
Pablo Grez Hidalgo *
Al cumplirse 40 años del golpe que derrocara al gobierno institucional de Salvador Allende, nuestra comunidad política comienza a despertar de un extenso letargo constitucional, y cuestiona algunas de las instituciones políticas esenciales para la defensa del modelo neoliberal impuesto a través del miedo y las armas por la Dictadura de Pinochet.
La Constitución que actualmente nos rige fue redactada con estrecha asesoría de un grupo de profesores de derecho constitucional designados a dedo por la Junta Militar, absolutamente leales a la dictadura, que en caso alguno representaron –y menos representan hoy– la diversidad de pensamiento político existente en nuestra sociedad. Muy por el contrario, en un contexto histórico donde el pensamiento de izquierda había sido derrotado mediante la fuerza, este grupo de personas intentó sentar las bases para la constitución de una comunidad política fundada en el neoliberalismo económico y en una visión moralmente conservadora de la sociedad. Si bien la dictadura intentó legitimar popularmente el texto de la Constitución mediante la convocatoria a un plebiscito el año 1980, este no cumplió con los mínimos criterios de legitimación, pues tuvo lugar en un contexto de persecución, tortura, asesinato y desaparición forzada de ciudadanos, proscripción de los partidos políticos, carencia de padrón electoral y restricciones a la libertad de expresión, de reunión, de asociación y la libertad de prensa, entre otros.
Es cierto que tras el fin de la dictadura nuestra Constitución ha sido objeto de múltiples reformas –siendo las más relevantes aquellas aprobadas los años 1989 y 2005–, que han modificado algunas de sus reglas originales con el objeto de intentar congeniarlas con el régimen político institucional propio de una sociedad democrática, abierta, pluralista y respetuosa de los derechos de las personas. Sin embargo, las modificaciones continúan mostrándose absolutamente insuficientes. Hoy con cada vez mayor fuerza nuestra sociedad reclama la aprobación de una nueva Constitución, con el objeto de refundar las bases sobre las que se estructura nuestra comunidad política.
Para comprender las causas de este descontento, en las siguientes líneas intentaré explicar cuál es el lastre que nuestra sociedad arrastra como consecuencia de la Constitución aprobada por la dictadura, habiendo transcurrido 40 años desde el golpe militar, y 23 desde la recuperación de la democracia.
Profunda desconfianza a la democracia
La constitución chilena es profundamente desconfiada de la voluntad popular. Sin embargo, ello no fue siempre así, porque nuestra comunidad política disfrutó desde sus inicios de una tradición institucional democrática. Por ejemplo, la Constitución de 1833 declaraba que “el Gobierno de Chile es popular representativo”, y la de 1925, que “su Gobierno es republicano y democrático representativo”. Ambas constituciones, en términos generales, establecían congresos bicamerales, elecciones populares directas de sus miembros y reglas de aprobación mayoritaria de leyes incluso para la aprobación de reformas a la Constitución. Ambas constituciones, en consecuencia, eran compatibles con el ideal democrático. El diseño de sus instituciones privilegiaba la Ley como expresión de la voluntad de la mayoría del pueblo.
Sin embargo, la Constitución de 1980 consagró un régimen político institucional radicalmente distinto. En efecto, su diseño original estableció varias instituciones con el objeto de evitar que la voluntad popular se impusiera al momento de aprobar las leyes, como explicaré a continuación.
En primer lugar, la institución de los senadores designados, que no eran electos por votación popular y alcanzaban a 9 de un total de 38 senadores. Cuatro de ellos debían ser ex miembros de las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública, conformando la denominada “bancada militar”. A estos se sumaban los ex Presidentes de Chile, que por derecho propio eran senadores con carácter vitalicio. De aquí se generó el absurdo de otorgar un escaño senatorial al propio dictador Pinochet en plena democracia.
En segundo lugar, la existencia de leyes “contramayoritarias”; esto es, leyes para cuya aprobación no era suficiente el voto conforme de la mayoría de los senadores y diputados, sino que un número mayor. De esta manera, los comisionados por la dictadura para redactar la Constitución quisieron otorgar un poder de veto a las minorías respecto de materias que debían ser reguladas por ley y que se estimaron especialmente sensibles, tales como educación, régimen electoral, partidos políticos, Fuerzas Armadas, concesiones mineras, y las atribuciones de ciertos importantes órganos estatales. Como el lector correctamente sospechará, la Junta Militar se preocupó de aprobar las respectivas leyes antes del retorno a la “democracia”, dificultando su modificación posterior.
