
Catalina Benavides* y Denise Sinclaire**
Durante la segunda mitad del siglo XIX y con mayor intensidad desde las últimas décadas, la cuenca del Salar de Atacama se ha transformado en un territorio estratégico para el desarrollo y comercio minero a nivel mundial. Recientemente, el mineral del litio ha comenzado a adquirir relevancia en un escenario protagonizado principalmente por la explotación cuprífera, ya que su eficiencia en la conducción de calor y electricidad constituyen propiedades altamente demandadas para la confección de baterías y tecnologías. El Salar de Atacama es uno de los principales yacimientos de litio del mundo y la extracción de este mineral proviene de salmueras naturales explotadas por dos grandes empresas privadas, Sociedad Química Minera de Chile (SQM) y Rockwood Lithium (ex Sociedad Chilena del Litio). Así, este importante auge de la gran minería en el norte de Chile ha conllevado la creciente explotación no solo de recursos minerales, sino también del recurso hídrico, elemento que es utilizado desde las etapas de sondajes de exploración hasta los planes de cierre de operaciones, así como para el abastecimiento de campamentos mineros, situación que ha mermado la disponibilidad de éste. A esto es necesario agregar que, además de las empresas que operan en la cuenca del Salar de Atacama, existen extracciones de aguas subterráneas en el sector, que corresponden a otras explotaciones mineras que se encuentran emplazadas fuera del territorio. Esto complejiza aún más la disponibilidad del recursos en la región, y es que la cuenca del Salar de Atacama constituye un complejo sistema interconectado de escurrimiento de aguas superficiales y subterráneas que alimentan vegas, bofedales, lagunas y salares, y representa la base de equilibrio de una profunda red de drenaje acuífero que da vida a oasis como Peine, Toconao y Socaire, y otros poblados que ancestralmente han habitado este territorio (DGA, 2004). En definitiva, la instalación de transnacionales mineras, el interés compartido sobre los recursos naturales con las comunidades indígenas y rurales, y la vulnerabilidad hídrica en el Norte Grande del país han conllevado inevitablemente el contacto y la vinculación entre estos actores. Ante este escenario, han tenido lugar conflictos latentes y manifiestos que han impulsado la conformación de instancias de exigencias, diálogo y negociación. En este sentido, la proximidad del oasis de Peine a estas empresas mineras convierte a la localidad en un ejemplo ilustrativo de cómo estos vínculos se manifiestan en las diferentes dimensiones de la vida social, económica y política, y cómo la promulgación y ratificación de instrumentos normativos nacionales e internacionales en las últimas décadas han sido determinantes en el carácter de estas relaciones.
Concretamente, el oasis de Peine es una localidad eminentemente agrícola, ubicada en la vertiente suroriental del Salar de Atacama, que desde tiempos prehispánicos ha combinado esta actividad con prácticas como el pastoreo, la recolección, el intercambio de productos intra- y extracomunitario, el comercio y también la minería. Este carácter complementario de las economías andinas supuso altos grados de movilidad y conocimiento territorial, como estrategias para el aprovechamiento de un máximo de pisos ecológicos (Murra, 1972), situación que derivó en el uso no solo económico del territorio, sino también cultural y ritual. En la actualidad, y a la luz de transformaciones macroeconómicas y medioambientales, la actividad pastoril ha disminuido drásticamente y la minería se ha posicionado como actividad económica fundamental en este oasis. Sin embargo, lo que nos interesa destacar de este fenómeno y distinto a lo que podríamos suponer, es que la orientación de Peine hacia la actividad minera no es en ningún caso un fenómeno reciente. Por el contrario, existen antecedentes arqueológicos y documentación histórica que permiten afirmar que esta actividad ha constituido una práctica fundamental y fundacional en las tradiciones andinas, situación respaldada por los numerosos hallazgos arqueológicos de utensilios de origen mineral, con cronologías que alcanzan los 5.000 años A. P., así como evidencias de campamentos y centros de extracción minera prehispánicos. Del mismo modo, durante la Colonia y la República existe abundante documentación que da cuenta de que la población indígena, y específicamente peineña, se desempeñó como cateadores de vetas mineras y como baqueanos –término comúnmente utilizado para denominar a los conocedores de caminos y rutas–, oficios que resultaron indispensables en la búsqueda de riquezas minerales en expediciones coloniales. Asimismo, esta población articuló una activa red de comercio micro- y macrorregional destinada a abastecer a los centros mineros de la época. En definitiva, estamos en presencia, en primer término, de una primigenia vinculación de estas poblaciones indígenas con la actividad minera, y en segundo, de una continuidad de esta actividad desarrollada por atacameños y peineños desde tiempos inmemoriales, pero que en las últimas décadas ha adquirido nuevas manifestaciones, primero a través de la contratación de mano de obra local, proceso que podemos denominar asalarización in situ, y luego, a través del surgimiento de comercio de bienes y servicios asociados a la minería.
