
* Oscar Estévez
En el “régimen de la verdad” del Estado colombiano, la realidad oficial se esfuerza por centrar el debate en el nombre de las cosas y no en las cosas, negando obstinadamente su responsabilidad en el origen social del conflicto.
“-Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.”[1]
Yoshiko Nozaki en “War Memory, Nationalism and Education in Postwar Japan, 1945-2007”[2], recuerda cómo, durante las primeras dos décadas de la postguerra, el Estado Nipón ocultó de manera deliberada a las nuevas generaciones la realidad sobre algunos hechos vergonzosos de la guerra. Especialmente los relacionados con las atrocidades cometidas por el Ejército Imperial, como la masacre de Nanjing. Así, los textos escolares de Historia fueron manipulados, ya fuera suprimiendo los hechos expresamente o, en el caso en que se hiciera alguna mención a ellos, minimizando su verdadera dimensión. Tomando de nuevo el ejemplo citado, “la masacre de Nanjing” fue referida en los textos como “el incidente de Nanjing”. Más allá del simple cambio de nombre, toda manipulación conceptual por parte de los Estados indica siempre un interés por edulcorar la realidad.
Este caso es sólo un ejemplo del postulado según el cual la información, y finalmente la educación, es poder. La relación entre el ciudadano y el Estado es central en la lucha por la construcción de la naturaleza de cualquier nación. Esto es cierto en todas partes y, efectivamente, el Estado japonés no ha sido el único ni el primero en recurrir a la manipulación de la realidad.
La guerra es en muchos casos un tópico esencial en la construcción de la naturaleza de las naciones. Construcción que se da a partir de los diferentes discursos que componen las sociedades y cuya forma textual podría referirse como la “escritura de la nación”.
Los Estados son particularmente cuidadosos en seguir de cerca e influenciar, tanto como les sea posible, las representaciones de la guerra. En el continuo y múltiple ejercicio de escribir la nación, el grueso de páginas cuya autoría proviene del Estado es lo que se conoce como “la realidad o verdad oficial”.
En la verdad oficial la representación del enemigo, las responsabilidades y orígenes de los hechos ligados al conflicto se narran con la intención de que la reacción de la ciudadanía no escape del control del Estado y le permita a éste seguir siendo políticamente funcional.
Lo importante para un Estado en su discurso no es que éste se adhiera a la realidad, sino que tenga el efecto de minimizar el debate y la confrontación social, a la vez que maximice su propio poder y capacidad de acción.
Según el concepto de “juegos de la verdad” de Michel Foucault, cada sociedad crea su “régimen de la verdad” de acuerdo a sus creencias, valores y costumbres. En los Estados con conflicto internos, el “régimen de la verdad” busca preservar los intereses de las clases económicas y políticas dominantes, negando o desdibujando los orígenes sociales del conflicto.
Éste ha sido también el caso del Estado colombiano. En efecto, Luis Fernando Trejos afirma que: “la lógica del Estado colombiano en la construcción de la identidad nacional ha sido desde una perspectiva constructivista, es decir, ha dado mayor importancia a su discurso que a la realidad”.[3]
Pocos gobiernos fueron tan exitosos en la imposición de su discurso sobre la realidad, como el de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), el cual hizo de la negación del conflicto armado una de sus premisas centrales.
Así, en palabras del ex-Alto Comisionado para la Paz de la administración Uribe, Luis Carlos Restrepo, “en Colombia no existe un conflicto armado interno sino una amenaza terrorista. No se trata de un cambio caprichoso de los términos. Es un asunto conceptual de vital importancia para el destino de la nación”. Más adelante el ex-Comisionado explica: “Colombia gana en claridad llamando las cosas por su nombre” [4].
Y pocos gobiernos hicieron tanto por enriquecer la semántica de nuestra realidad como el de Uribe Vélez. Así, en aras de “la claridad”, los colombianos aprendimos que en el país no había un conflicto social armado sino una amenaza terrorista, que no teníamos defensores de los derechos humanos sino “farsantes de los derechos humanos”[5], que no había oposición y contradictores políticos sino guerrilleros vestidos de civil, que no existía el desplazamiento forzado sino las migraciones internas, que en lugar de ejecuciones extrajudiciales y homicidio de civiles por parte de miembros de las Fuerzas Armadas debía hablarse de falsos positivos y que ya no había paramilitares sino bandas criminales emergentes (BACRIM). Sólo por mencionar algunos casos de los decididos esfuerzos gubernamentales por erradicar nuestra arraigada costumbre de no llamar a “las cosas por su nombre”.
Hay que reconocer que la inteligencia del “régimen de la verdad” del gobierno de Uribe Vélez fue especialmente eficaz en centrar el debate en el nombre de las cosas y no en las cosas; en situar la discusión en la superficie y no en los orígenes del problema, en mutar a su conveniencia los conceptos que describen el conflicto, afín de forzar lecturas de la realidad que favorecieran su tesis de una solución militar a los problemas del país.
A partir de la negación del conflicto, cualquier negociación se revelaba innecesaria y las consecuencias del conflicto, la profunda crisis humanitaria que aqueja a cientos de miles de víctimas, se tornaron invisibles.
Ese no querer ver e impedir que los ciudadanos vean, esa ceguera que el Estado colombiano ha pretendido propagar en nuestra percepción de la realidad, se sustenta en el hipócrita pudor de una clase dirigente obstinada en no reconocer las vergüenzas de su egoísmo, la profunda desigualdad que signa la paradoja de nuestra riqueza y de nuestra miseria.
Como los médicos invisibles de Cien años de soledad, que nunca pudieron dictaminar y tratar la enfermedad de Fernanda del Carpio -pues su vergüenza la llevaba a hacer descripciones difusas de sus síntomas- nuestra sociedad nunca podrá delimitar y hallar una solución al problema del conflicto, mientras el Estado insista en no reconocerse incapaz e inoperante, mientras aún insistamos en el “hábito pernicioso de no llamar las cosas por su nombre”[6].
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* Óscar Estévez Lizarazo: Bucaramanga, 1978. Autor de los libros de poesía El sopor de las hojas que tiemblan, Sic Editorial, 2002 y Ojo vacío, Ediciones Universidad Industrial de Santander, 2010. Miembro del Taller de Literatura Umpalá. Ganador del Concurso Nacional de Poesía Si los leones pudieran hablar, Casa de Poesía Silva, 2008. Concluyó estudios de Ingeniería Electrónica en la Universidad Industrial de Santander. Actualmente estudia Licenciatura en Estudios del Asia del Este e Historia en la Universidad de Montreal, Canadá.
[1] García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Edición Comemorativa Real Academia Española (Santa Fe de Bogotá D.C.: Alfaguara, 2007).
[2] Nozaki, Yoshiko. War Memory, Nationalism and Education in Postwar Japan, 1945–2007, Routledge Contemporary Japan Series (London, 2008).
[3]Trejos Rosero, Luis Fernando. «Negación del conflicto armado interno, como eje del discurso constructivista del Estado colombiano en la construcción de la identidad nacional contemporánea (1964-2004)”, Revista Encrucijada Americana 1, no. 2 (2008).
[4] Restrepo, Luis Carlos. «¿Conflicto armado o amenaza terrorista?», Revista Semana 1179 (2005).
[5] «Colombia. ¡Déjennos en paz! La población civil, víctima del conflicto armado interno de Colombia,» (Amnistia Internacional, 2008).
[6] Márquez, Gabriel García. Cien años de soledad, Edición Comemorativa Real Academia Española. Santa Fe de Bogotá D.C.: Alfaguara, 2007.
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