
Francisco Aliste*
En la época actual, las formas de lazo al Otro se encuentran cada vez menos fundadas en la relación al ideal unificante, y se da paso a la pluralización de las formas de vida; las formas de la familia muestran cada vez más radicalmente cuán poco tiene que ver «la naturaleza» con aquello que une a lus sujetos. En este contexto, resulta interesante detenerse en un aspecto que toca a la familia en su relación al Otro: cierto modo que ha ido cobrando relieve en la resolución de las dificultades inherentes a la crianza.
Es indudable que estamos en una época que conlleva numerosos cambios, a veces tan vertiginosos que parecen imperceptibles. Las formas de lazo al Otro se encuentran cada vez menos fundadas en la relación al ideal unificante y se da paso a la pluralización de las formas de vida.
La familia, en su carácter irreductible como lugar de constitución del sujeto, evidentemente también es sensible a estos movimientos. Las versiones epocales de la familia conyugal enlazadas a la tríada madre, padre e hijos van dando paso a formas menos inscritas en una tradición que promueve, como eje, la fundación de esta por medio del encuentro entre un hombre y una mujer. Uniones del mismo sexo, familias monoparentales, ensambladas, entre otras, son nominaciones que la actualidad ofrece a esta proliferación de las formas de hacer lazo. Las formas de la familia muestran cada vez más radicalmente cuán poco tiene que ver «la naturaleza» con aquello que une a los sujetos.
Quisiera detenerme en este trabajo, en un aspecto que toca a la familia en su relación al Otro. Particularmente, cierto modo que ha ido cobrando relieve en cómo se resuelven las dificultades inherentes a la crianza y acompañamiento del crecimiento de un hijo/a. Me sitúo, entonces, en el campo más restringido de lo que se ha denominado como parentalidad.
Aquella frase «no existe un manual para ser padres» tan presente en los dichos de los sujetos, me parece, va dando paso a una cuestión de otro orden. Lo cierto es que en nuestra época, por lo menos bajo un cierto prisma, la experiencia pude configurarse por el reverso: es cada vez más frecuente sujetos que guían sus posiciones de padre y madre, basados en un sinnúmero de artículos, notas de revistas y diarios, así como libros de crianza. Este fenómeno, que en mi experiencia atañe más particularmente a la posición de las madres, se produce en el contexto de la proliferación, masificación y acceso a este tipo de conocimientos que se presentan la mayor parte de las veces como tips (consejos). Un cruce entre la oferta del discurso capitalista en su anudamiento al discurso universitario.
En cierto sentido, me pregunto por el valor actual de la transmisión. Hasta hace no demasiado tiempo atrás, la forma predominante de resolver las dificultades inherentes al proceso de acompañar el crecimiento de un hijo o hija, se encontraba más del lado de ir a buscar la experiencia de otro miembro de la familia, por lo general la madre o la abuela, quienes podían transmitir algo de su experiencia y saber respecto de cómo pudieron o no resolver los desafíos planteados. Otras alternativas se producían en el encuentro con otras madres y padres, quienes desde una cierta posición de simetría, podían dar cuenta de sus aciertos y errores, lo que funcionaba y lo que no. Estos ejercicios de habla, de palabra, que por cierto son muy importantes y difundidos hoy, han ido declinando. Progresivamente, las palabras van quedando desacreditadas de su valor de transmisión por cuanto para nuestra época si es que existe una verdad, esta queda del lado de las tecnologías de la crianza.
Desde mi perspectiva, se puede constatar que esta serie se desplaza: del Otro familiar al Otro de la ciencia y el conocimiento (la puericultura que hace uso de la psicología y la medicina como norma). Otro modo de decirlo sería de la palabra hablada a la palabra escrita (de la conversación a la lectura).
Esta suerte de variación del Otro (de lo hablado a lo escrito) expresa un cierto efecto de corte y ruptura en el lazo, tanto para lo que podríamos ubicar en la relación entre la cría y su madre así como en la perspectiva más amplia de estos padres con sus propios referentes familiares. Por cierto, también en la relación que esta misma madre tiene con su parte de feminidad que no se resuelve toda ella en la dimensión de la maternidad. Cuando los conocimientos abundan, las palabras pierden su lugar y lo que parece constituirse en el primer plano es una suerte de sujetos solos; solos con sus libros y libretas de anotaciones. La abundancia del saber, desde la perspectiva del psicoanálisis, es un signo de la presencia del goce. ¿Qué lugar para el deseo?
