Ecología política en el fin de la naturaleza

Por Leonardo Valenzuela[*]

El Antropoceno marca un punto de inflexión mayor en la trayectoria de la humanidad, el reconocimiento de un cambio mayor de escala donde la distribución del fenómeno humano ya no es tan solo geográfica y se convierte en un asunto geológico. El quiebre del Holoceno al Antropoceno es materia de debate por el momento, sin embargo, lo relevante de esta transición es el cambio desde una época caracterizada por condiciones climáticas benevolentes que favorecieron el desarrollo y expansión del fenómeno humano en la Tierra, hacia otra caracterizada por la consolidación del fenómeno humano como una fuerza capaz de alterar los ciclos geológicos del planeta, con el cambio climático como una de sus más patentes expresiones.

La capacidad humana de dar forma al planeta, ya no simplemente como materia simbólica sino como un acto concreto, conforma, en palabras de Bruno Latour, un antropomorfismo en esteroides. La tierra empieza a adoptar la forma de nuestros deseos, de la expansiva ambición por superar un pasado poco sofisticado para alcanzar un estado donde supuestamente yace la felicidad absoluta. El resultado es un planeta en crisis, donde cada día nuevos umbrales son sobrepasados, dando forma a una sombría perspectiva para la sobrevivencia de la humanidad en el planeta. En ese contexto no faltan quienes proponen como solución seguir fundiendo el planeta para buscar opciones de vida más allá de sus fronteras. El mismo sueño de grandeza es el que ha ido moldeando el incierto y complejo futuro que depara a la humanidad.

La ecología política ha sido, como disciplina académica y como práctica política, una respuesta a la crisis que plantea el Antropoceno con la transformación del ser humano en una amenaza para el planeta y para sí mismo. La ecología política ha pasado por una serie de transformaciones desde sus consolidaciones iniciales a fines de la década de 1960. Académicamente, el movimiento se inició con la incorporación de variables ecológicas al análisis de la economía política tradicional, un eco de la advertencia de Karl Polanyi de que el destino del planeta en manos del capitalismo sería convertirse en un desierto. Hoy en día, la ecología política ha sido enriquecida con múltiples intercambios disciplinarios, dando forma a un campo diverso que cuestiona las bases mismas de la distinción entre naturaleza y cultura, invitándonos a repensar incluso lo que significa ser humano; un proceso que se acentúa con el giro nohumano que está ocurriendo actualmente en múltiples circuitos académicos, particularmente en las ciencias sociales y humanidades.

Es posible establecer una suerte de paralelo inverso entre las trayectorias académicas de la ecología política y sus expresiones en las arenas del activismo y la política institucional, esto en parte debido a que los intercambios entre ambos mundos no han sido particularmente activos; en muchos casos privilegiando el uso de modos de producción científica más convencionales que los que la ecología política ha sido capaz de ofrecer. Se puede señalar como un momento de inflexión la irrupción de movimientos de transformación cultural relativamente masivos en los años sesenta, particularmente el feminismo, pacifismo y ecologismo. Estos movimientos plantearon un desafío moral radical a las estrechas concepciones de humanidad, soberanía y naturaleza de la época, con un importante elemento de activismo inspirado en las prácticas del movimiento por los derechos civiles; un ánimo transformador que sintoniza más con el estado contemporáneo de la ecología política académica. El siguiente paso se dio a través de alianzas con grupos de presión locales, por ejemplo en el caso del movimiento por el desarme nuclear en Alemania y el movimiento contra las represas en el río Franklin en Australia.

Con el pasar del tiempo, los partidos verdes más consolidados han ido modificando el ímpetu inicial por la transformación radical y se han enfocado en un tipo de política incrementalista, la cual ha consistido en la incorporación progresiva de actores políticos que estaban ausentes en las décadas pasadas. Los verdes han puesto sobre la mesa alternativas como las energías renovables no convencionales y formas innovadoras de conservacionismo, al mismo tiempo que han brindado visibilidad y opciones a grupos tradicionalmente marginados, operando sobre una intensa política de la diferencia. El incrementalismo, en oposición a una visión política más profundamente transformadora, probablemente no haya sido una mala opción en términos pragmáticos, considerando que para ser competitivo en las democracias occidentales contemporáneas es necesario compartir los códigos de los competidores, sin embargo ha restado fuerza a la ecología política como modo de pensar y practicar el mundo alternativamente. Afortunadamente, la otra cara de la moneda es que ha dado pie a que otros actores se “contaminen” con las ideas de la ecología política, por ejemplo hoy en día hasta el Vaticano se alinea con muchos de esos principios; una clara invitación a mover las fronteras y hacer frente más decididamente a las crisis del Antropoceno.

Ciertamente, el cambio climático junto a otras expresiones del Antropoceno no refieren a una acción particular que pueda ser rastreada con precisión en el tiempo, sino más bien a un enjambre de actos y decisiones donde han operado alianzas entre humanos y no humanos. Un ejemplo de esto es la era de los combustibles fósiles, un fenómeno que se consolidó con el uso industrial de motores a carbón y luego la expansión del petróleo. La revolución industrial se apoyó en estas tecnologías para desarrollar industria pesada e infraestructuras de gran escala; la metalurgia ha jugado un rol fundamental en ese proceso, por ejemplo, alzando a Gales como la primera nación industrializada del mundo mediante la fundición de cobre, y hoy en día con las monstruosas cantidades de carbón que se queman en China, el mayor productor de metales procesados industrialmente del mundo.