En tercer lugar, el Tribunal Constitucional, órgano encargado de censurar todas aquellas leyes que se discuten o se aprueban por el Congreso, cuando a su juicio son contrarias al texto de la Constitución aprobada por Pinochet. La designación de los miembros de esta institución resulta particularmente relevante, porque la aplicación de la Constitución como parámetro de control de las decisiones legislativas exige la adhesión por parte de estos a una determinada concepción de la justicia. Ello ocurre porque las disposiciones de la Constitución guardan estrecha relación con las bases de la organización política de la comunidad, y se caracterizan por ser particularmente vagas y amplias. A sabiendas de esta especial característica de las disposiciones de la Constitución, sus redactores diseñaron un sistema de nombramiento que garantizara jueces leales al modelo. Así, de un total de 7 miembros, 3 de ellos eran designados por la Corte Suprema –cuyos miembros, a su vez, habían sido cuidadosamente seleccionados por la dictadura de Pinochet y con el retorno de la democracia, una vez que se produjeran vacantes, deberían ser visados por el Senado–, y otros dos por el Consejo de Seguridad Nacional –que era controlado por las Fuerzas Armadas.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente obstáculo para la expresión de la voluntad de las mayorías, la dictadura militar estableció un curioso y absurdo régimen electoral, denominado “binominal”. Conforme a este sistema, el país fue dividido en circunscripciones senatoriales y distritos de diputados, con derecho a elegir dos representantes cada uno en el Senado y la Cámara de Diputados. Los candidatos se organizan en listas, compuestas generalmente por dos personas. Resultan electos en cada circunscripción y distrito dos candidatos, de entre quienes reúnan las más altas votaciones en las dos listas con mayor número de preferencias. Solo en el evento que una lista obtenga más del doble del número de votos a favor de sus candidatos que el número de votos de los candidatos de la lista que le sigue en preferencias (“doblaje”), la lista ganadora elegirá a sus dos candidatos, aun cuando el segundo de ellos, individualmente considerado, obtenga menos votos que el primero de la lista perdedora. Este sistema binominal, por consideraciones de racionalidad estratégica, obliga a los diversos partidos políticos a conformar dos grandes bloques o alianzas, y a negociar internamente los candidatos de cada circunscripción y distrito. Lo relevante de este sistema, para los propósitos de los abogados de la dictadura, era que garantizaba a los partidos políticos minoritarios una sobrerrepresentación, pues no obstante no reunir las preferencias de la mayoría de los ciudadanos, bastaba con que alcanzan el 33,4% de las preferencias para asegurar la elección de uno de sus candidatos en cada distrito o circunscripción.
Por un lado, entonces, el sistema electoral fue diseñado para garantizar que existan dos grandes bloques o alianzas políticas. Entre ellos se repartan en las diversas circunscripciones y distritos un candidato al Senado y otro a la Cámara de Diputados cada uno. De este modo, cada alianza o bloque, con independencia del número de preferencias que reúna en las votaciones, está representado en un porcentaje cercano al 50%. Por otro lado, existen leyes relativas a materias especialmente relevantes cuya aprobación exige el voto de 4/7 de los diputados y senadores, otorgando con ello poder de veto a las minorías. Finalmente, en el improbable evento que uno de los grandes bloques o alianzas políticas logre superar ambos escollos—logrando, por ejemplo, varios doblajes—, cabe la posibilidad que el Tribunal Constitucional objete la ley aprobada por esta supramayoría.
¿Cuánto hemos logrado avanzar en 23 años de “democracia” para modificar este complejo diseño institucional creado para impedir el gobierno de las mayorías? Bastante poco. Recién el año 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos, se aprobó una reforma que eliminó a los senadores designados y vitalicios, y modificó el mecanismo de designación de los ministros del Tribunal Constitucional. Sin embargo, equivocadamente, se ampliaron sus atribuciones de tutela sobre las leyes aprobadas por el parlamento.
¿Por qué hemos avanzado tan poco? La respuesta es sencilla, la Constitución solo puede ser modificada si se reúnen quórums de aprobación sumamente elevados. En efecto, tratándose de las materias más relevantes, se requiere de la aprobación de 2/3 de los miembros en ejercicio del Senado y la Cámara de Diputados, y tratándose del resto, 3/5 de ellos. Así, toda reforma a la Constitución, debe ser necesariamente el fruto de complejas negociaciones y transacciones con las minorías de la derecha conservadora. En definitiva, bastante hábiles fueron los redactores de la Constitución para establecer mecanismos de protección de las instituciones antidemocráticas.
