al baño cuando sus compañeros de trabajo hablaban de viajes. Ella, cuyo único viaje había sido de Antofagasta a trabajar a Santiago, se sentía intimidada con el «mundo» y «cultura» de los otros, esa forma sutil que tienen los privilegiados para marcar aquellos límites de los lugares de cada quien. En otro relato microscópico, un ejecutivo me decía que «no se puede competir con ellos», porque «desde pequeños acceden a otras cosas y tienen otra mente», aludiendo a que las posiciones más altas de la empresa siempre estarían en manos de algunos, no solo porque tenían contactos, sino porque tenían una educación que «desde la cuna los preparaba para eso». En todos estos relatos, los sujetos no parecían tan perplejos por la diferencia abismal de salarios o de condiciones laborales, sino que parecían más enfocados en transmitir la experiencia de esas barreras invisibles y violentas, que establecían las diferencias entre «ellos», los que estudiaron en colegios privados, los que han viajado, los que hablan dos idiomas, y «nosotros», los hijos del rigor y la meritocracia, los que llegaron ahí porque estudiaron, los hijos de la educación pública.

De manera paradójica, si bien todos estos relatos microscópicos daban cuenta con una cierta amargura del «lugar» desigual en el que se encontraban ubicados, en todos ellos aparecía la imagen de otro aún más golpeado, el otro «pobre», el «más vulnerable». Frente a ellos, los relatos se tornaban ambiguos, porque si bien se hablaba de ellos con conmiseración, todos compartían las imágenes de la pobreza marcadas por las ideas de apatía, la actitud de servicio, la falta de motivación. La mirada castigadora superaba ampliamente la mirada de la compasión o de la empatía. Y lo que resulta más violento: en todos estos microrrelatos, los sujetos se sentían amenazados, porque su aspecto físico muchas veces remitía al imaginario de la pobreza en espacios de riqueza. Era necesario cambiarlo, modificarlo, cambiar la ropa, el color de pelo. Estar en ese espacio laboral requería de la renuncia violenta al origen, al espacio referencial original, establecer una barrera nueva, la que diferencia a «los pobres», los hijos de la miseria, los de los trabajos no calificados, los que no tienen motivaciones en la empresa, de la «clase media» educada, ilustrada, sobria. Así, en una de estas escenas cotidianas, una de las entrevistadas me contaba cómo le provocaba tanto pudor la forma de vestir de una de sus empleadas con la cual compartía el mismo origen de clase trabajadora, que había tenido que ir a decirle que algunas de las cosas que utilizaba eran muy «flaites» y que tenía «que aprender a vestirse». Contándolo desde el lado de quien hace un ejercicio cómplice con quien comparte su espacio laboral, no parecía estar al tanto de qué tan violento puede resultar ese juicio para quien lo recibe. De la misma forma, un entrevistado perteneciente a un estudio de abogados contaba cómo nunca lo mandaban a atender clientes, porque su «aspecto indígena» no les gustaba a quiénes contrataban los servicios de la empresa. Y así, suma y sigue.

Tras estos relatos veo desigualdades persistentes, veo patrones de relaciones y artefactos culturales, que difícilmente pueden ser modificados desde las grandes transformaciones del mundo laboral y las políticas redistributivas. Veo reproducción de las desigualdades en el chiste de la jefa «que anda en esos días», del nuevo «compañero fleto», en el reiterado uso del término «flaite» y en la mirada castigadora sobre quien no «sabe ubicarse». Veo el efecto que eso tiene sobre las biografías. Y veo la necesidad de que las grandes demandas del mundo del trabajo y de redistribución, se encuentren con transformaciones en estas interacciones cotidianas y este mundo cultural, el nuestro.

 


* Mayarí Castillo es Antropóloga Social de la Universidad de Chile, Maestra en Ciencias Sociales por la FLACSO México y Doctora en Sociología de la Freie Universität Berlin. Actualmente se desempeña como Académica en la Escuela de Antropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

 

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