
* Felipe Ramos
La idea es hacer algo (se le exige al Estado que haga algo) pero que no determine los contenidos según el interés político. Pero, ¿se puede librar el Estado en su gestión de una marca o interés político? Indudablemente no, aunque esa acción política venga camuflada de un supuesto interés técnico.
Corría el año 1992 y reaparecía en Chile el Estado preocupado por las artes. Nacía el FONDART. Los fondos de cultura son la máxima expresión de lo que caracteriza a la política pública en esta materia. La discusión fue cómo apoyar, sin intervenir. El eterno debate entre las políticas culturales de la Ucrania de la URSS (pautando todos los contenidos artísticos) y el laissez faire estadounidense. La idea es hacer algo (se le exige al Estado que haga algo) pero que no determine los contenidos según el interés político. Pero, ¿se puede librar el Estado en su gestión de una marca o interés político? Indudablemente no, aunque esa acción política venga camuflada de un supuesto interés técnico.
Definitivamente, el gobierno en aquella época, se vio obligado a improvisar su gestión en cultura, sin tener una agenda muy clara. En ese entonces, la escena artística estaba limitada a las bellas artes, los espacios públicos para su difusión se encontraban cerrados o dominados por el mercado, y existía una deslegitimización de la cultura en general y de los oficios artísticos y patrimoniales en particular. La pregunta era entonces qué hacer o cómo asir las artes y la cultura.
El problema inicial debió ser, por lo tanto, cuál era la materia con que se estaba trabajando. Qué es arte y qué es cultura. Los ideólogos de la agenda en este sentido (Squella, Brunner, Garretón) asumieron los conceptos en sus derivaciones más extensas y se adscribieron en su documentación a las definiciones más tradicionales, para las artes, y a las más amplias, para la cultura. El resultado de todo ello fue el documento de las políticas públicas culturales de 2005-2010. El texto abarcaba alrededor de seis nociones diferentes de cultura, ya sea como actividad económica, educativa, cívica, patrimonial, política, etc., lo que permitiría leer una cierta fragilidad de un campo en discusión y debate, que se trata de afirmar y legitimar a través de todas las herramientas discursivas y, dentro de una política Estatal, intenta contentar a todos los interesados en ella.
El imperio de la economía
Todo el discurso, sin embargo, se ve eclipsado a la hora de entrar en acción; cómo llevar a cabo las intenciones de tales deseos. Para ello el CNCA se ha afirmado en la tendencia general de la “economía de la cultura”, que ofrecía una propuesta política como extensión a los análisis de la economía en otros ámbitos, adecuándolos a la problemática del “sector”[1]. Efectivamente, este análisis redibuja el escenario y redefine la noción de cultura como un sector de la economía, reconociendo ciertas características particulares, pero permitiendo a su vez la introducción de conceptos como consumo cultural, industrias culturales[2], capital, inversión, etc. Este tipo de análisis ofrecía la visibilización del aporte económico de la cultura, al mundo laboral, al PIB y a la recaudación de impuestos. Sin embargo amenaza con reducir la complejidad de la cultura a ciertas actividades productivas centradas en su valor simbólico y basadas en el derecho de autor como soporte. Tal análisis describe como ámbito de acción la creación artística (a la cual se considera como actividad no industrializada, pero factible de llegar a serlo), las industrias culturales y creativas y el patrimonio cultural.
Sin duda este enfoque es un aporte para entender ciertos procesos en las actividades artísticas y complementarias. Sin embargo su totalización puede ser nociva y restrictiva. Ya se han planteado ciertas críticas al concepto de industrias culturales[3], y dentro del espacio de la gestión genera escozor el uso del término “consumo cultural”, donde se ha optado por términos que tratan de visibilizar la no pasividad del público, tales como participación o empoderamiento, términos más acordes con la aproximación de los estudios culturales.
Acá podemos ver categorías disímiles (no necesariamente contrapuestas) como es la ya enunciada consumo/participación/empoderamiento. Por ejemplo, la identificación de la cultura como un “campo cultural” (al estilo de Bourdieu) autónomo y que sigue sus propias reglas, o de un “sector cultural” dentro del juego de la economía. Este tipo de definiciones son importantes al trabajar una política, pues las categorías de análisis social siempre han mostrado su carácter performativo, o sea, son en sí mismos una acción política y social con miras a la transformación del mundo[4].
Contentarse simplemente con aplicar la agenda de la economía de la cultura, nos reduce a un ámbito que excluye la acción estatal, que en tal caso podría estar mayormente asentada en el ministerio de Economía o Hacienda, antes que en el de Educación o el CNCA. Entonces la pregunta queda en el aire: ¿Qué es más importante para la institucionalidad cultural, la economía o la cultura?