¿Por qué la Constitución de 1980 impuso tantos obstáculos a la expresión de la voluntad popular? La respuesta oficial de la dictadura –defendida hasta el día de hoy por los sectores más conservadores y reaccionarios de nuestra sociedad– postuló que los partidos políticos fueron incapaces de resolver sus profundas diferencias sobre el modelo de sociedad que proponían a los ciudadanos. De este modo, la causa de la crisis de 1973 estribaría en que el sistema político institucional de la Constitución de 1925 era completamente susceptible de manipulación por supuestas “mayorías pasajeras”. Continúa este argumento, si las reglas básicas de la comunidad política hubieran estado dotadas de mayor “estabilidad”, y no entregadas al arbitrio de mayorías políticas contingentes, la autodestrucción del sistema político institucional se hubiera evitado.
En las sociedades verdaderamente democráticas, abiertas y pluralistas, las reglas básicas de la comunidad política que son protegidas respecto de la contingencia de la política son los “derechos fundamentales”. Nos interesa, por ejemplo, impedir que mayorías parlamentarias circunstanciales establezcan la esclavitud, permitan a agentes del Estado privar de libertad a las personas por su mera apariencia física o pensamiento, establecer garantías para aquel que es sometido a la potestad punitiva del Estado, entre otras materias. Alejados de esta concepción constitucional republicana, la dictadura chilena fue mucho más allá de los derechos fundamentales de las personas, y extendió el carácter de regla fundamental de nuestra comunidad política a un conjunto de regulaciones que tenían por objeto consagrar un régimen económico neoliberal y conservador en lo moral. Por ello, la verdadera motivación para “otorgar estabilidad” a estas reglas supuestamente “básicas o fundamentales” consistió en que la experiencia de la Unidad Popular llevó a las elites políticas y económicas a la conclusión que un régimen democrático podía conspirar contra sus intereses de clase.
Sistema económico neoliberal y restricciones a la posibilidad del Estado de desarrollar actividades económicas
La Constitución establece que todas las personas son libres para desarrollar emprendimientos en las más diversas esferas de la economía, y prohíbe al Estado establecer discriminaciones en materia económica. Así, toda persona que cumpla los requisitos legales, tiene derecho a desarrollar cualquier actividad económica. De otra parte, la Constitución restringe las posibilidades del Estado para desarrollar empresas, porque exige para ello autorización mediante una ley que debe ser aprobada por la mayoría de los miembros de cada Cámara. Al autorizar el negocio, la Constitución salvo en casos excepcionales, impone al Estado que se someta al régimen legal común aplicable a los particulares, porque no desea que se establezcan ventajas competitivas en su favor.
Este diseño constitucional pretende garantizar plena libertad a los particulares para desarrollar negocios en todos los ámbitos de la economía, incluyendo algunos que, bajo concepciones políticas con énfasis en lo social, deben estar otorgados preferentemente al Estado, tales como educación, salud, previsión social, vivienda, transporte y obras públicas.
Como si lo anterior fuera poco, muchos profesores de derecho se han permitido sostener que nuestra Constitución establece un “Estado subsidiario”. Esta tesis –que carece de todo sustento en la Constitución y en realidad se inspira en ciertas encíclicas papales y en un neoliberalismo radical– postula que existe una primacía “ontológica” del ser humano sobre el Estado. Las consecuencias que se derivarían de esta preeminencia del individuo son, por una parte, que la libertad empresarial de los particulares debe ser privilegiada, y por otra, que el Estado en principio debe abstenerse de ejecutar actividades económicas, y que sólo podrá desarrollar en aquellos negocios respecto de los cuales los particulares no se interesen, o se encuentren impedidos de ejecutar. En términos simples, la subsidiariedad supone confinar la actividad empresarial del Estado únicamente a los negocios no lucrativos, que son los únicos en los cuales los particulares no se interesan.
La tesis de la subsidiariedad, naturalmente, genera consecuencias absurdas. Por ejemplo, si fuera correcta, la ley que autoriza la existencia de Codelco sería inconstitucional porque existen muchos particulares interesados en desarrollar negocios en el ámbito minero. Como puede apreciarse, la subsidiariedad nos privaría del “sueldo de Chile”. Otro ejemplo lo constituye la propuesta de creación de una AFP estatal, que por las mismas razones también sería inconstitucional.
En definitiva, si bien no existe ninguna disposición en la Constitución que consagre la subsidiariedad del Estado, se debe reconocer que ella impone restricciones inaceptables a la política para implementar modelos económicos alternativos a aquellos que otorgan primacía a los particulares. Se trata de un segundo gran lastre heredado de la dictadura de Pinochet.