Sin embargo, el actual escenario de auge minero, y el carácter que ha adquirido la relación entre empresas mineras y comunidades indígenas, es resultado de la conformación de un escenario económico-político en donde la apertura económica de la cual fue objeto el país y la privatización cuasi total de la economía y recursos naturales a partir de la dictadura militar, marcó un precedente en el territorio. Este nuevo proceso de apertura neoliberal instauró en Chile un modelo de “desarrollo” que privilegió el crecimiento económico basado en la maximización de la ganancia por sobre el bienestar social. Así, la abundancia de recursos minerales estratégicos en el país y la creación de un atractivo marco tributario, sentaron las bases para el posicionamiento de Chile en el mercado minero internacional y constituyeron el incentivo para la inversión extranjera. En este contexto, el Estado dio inicio a un proceso de reformulación y adecuación de políticas que hicieran posible el acceso, explotación y venta de los recursos naturales. De este modo, comenzó a perfilarse una nueva y ante todofuncional concepción sobre el medio ambiente y el territorio, que se tradujo en la fragmentación de este último y en la consecuente construcción de normativas que escindieron el medio ambiente, consagrando la diferenciación entre el suelo y el subsuelo y separando la propiedad del agua del dominio del suelo o la tierra, dicotomía que se expresa en que hoy existen propietarios de tierra sin agua y propietarios de agua sin tierra. Esta vorágine legislativa que tendrá lugar durante la década del 80 vendrá a respaldary propiciar las condiciones materiales necesarias para la ejecución e instalación de este nuevo escenario económico-minero que tiene su mayor expresión en la Constitución Chilena de 1980, específicamente en su artículo 19 N° 24, donde establece que el Estado “tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas”, sin embargo, a través de la figura de concesiones mineras, “instaura un régimen de concesiones mineras privadas y las dota de un marco constitucional que le da preeminencia sobre otros derechos de dominios»,imponiendo obligaciones y limitaciones para facilitar la exploración, explotación y el beneficio de las minas existentes(N. Yáñez y R. Molina, 2008: 82). Este nuevo marco constitucional se ve complementado por el Código de Agua de 1981 y el Código Minero promulgado por la Ley 18.248 en 1983. El primero, en lo medular, si bien señala en su artículo 5 a “las aguas como bienes nacionales de uso público”, es decir, que el Estado inicialmente se reserva la dominalidad de las aguas y por tanto no puede enajenarlas ni venderlas, paralelamente se otorga a particulares y privados el derecho de aprovechamiento de forma gratuita y a perpetuidad, permitiendo la libre concurrencia al mercado a vender, comprar o arrendar los derechos de aguas otorgados por el Estado, posicionando así el recurso como un bien económico y dando origen al mercado de las aguas. El Código de Aguas además no priorizael uso del recurso, lo que se traduce en queno se privilegia el consumo humano y doméstico por sobre el destinado a la industria minera, hecho que complejiza aún más la situación de crisis hídrica y principal causa de los conflictos desatados entre comunidades indígenas y rurales y trasnacionales en los últimos años. En efecto, la privatización del agua y la disociación del territorio, ha generado presiones sobre las cuencas hidrográficas poniendo en riesgo no solo la disponibilidad de agua para riego, sino también para el consumo humano. Por otra parte, el Código Minero y la Ley Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras 18.097 fortalecen el derecho de los particulares sobre las minas y otorgan a toda persona interesada la facultad de cavar en tierras de cualquier dominio y constituir concesión minera, salvo en aquellas comprendidas en los límites de una concesión ajena (Art.3, art. 14 y art.15)situación que ha derivado en que no exista un instrumento que proteja los territorios de propiedad indígena en donde existen peticiones de concesiones mineras, y que en definitiva, vele por el cumplimiento del conjunto de derechos reconocidos en nuestro país a los pueblos indígenas.