Del documento de la nueva política pública cultural 2011 -2016
Volviendo al ámbito de la política en Chile, se ha gestado un nuevo documento, para un nuevo periodo de Políticas Culturales. Ampliamente esperado, el documento de la nueva política pública cultural, nos llega con retraso… ¿o retrocesos?
El Estado subsidiario, que hasta el momento era evidentemente financista, se vuelve más recatado, para disminuir su filantropía y mecenazgo en pro de una regulación mercantil desbalanceada o que requiere fomento lo más indirectamente posible. Reduce su derecho de ser puntal de la cultura, al dejarlo en las manos de decisiones no planificadas y antojadizas sobre el rol de la cultura, pero más aún, de la nación. El asunto es simple, se tiene fe en una industria (que en muchos casos en Chile está lejos de poder tener ese apelativo, como la cinematográfica) para que se subvencione, considerando que eso debería bastar para aumentar el capital cultural o los auxiliares que lo alimentan; y en realidad solo aumenta el capital económico, que en sí mismo no implica desarrollo de nada, sino que más veces ha demostrado que en su ausencia las cosas funcionan, en cultura y artes, de igual modo.
La nueva política cultural ha abandonado el carácter de la anterior de ser conciliadora de las distintas nociones de cultura, se instala lejos del acuerdo, y esta vez el discurso hegemónico se instala con mayor claridad, aunque incluyendo cierta discusión, sobre los términos de la economía de la cultura (se ocupa casi sin distinción el apelativo de sector cultural y campo cultural).
Como es común, se halla evidente descoordinación entre lo que se dice y cómo se actúa, parcelando la cultura; cuestión que no es contradictoria con la visión de “sector”, pero sí con una visión de elemento integrador de un “campo”. De esta forma la institucionalidad cultural se repliega a su espacio particular como si no tuviese conexión con otras instancias. Un ejemplo es la sorprendente contradicción entre el anuncio de la política cultural de fortalecer la formación de artistas y audiencias, mientras a través del ministerio de Educación, se reducen las horas obligatorias dedicadas a artes entre 5º a 8º básico. Especialmente riesgoso en un Estado que justifica su acción sobre la forma y no los contenidos, pero al mismo tiempo deja a merced de su producción al encandilamiento que le producen los festivales y bienales internacionales, donde el parámetro de los contenidos no son efectivamente locales o integradores de una identidad, sino por el contrario su universalización es el criterio de su contenido.
Un aspecto positivo está dado sobre el patrimonio cultural, cuestión que le ha sido esquiva al análisis económico y que ha mantenido su lenguaje, aunque desde ya es asediado por el turismo cultural, el cual sacaría a relucir su productividad económica. Aun así, es el ámbito de acción que caracteriza más a la noción de campo interconectado con las otras áreas del quehacer humano, y en tal caso la agenda en patrimonio obliga a la articulación con otros ámbitos, como la educación escolar.
Sin duda, la economía de la cultura se ha instalado con fuerza en la política pública cultural, con todos sus beneficios y sus perjuicios. Esperemos que con conciencia no se asuma su agenda sin la reflexión adecuada y sean los términos de la cultura y no los de la economía los que reinen sobre ellos mismos, lo que es un llamado a la gestión cultural, pero también a los investigadores, de crear y promover términos propios para referirse a la gestión de la cultura y no ser arrastrados por conceptos y agendas ajenas.
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* Felipe Ramos: Antropólogo por la Universidad de Concepción. Investigador sobre políticas culturales, arte, economía y energía. Actual Investigador en CIPAC (Círculo de Investigación del Pensamiento y Arte Contemporáneo) de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.
[1] Herrero Prieto, Luis. La contribución de la cultura al desarrollo económico regional. Investigaciones regionales, nº 19, 2011.
[2] Pese a que se trata forzadamente de hacer la conexión entre la “industria cultural” de Horkheimer y Adorno, el plural de “industrias culturales” tiene un origen completamente distinto.
[3] Mato, Daniel. «Todas las industrias son culturales», Comunicación y sociedad Nº 8, 2007. O también ver la critica compartida por Yúdice y García Canclini de que se convierta en una maquila Cultural.
[4] Van Dijk establece los mecanismos en que el discurso es una acción política más, mientras que al mismo tiempo el discurso académico de las ciencias sociales ha demostrado su injerencia a la hora de definir, tratar conflictos o marcar tendencias.
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