Asimetría en el reconocimiento de derechos fundamentales individuales, respecto de los derechos sociales
La Constitución chilena se caracteriza por reconocer un sistema de libertades bastante amplio, particularmente en la esfera económica (libertad económica y derecho de propiedad), pero también la libertad de desplazamiento, conciencia, culto, expresión, etc. Sin embargo, no se advierte el mismo énfasis y preocupación cuando se trata del reconocimiento y protección de derechos sociales básicos de las personas. Adicionalmente, mientras la Constitución establece un mecanismo judicial de protección rápida y eficaz de los derechos liberales individuales cuando ellos son vulnerados (el “recurso de protección”), los derechos sociales carecen de dicha protección. Detrás de esta asimetría entre la protección de los derechos liberales individuales y los derechos sociales, donde los primeros ostentan una posición de privilegio y preeminencia sobre los segundos, existe otra manifestación más del prejuzgamiento político económico de nuestra Constitución vigente.
En efecto, la Constitución no protege intereses tan básicos como el derecho al trabajo ni el derecho a huelga; mira con sospecha a los sindicatos, no establece deberes de protección especial del Estado respecto de minorías étnicas, sexuales ni inmigrantes, sino que se limita a permitir mediante una cláusula general discriminaciones positivas razonablemente fundadas.
Tampoco le interesa a la Constitución garantizar la igualdad en el acceso a condiciones de bienestar material en el ámbito de la educación, la salud, la protección social y la cultura. Se satisface con garantizar el acceso a los mismos, sean estos bienes fundamentales provistos por privados o, en defecto de ellos, por el Estado. Así, gracias a este diseño constitucional, nuestra comunidad política queda irremediablemente dividida en dos clases de ciudadanos: los de primera categoría —que disponen de los medios económicos para acceder a prestaciones de mayor calidad y nivel de selectividad en materia de salud, educación, vivienda y protección social, ofrecidas por los particulares—, y los de segunda categoría, que carecen de medios económicos suficientes, y acceden a una red estatal de prestaciones de baja calidad. Gracias a nuestra Constitución, los chilenos vivimos en una sociedad fracturada que difícilmente podemos denominar “comunidad”, porque sectores mayoritarios de la población son confinados a vivir en ghettos, educarse en colegios municipales de pésima calidad, tolerar largos tiempos de espera para acceder a prestaciones de salud especializadas, percibir pensiones de vejez miserables, etc.
Desafíos para el futuro proceso constituyente chileno
Las consideraciones formuladas tornan evidente la necesidad de desarrollar un proceso constituyente que nos permita sentar nuevas bases para nuestra comunidad política. Para ello, es necesario terminar con el primer gran pecado de la Constitución vigente: su ilegitimidad de origen, que ha impedido un verdadero proceso de “apropiación” de la Constitución por parte de los ciudadanos. Chile necesita transitar desde la Constitución impuesta por la dictadura a la Constitución aprobada por el pueblo.
En íntima conexión con lo anterior, un proceso de identificación ciudadana con la Constitución debe asumir como primer desafío terminar con el desprecio a la voluntad popular. Es necesario sentar las bases de un régimen verdaderamente democrático y representativo, que consagre el gobierno de la voluntad de la mayoría. No es aceptable que transcurridos 23 años desde el regreso a la “democracia” se siga desconfiando de la madurez política de los ciudadanos y se limiten sus posibilidades de decisión.
Con el objeto de generar un marco institucional respetuoso de la diversidad de proyectos políticos existentes en nuestra comunidad, se debe equiparar el sistema de derechos fundamentales, ya sea otorgando menor protección a las libertades individuales, o bien estableciendo deberes especiales de protección y garantía de los derechos sociales. A mi juicio, un modelo constitucional que opta por consagrar en términos breves, simples y equitativos ciertas libertades fundamentales y ciertos derechos sociales ineludibles, ofrece un espacio adecuado para que los diversos proyectos políticos rivales, por una parte, se esfuercen por ofrecer razones a los ciudadanos para otorgarles su voto y, por otra, dispongan de la posibilidad institucional de desarrollar sus programas de gobierno si logran la adhesión de las mayorías.
Los ciudadanos esperamos que el próximo gobierno asuma esta responsabilidad política de transformar la Constitución, y que las minorías parlamentarias sobrerrepresentadas que insisten porfiadamente en mantener el régimen político institucional de la dictadura, comprendan de una vez que nuestra comunidad política se merece una Constitución democrática, abierta y pluralista.
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*Pabro Grez Hidalgo es abogado de la Universidad de Chile.
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