El saber de las ciencias –la psicología, la producción en serie del saber universitario– se ha amalgamado de una manera precisa con el aspecto de consumo al que empuja toda la lógica del discurso capitalista, que pone en el primer plano una relación a los objetos, una búsqueda incesante de estos bajo la promesa de que existe al menos uno que prodigará el término del malestar. Otro modo de decirlo sería que lo que este discurso ofrece es una promesa de felicidad. Por cierto, lo que se llama salud mental no queda fuera de esta lógica. Solo bastaría echar un vistazo para observar lo que se propone como ideal del bienestar del sujeto: el sujeto inserto en los procesos de producción, medido por su capacidad de ofrecerse como eslabón de una cadena para la cual es un recurso. Hay muchos criterios de «sanidad» en los manuales psicopatológicos que se ven orientados por esta condición. Lo mismo vale para los niños y niñas, por lo menos en lo que puede decirse de lo que la escuela representa como preparación supuesta para esta integración a la vida civilizada.
Me sirvo de lo trabajado por una analista de la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile, Paola Cornú. Ella equivoca, introduce el malentendido, en el significante con-su-mismo que destaca de una manera ingeniosa precisamente algo de la posición solitaria de los sujetos en la época. Por un lado, el consumo de objetos dentro de los cuales podríamos ubicar fácilmente la amplia gama de «pantallas» (dispositivos tecnológicos) que existen en nuestra cultura actual. Pero por otro lado –esto me parece lo central–, que ese consumo es sin el Otro (consigo mismo). Cada uno con lo suyo, sujetos singulares que se encuentran sumergidos en sus propias satisfacciones teniendo dificultades para generar puntos de encuentros consistentes en su lazo con los otros. Desde la perspectiva como abordo en este texto las cosas, lo que propongo es el matiz siguiente: una de las versiones que podemos encontrar del con-su-mismo en la posición parental (insisto, en mi práctica esto se ha presentado más del lado materno aunque no exclusivamente) puede llegar a expresarse a través de un con-sumo-cuidado. Este significante que emerge en las palabras de una mujer en el tratamiento que yo hacía de su hijo me permitió nominar, localizar el fenómeno que intento describir: el afán de cuidar con el máximo cuidado a un niño empuja a consumir literatura acerca del cuidado (psicología y medicina). El efecto de corte con el Otro, de soledad, fue lo que surgió como coordenada en este caso.
Una manera diferente que podría utilizar para articular esto, es algo que podemos llamar como fenómeno de exclusión interna. El saber del Otro sustituye o más bien inhibe la posibilidad de ir al encuentro del saber propio, a los modos en que cada quien encontraría un saber hacer con su vida y sus hijos. En esto puede ubicarse una resultante del empuje que la cultura ofrece para hacer frente a las dificultades que, en tanto padres, los sujetos presentan en relación a sus hijos. Sin embargo, no elimina para nada la parte de responsabilidad subjetiva implicada en hacerse parte de esta oferta.
¿Qué es lo que deja entrever este desarrollo? Si tomamos a la crianza y educación de los niños/as como un malestar en la cultura, parafraseando a Freud, lo que se nos muestra es que el «remedio» al que lo sujetos adultos (padres, madres, educadores, psicólogos) acuden para resolver estas encrucijadas puede ser situado, a diferencia de otras épocas, en la lógica del saber. Hoy nos encontramos con una proliferación de los agentes del saber, con distintos nombres pero reunidos bajo una misma idea: hay expertos. Esta época nos trata de convencer de manera continua de que no hay cuestión que, llegado el caso, pueda quedar desalojada del saber; esto no puede más que asombrarnos, ya que toda experiencia nos muestra más bien lo precario de nuestros dispositivos conceptuales para poder aprehender la variedad de los fenómenos. Es una idea algo «enloquecida» pero que en su crudeza muestra el sin límites que tiende a presentarse en nuestra cultura.