De forma conjunta al desarrollo de estos procesos normativos económicos, se registran importantes avances en lo que respecta a los derechos de los pueblos indígenas a nivel internacional y nacional. Los movimientos de corte étnico de los años 70 y el levantamiento de demandas en torno al reconocimiento y reivindicación de los pueblos indígenas, son motor de reveladores procesos de reetnificación que serán determinantes para el posicionamiento político de estos pueblos desde su identidad étnica. Durante esta década, en nuestro país comienzan a impulsarse nuevas políticas de etnodesarrollo que dan origen a la Ley Indígena 19.253 de 1993, instrumento que reconoce la existencia de “etnias y comunidades” indígenas en Chile, entre ellas las comunidades atacameñas, y pone especial atención en su Artículo 64, en la protección de las aguas de las comunidades Aimaras y Atacameñas, señalando que “no se otorgarán nuevos derechos de aguas sobre lagos, charcos, vertientes, ríos y otros acuíferos que surten a las aguas de propiedad de varias Comunidades Indígenas establecidas por esta ley sin garantizar, en forma previa, el normal abastecimiento de agua a las comunidades afectadas.” Pese a esta medida, el mismo artículo sostiene que “serán considerados bienes de propiedad y uso de la Comunidad Indígena establecida por esta ley, las aguas que se encuentren en los terrenos de la comunidad, tales como los ríos, canales, acequias y vertientes, sin perjuicio de los derechos que terceros hayan inscrito de conformidad al Código General de Aguas”, lo que implica que los derechos de aprovechamiento entregados a particulares y privados de forma previa a esta ley no serán recuperados para velar por aquello que la misma ley se propone.
A partir de la promulgación de esta ley, la CONADI se hará cargo de poner en marcha dos procesos fundamentales. Por una parte, se reorganiza a la población indígena a partir de la constitución y reconocimiento de Comunidades Indígenas, y por otra, se da inicio al Proyecto de Delimitación de Territorios Comunitarios y Patrimoniales Indígenas, en este caso en particular, en la Provincia de El Loa. Sin embargo, es necesario considerar que la “Comunidad” es una figura jurídica organizacional definida por y para el Estado, que no necesariamente coincide social y territorialmente con la comunidad tradicional, lo que se tradujo en la formación de comunidades jurídicas y asociaciones aun cuando estas no existen, “incluso si ello puede significar, como de hecho ha ocurrido, la división de la comunidad original” (Gundermann y Vergara, 2009: 108). Este proceso de reconocimiento y demarcación territorial reveló la postura estatal respecto a la restitución de tierras atacameñas, privilegiando el uso económico productivo en desmedro del uso ritual y cultural, a través de tres mecanismos que derivaron en la sucesiva reducción y fragmentación de la extensión territorial. El primero de ellos consistió en el reconocimiento exclusivo de “tierras ocupadas”, excluyendo campos de pastoreo y tierras de uso ritual. A partir de este proceso de diferenciación se estableció un segundo mecanismo orientado a fragmentar las tierras ocupadas en “sitios”, para posteriormente impulsar un ejercicio que obligó a los habitantes a priorizar solo los que determinaran de mayor importancia. Por último, de los pocos sitios ya priorizados, la mitad fueron transferidos en dominio de propiedad, mientras que el resto fueron entregados en concesiones de uso con vigencias relativas de entre 5 y 15 años, evitando así transferir en dominio las tierras indígenas (Molina y Rowlanda, 2010). A través de la imposición de estos tres mecanismos, las 3 millones de hectáreas de territorio atacameño inicialmente reconocidas se redujeron a la entrega de títulos de propiedad equivalentes a 125 mil hectáreas aproximadamente, lo que representa tan solo el 4% de la demanda territorial inicial. Finalmente, lo que queda en evidencia es que si bien se dio “cumplimiento” a la ley desde la formalidad, este proceso se desarrolló en diálogo y de forma funcional a los intereses económicos mineros, es decir, el desarrollo económico nacional se impuso sobre los derechos de las poblaciones indígenas, quedando parte importante del territorio a su disposición.
