Editorial. Y sobre esos dichos que rezan que la verdad nos hará libres.

La verdad es aquello que promueve el acto emancipador. Pero no cualquier verdad, no cualquier terreno. El poder que reside en esta singularidad es aquel que nos moviliza, que enciende linternas y es aquel que está sometido a nuestro propio juicio, a nuestra propia capacidad de adivinar.

Cuando desde el cristianismo se proclama la encomienda sobre la verdad -que da título a esta editorial- lo hace desde la obligación de una religiosidad, de seguir su verdad, su camino y sólo desde ahí, declarar la libertad de las personas.

Ahora bien, educar desde la verdad, pareciera ser un acto bastante noble. El valor moral de la verdad resulta ser imprescindible a la hora de empezar un sermón, o en el caso particular de la educación, una clase o explicación. Es lo que finalmente posibilita eso que nosotros llamamos conocer. Porque nadie conoce lo corruptible, lo odioso o maligno en una cátedra o sermón. O quizás sí, como contraste para denominar lo bueno, lo sacro. Aun así, perseguir este valor es el que te da poder, inteligencia y razón. Al final de cuentas, te hace libre.

La verdad generalmente tiene ese efecto aglutinante en hombres y mujeres. Profetas y educadores. Proporciona consensos y por supuesto fines últimos. Grandes explicaciones del mundo y de la historia se imprimen en la mente de todos los que acuden a una institución a educarse. El acto pedagógico, la gran parábola del mundo, es la que da origen a la división entre lo correcto y lo incorrecto. Ficción que sustenta la estructura de la ignorancia y la sabiduría. La carencia y la prosperidad.

Esta trampa por un lado consiste en ser el origen absoluto de lo conocido y lo aprendido, y por otro, distribuye desigualmente las porciones de analfabetismo a los niños y niñas para luego ser liberados.

Entonces, ¿qué verdades se nos imponen cuando a pesar de vivir en una sociedad democrática los derechos fundamentales de las personas son violentados? ¿Estamos conscientes de los sermones que constantemente nos muestran un solo camino viable? ¿Es posible que el sonsonete de una rima terminara por entorpecer nuestras formas de libertad, de recuperación ciudadana y nos atara al acertijo de una simple adivinanza?

En tiempos donde la verdad se sincretiza con valores del mercado neoliberal, donde las funciones del estado se congelan y son los privados los que colorean los matices de la verdad, ¿cuáles son ahí las explicaciones, las parábolas? ¿Existió realmente tal verdad liberadora?

Cuando una verdad emancipadora reniega de su rol libertario, es simplemente una farsa. Este engaño es el que nos alienta a corregir el camino o a crear nuevos. Ya que no hay nada peor que dejar de prestar atención a lo que se dice, a lo que se es. En palabras de Rancière, la impotencia es solo pereza por avanzar y la humildad es el temor orgulloso a tropezar bajo la mirada de los otros.

Es justamente en esta parte del camino donde es preciso distinguir bajo qué verdades se discute la educación en Chile y cuáles son las consignas que promueven tales verdades. Es hora de recolectar lo que realmente reúne a hombres y mujeres. Qué significa ser hombres y mujeres, niños y niñas, personas diferentes. Tenemos la cabeza enferma de igualdad, de lo igualitario, cuando es primordial hacer énfasis en las distancias.

Estas diferencias de los relatos son lo que enriquece nuestra educación. Las palabras equivocadas, las explicaciones, la soledad, la injusticia, el hambre. Sin embargo, todo se homogeniza bajo el velo de la verdad.

Presentamos a continuación a doce columnistas, educadores, investigadores, dirigentes, académicos, directivos, bailarines, estudiantes, cesantes; todos desde su lengua distinguen fallas, quiebres, continuidades y excepciones de lo que se constituye hoy como Educación en Chile, sin precisar de la verdad, ni de los sermones, ni de las adivinanzas.

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