Tenemos hoy, entonces, expertos, los cuales ya no se segmentan según una mirada clásica como la que proveía la simple división etaria (psicólogos de niños, adolescentes y adultos) sino que los especialistas se especifican por su capacidad de abordar fenómenos diferenciados: hiperactividad, abuso sexual, violencia intrafamiliar, trastornos de conducta, trastornos generalizados del desarrollo, por nombrar algunos.
A ello debemos sumarle la presencia de lo que podríamos llamar una judicialización del lazo social (esta cuestión es trabajada por Paula Iturra, psicoanalista de la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis). Tomemos esto al nivel de la familia. Los lazos familiares, la familia como institución nacida en la modernidad, hoy no resulta ser en sí misma una garantía de provisión de sujetos puestos al servicio de la cultura. Precisamente esto es lo que está en cuestión, por lo menos en apariencia. ¿Es la familia aquel lugar de transmisión de normas, valores, del Otro en general? ¿Es la familia garantía de la inserción del sujeto en la cultura? ¿Son los padres oficiantes suficientes para ello? ¿Es el seno de la familia el lugar de los cuidados? La respuesta ya no es tan segura. Frente a este debilitamiento de la función de transmisión y aseguramiento, lo que aparece en el horizonte es un Otro del Otro familiar: el discurso jurídico.
Por supuesto esto no ocurre sin razón. Hay un trabajo –en el que el feminismo tiene un lugar destacado– de develar las diversas formas de deshumanización presentes en la intimidad de las relaciones familiares. El autoritarismo, la violencia de pareja, el abuso sexual, el maltrato físico (hacia la mujer, los hijos u otros miembros del grupo familiar) son, entre otros, fenómenos que emergen como corolario de estos procesos de visibilización y, del cual, ya no podríamos pretender su inexistencia. Este ha sido, sin duda, una progresión en la serie de limitar la inercia del goce de la violencia. Estos fenómenos dejan caer un velo. La familia no es solo el lugar de los tiernos cuidados, de la experiencia amorosa, sino que también es posibilidad de agresión. De esto el psicoanálisis está advertido: Freud lo planteó hace ya casi un siglo, cuestión que fue retomada por Lacan y Miller.
Sin embargo, como en todo orden de cosas, esto debe ser mirado también bajo el prisma de sus efectos. Las formas de violencia que se presentan en las formaciones familiares parecen haber legitimado una cierta forma de intervención que centra su atención en la idoneidad de las figuras parentales en sus capacidades para brindar las condiciones de bienestar de sus hijos. Esta forma de intervenir sobre los niños/as y sus familias hoy se encuentra verdaderamente extendida, por cierto con los dispositivos ad hoc que se crean para hacer realizable esta tarea y cuyo nombre conocemos en profundidad: Competencias parentales. ¿Qué han hecho estos hombres y mujeres para crear estas conductas? ¿Qué han transmitido? ¿Cómo han criado? La desconfianza de instala y la pregunta se desplaza a ¿cómo viven? Los efectos de estos discursos producen temblores. Tocan el cuerpo y la intimidad de los sujetos.
En este sentido, se trata de un dispositivo que tiene como eje precisar la cualidad parental de ciertos sujetos, particularmente, en lo que respecta al ejercicio de su función. Para realizar esa tarea, esto es importante, hoy se articulan una serie de saberes. Y he aquí que podemos encontrar una cierta «simpatía» entre los expertos y el discurso jurídico. Saberes médicos, psicológicos aunados con la lógica de la judicialización, pretenden restituir esta garantía perdida de cierto ordenamiento en el interior de la familia. La cuestión muchas veces queda centrada en la evaluación.
La lógica de los expertos centrados en la evaluación es auscultar; no sin un cierto tinte que llamaría pornográfico: verlo todo, en sus detalles, sin resto. Una mirada total sustentada en el ideal de la transparencia (esta idea está trabajada por el filósofo alemán, de origen coreano, Byung-Chul Han). Esto abre el campo de la paranoia. La sospecha incesante de que el sujeto no lo está diciendo todo, que hay algo que no muestra, justifica una forma de presencia que puede tomar una forma totalizante, irrumpiendo en los espacios que el sujeto quisiera preservar de la mirada del Otro.