Particularmente en Peine, en 1996 se dictamina que tanto el pueblo como la comunidad son organizaciones indígenas territoriales con personalidad jurídica reconocida y constituida de conformidad a la Ley Indígena en lo que respecta a Protección, Fomento y Desarrollo Indígena. A partir de esta adscripción y reconocimiento, la Comunidad Indígena Atacameña de Peine queda sujeta y pasa a ser beneficiaria del conjunto de derechos establecidos a nivel nacional e internacional. Así, si bien la Ley Indígena no queda en ningún caso exenta de críticas e irregularidades, constituye un hito determinante y fundamental en tanto sienta las bases para la tardía ratificación del Convenio 169 de la OIT en Chile, y a partir de ello, la vinculación entre empresas mineras y comunidad estará amparada en la exigencia y cumplimiento de deberes, específicamente en torno a la protección del territorio y sus recursos naturales.Esta situación es respaldada también por la Convención Americana de Derechos Humanos, los principales Pactos Internacionales de Derechos Humanos de Naciones Unidas y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas; todas normas de derechos humanos que integran el bloque constitucional del artículo 5º Constitución de la República, que establece que es deber del Estado respetar y promover los derechos consignados en tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes, y por tanto, lo interpela a cumplir los compromisos internacionales que ha adquirido, sin poder “invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado” (Art. 27, Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados). A partir de estos instrumentos, las históricas demandas de los pueblos indígenas en general y del pueblo atacameño en particular serán dotadas de sustento y legitimidad, aunque en la práctica ello no asegure su cumplimiento, hecho que ha gatillado la emergencia de diversas estrategias locales para la canalización de las demandas indígenas. El caso de Peine es un ejemplo representativo de organización local y trabajo comunitario que ha logrado establecer instancias formales de negociación en beneficio de la comunidad con las empresas mineras más cercanas a este oasis. Las demandas que en estas instancias se han articulado se encuentran en diálogo y solo son posibles tanto a partir de los derechos consignados en los instrumentos normativos señalados como por los procesos políticos de reconocimiento indígena y catastro territorial. Cabe señalar que esto ocurre en un escenario caracterizado por la ausencia estatal y por la deficiente labor de los organismos públicos pertinentes como entes fiscalizadores, reguladores e informativos del cumplimiento de deberes y responsabilidades empresariales. Con frecuencia, los conflictos que han tenido lugar en la Cuenca del Salar de Atacama, como el proyecto de extracción hídrica de Pampa Colorada y el reciente e invalidado proceso de Licitación del Litio, no son resultado de la inexistencia de instrumentos legales, sino de los intereses que persiguen y privilegian algunos, o en el abierto incumplimiento de otros.
Frente a esta ausencia estatal, la Comunidad Indígena de Peine ha creado instancias directas y formales de diálogo y negociación con la empresa cuprífera Escondida y con Rockwood Lithium, materializadas en dos experiencias de convenios recientes y sin precedentes. El primer convenio establecido es resultado de la iniciativa de la Comunidad por convenir legalmente una instancia formal de aportes económicos por el uso de recursos naturales en territorio atacameño. En ese contexto, el año 2006 la Comunidad de Peine recibe el primer aporte de la empresa minera que alcanza los 80 millones de pesos anuales y que tuvo como condición la creación de un Plan de Desarrollo que permitiera planificar el uso de dichos recursos, manteniendo un canal de comunicación permanente entre representantes de la comunidad y la empresa. Esta experiencia motivó la creación de un nuevo convenio, esta vez con la empresa minera Rockwood Lithium, acuerdo que pretendía mejorar las falencias que el anterior convenio con Minera Escondida había dejado en evidencia. Es así como el 8 de noviembre de 2012 se firma el Convenio de Cooperación, Sustentabilidad y Beneficio Mutuo, instrumento que descansa en la Ley Indígena, el Convenio 169 de la OIT y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU. En lo medular y en lo referente al territorio y las aguas, el convenio establece dentro de sus objetivos la conservación especial del hábitat de Peine en el sector sur del salar de Atacama, a partir del uso sustentable de las aguas y las tierras. Para ello, el convenio contempla la creación de una Mesa de Trabajo Permanente compuesta por representantes de la empresa y dirigentes de la comunidad, instancia destinada a tratar temas diversos como la aplicación de la normativa internacional, educación, salud, agroganadería, empleabilidad y derechos laborales, cultura, turismo y medio ambiente. Conjuntamente, el convenio considera la contribución pecuniaria por parte de la empresa, medida que descansa en la noción de “participación equitativa” consignada en el Convenio 169 y que considera un ajuste proporcional según la producción anual de la empresa. Del mismo modo, se estipula la ejecución de un plan de vigilancia ambiental y sustentabilidad territorial que incluye un plan de alerta temprana desarrollada por una auditoría ambiental autónoma e independiente. Otro punto que aborda el convenio dice relación con la integración laboral de población peineña y las condiciones que estipula, esto es, la no discriminación, la incorporación de mano de obra femenina, la seguridad laboral y la capacitación de sus trabajadores, en concordancia con lo establecido por el Convenio 169 de la OIT, especialmente en lo referido a la “protección eficaz en materia de contratación y condiciones de empleo”. Sin embargo, mientras el Convenio 169 adjudica esta responsabilidad a los gobiernos particulares de cada país, el Convenio de Cooperación de Peine traslada esta responsabilidad a la empresa minera Rockwood.