La pretensión de anular la opacidad del sujeto hace entrar una dimensión que me hace preguntar: ¿Los fenómenos de violencia pueden ser tratados mediante la violencia de la intervención? Por cierto esta violencia, no es sin una fuerte segregación. Este saber ausculta la pobreza, su riesgo. El alcoholismo, la cesantía, la desescolarización, la precariedad material tienden a ser convertidas por efectos de una subversión –una operación de cambio de signo verdaderamente asombrosa– en nombres que pasan a designar cualidades esenciales separadas de su vertiente real, simbólica e imaginaria: negligencia, abandono, vulneración. Etiquetas pseudocientíficas que no tienen otro peso que borrar, por vía de un diagnóstico, la violencia estructural de una forma de vida social marcada por la postergación, el desamparo y la inequidad. He aquí un acto de perversión, en la medida que legitima un violento cuestionamiento a las formas de hacer familia, más precisamente, los modos de hacer parentalidad.
Resulta innegable la precarización de la vida que hoy experimentan una gran parte de nuestra población. La pobreza ha dejado de ser una cuestión material para transformarse en un asunto de estado con incidencias en la moral, lo que por cierto no representa novedad alguna. Sin embargo, lo que sí resulta novedoso es que la ciencia esté en posición de decir algo sobre esto.
La posición del experto tiene su consecuencia en eliminar aquel aspecto de lo que constituye una parte fundamental de lo humano: lo inhumano que conlleva toda formación humana. Tomar al nivel del diagnóstico, psicopatología de carácter individual resulta ser un ejercicio poco honesto por cuanto es borrar las bases culturales en donde las manifestaciones humanas cobran forma y existencia. Es necesario para estudiar y trabajar la violencia dar la oportunidad de implicarse a alguien para ver qué puede decir de los fundamentos de su actuar; siempre que ello sea posible.
Catalogar como negligente a un padre o una madre, no resuelve el problema de cómo podemos poner atajo a la violencia, el maltrato en sus distintas formas. Ser negligente, poner ese rótulo, centrarnos en una versión de la protección de derechos más del lado de la sanción, me parece, tiende a redoblar la dificultad, al tiempo que producir nuevos sufrimientos.
Lo que se ha denominado psicoeducación, la transmisión de un saber en torno a cómo ser un adulto responsable, muestra sin duda lo reducido de sus posibilidades de alcanzar lo que busca. Más bien, produce un nuevo circuito de segregación: quien no se ajusta a este discurso rápidamente queda ubicado como resistente, irresponsable; norma frente a la cual el sujeto muchas veces no tiene otra opción que mostrarse caído. El paso es sencillo. La violencia es lo que se perfila.
El psicoanálisis propone un lazo indisoluble entre clínica y época. No existe la una sin la otra. Y esta es su apuesta política y ética. No ofrece nada más que aportar una perspectiva que, en tanto inscrita en las coordenadas de una época, ve en eso abyecto el material de su trabajo. El psicoanálisis siempre se ha ocupado desde el inicio de los restos de la ciencia: los sueños, el lapsus, los actos fallidos. La cuestión se mantiene igual para el presente. Los restos, los desechos hoy son sujetos y en este punto, me parece, es que no puede avalarse ciertas prácticas. Este es un punto de partida para entrar en diálogo con otros profesionales de distintas áreas y disciplinas, con los cuales hay significativos puntos de encuentro.
Frente a este nuevo amo de la época, que expropia el saber singular que cada sujeto posee inserto en una historia de filiación, el psicoanálisis se advierte proporcionando un espacio para ir en la búsqueda de ese saber inconsciente. Subvertir estos efectos que permitan devolver a los padres esa capacidad de pensar y encontrar soluciones ajustadas a sus experiencias.
Dar lugar al sujeto, haciendo un obstáculo al «para todos» actual, es una posición que el psicoanálisis sostiene con convicción. Una ética y política de la singularidad, con lo ineliminable de cada uno, sin lo cual se hace imposible pensar el lazo con los otros.
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* Psicólogo. Licenciado en filosofía. Psicólogo clínico, equipo infanto-juvenil del Centro de Asistencia a Víctimas de Atentados Sexuales (CAVAS-Metrpolitano área reparación). Supervisor clínico del programa de desinternación y acompañamiento familiar de la corporación Casa del Cerro. Miembro de ALP Chile.
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