En definitiva, lo que hemos intentado exponer es que la comunidad de Peine ha desarrollado una serie de mecanismos para resguardar, defender, proteger, regular y monitorear los efectos de la extracción minera del litio y cobre en el Salar de Atacama, a través de la construcción de convenios, cuya mayor expresión es el convenio firmado con Rockgwood Lithium. Es indispensable considerar que las estrategias de resguardo de los recursos naturales presentes en estos instrumentos han sido desarrollados por la comunidad como forma de mitigación de los efectos de la sobreexplotación principalmente del recurso hídrico, a través de la sucesiva venta de derechos de aprovechamiento de agua, proceso que inicia el Estado de forma previa a la promulgación de la Ley Indígena. En consecuencia, estamos frente a estrategias ante hechos consumados, que si bien representan importantes avances en materia de protección y monitoreo, en ningún caso constituyen soluciones estructurales, que en dicho caso conllevaría el retorno de la propiedad sobre la totalidad de las tierras indígenas demandadas y sobre los recursos contenidos en ellas.
Finalmente, lo que queda en evidencia es que frente a este escenario la Comunidad de Peine ha impulsado una serie de mecanismos de resguardo y exigencia frente a las empresas mineras, y de impugnación y denuncia hacia el Estado chileno. Así, pese a que la relación entre pueblos indígenas y empresas mineras (y los intereses que movilizan a ambos actores) debiera estar mediada y resguardada por el Estado, estamos frente a una alianza entre Estado y empresas mineras, en donde hoy es el pueblo atacameño el que, a través de los mecanismos señalados, ha luchado por el cumplimiento de leyes y convenios y ha trabajado en las falencias que aquellos presentan en su ejercicio. El rol que desempeña hoy la Comunidad Atacameña de Peine, como otras comunidades indígenas de nuestro país, permite dar cuenta de una condición generalizada de los pueblos indígenas, insertos en un contexto específico que privilegia el desarrollo económico centrado en la explotación de recursos naturales, por sobre el reconocimiento a la diferencia y el respeto de derechos. Ese rol los convierte en protagonistas no solo bajo el entendido de que constituyen una de las partes del conflicto, sino que han logrado constituirse como sujetos políticos organizados y, por sobre todo, en el ente fiscalizador de sus propios derechos. En ese sentido, creemos que en la tríada Comunidad/Mineras/Estado, las estrategias llevadas a cabo por la Comunidad Atacameña de Peine han sido gatilladas por el vacío que ahí ha dejado el Estado. Esto ha significado la constitución de vínculos directos de relación entre empresas mineras y comunidad, vínculos que en ningún caso se ejercen desde posiciones de igualdad. Pese a ello, la gestión de estas instancias organizativas le ha aportado al espacio político cuestionamientos estructurales y reflexivos hacia la lucha por el reconocimiento, el territorio y los recursos naturales, todo ello desde una identidad étnica.
* Alumna tesista. Escuela de Antropología Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Co-Investigadora GICSEC
proyecto Minería, agricultura y la dimensión cultural de los confl ictos territoriales por las aguas (2013).
** Alumna tesista. Escuela de Antropología Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Co-Investigadora GICSEC
proyecto Minería, agricultura y la dimensión cultural de los confl ictos territoriales por las aguas (2013).
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