El saldo de la era de los combustibles fósiles ha sido un planeta sobrecalentado, además de una precaria forma de habitar el mundo. Desde la ecología política es posible entender hasta qué punto depender de combustibles fósiles nos hace inmensamente vulnerables y limita las posibilidades de formas alternativas de vivir en el mundo. Es tal la complejidad con la que la dependencia energética ha ingresado a nuestra forma de entendernos como humanos, que la posibilidad de una limitación en el abastecimiento es vista como una crisis civilizatoria, con muchas voces augurando un retorno a la “era de las cavernas”. La dependencia energética nos lleva a aceptar transacciones morales como la justificación de guerras, la contaminación crónica del aire que respiramos, la aniquilación de prácticas culturales y el abuso de comunidades indígenas, además de la destrucción de las últimas reservas ecológicas en las regiones más extremas del mundo. En muchos sentidos lo más cavernario de la dependencia energética, en el sentido derogatorio del término, es su inhumana inmoralidad.

Polanyi advertía en La gran transformación que el avance del capitalismo dejaría reducida la naturaleza a sus elementos. Esa es probablemente una de las grandes novedades del Antropoceno, la naturaleza ya no es medio ambiente, una materia homogénea, indiferente y externa, sino que una multitud de entidades portadoras de capacidades únicas sobre las cuales la vida en la tierra se sostiene con fragilidad. El fin de la naturaleza es justamente el fin de esa forma trivial de ver el mundo bajo la óptica del excepcionalismo humano y, al mismo tiempo, es la amenaza real de la desaparición del mundo al que estamos acostumbrados. Esto no tiene nada que ver con argumentos como el del fin de la historia, donde la tendencia es hacia la homogeneidad. Más bien es la irrupción de una forma de entender el rol de los no humanos y sus subjetividades en hacer historia y geografía, un movimiento que nos ayuda a comprender la creciente complejidad y complicación de los fenómenos planetarios.

Un ejemplo de lo anterior es lo que ha estado ocurriendo con la Patagonia Aysén y los proyectos de represas como HidroAysén: la colonización industrial de una de las últimas reservas de vida del planeta, con la finalidad de extraer energía hidroeléctrica. Dichos proyectos han sido paralizados momentáneamente sobre la base de que los antecedentes presentados no se hacen cargo de la demostrada porfía con la que el huemul y los ríos no se acomodan a los modelos que se han hecho de su comportamiento. Frente a la futilidad de los argumentos por la conservación de un ecosistema, es la movilización política de la individualidad de dos entidades no humanas –huemules y ríos– el factor determinante para la paralización del grave atentado que significan las represas.

En Islandia se ha vivido un proceso que ha ido en otra dirección. La disponibilidad de energía geotermal, junto a un torcido plan de desarrollo hidroeléctrico, ha facilitado la expansión de la industria del aluminio en esta pequeña isla en la frontera del Ártico. Hoy más del 70% de la energía que produce el país es consumida por la industria del aluminio, esa energía es subsidiada fuertemente por todos los islandeses, mientras las compañías que operan las fundiciones declaran año a año fuertes pérdidas, en un ejercicio de acrobacia tributaria, evitando pagar impuestos. Para un importante sector de Islandia la construcción de represas y fundiciones de aluminio se ha convertido en un fetiche, un símbolo hueco de progreso, considerando que su beneficio económico directo es casi nulo y el precio a pagar ha sido la progresiva destrucción de importantes ecosistemas en la región montañosa de la isla. El siguiente plan en el horizonte de los políticos de derecha y del partido del progreso en Islandia es acelerar la construcción de represas hidroeléctricas para abastecer a Europa mediante un cable subterráneo, básicamente convirtiéndose en la pila de Europa. Esta situación aterra a muchos otros islandeses que se preguntan casi retóricamente si es realmente conveniente destruir una reserva de vida como lo es Islandia para abastecer la producción de latas de bebidas y las obesas necesidades energéticas de Europa.

Una situación similar podría ocurrir en Groenlandia con la expansión minera, un asunto que ha sido propiciado por el derretimiento de los hielos árticos a causa del cambio climático. Con la relativamente reciente autonomía que han conseguido los groenlandeses con respecto a Dinamarca, han otorgado licencias de exploración minera a corporaciones chinas y australianas, entre otras. Actualmente existe una intensa batalla por los recursos mineros de esta zona que ha alimentado una fuerte ambición de progreso entre los locales, quienes ven en estas inversiones una forma de reafirmación de su identidad, autonomía y soberanía. Similares ambiciones pueden sondearse en torno a la posibilidad de explotar recursos mineros en la Antártica, continente sobre el que pesan restricciones a consecuencia del Tratado Antártico de 1959 y la moratoria de 1976. En 2048 el tratado será revisado y no sería raro que se busque levantar la restricción.

Los ejemplos de Groenlandia e Islandia nos muestran el triste escenario de que, frente a un llamado a la acción colectiva global frente al cambio climático, la respuesta de muchos es ver este proceso como una oportunidad de negocios o, aún peor, sugerir que el modo de superar la crisis es perseverar en la misma lógica que ha creado el problema.

El Antropoceno marca el fin de la naturaleza y consolida a la ecología política como una herramienta fundamental para hilar la complejidad de los problemas que enfrentamos y enfrentaremos en un futuro para nada lejano. Por un lado, como una herramienta para pensar esos problemas dimensionando adecuadamente su complejidad y, por otro, como una forma de traducirlos y llevarlos de manera efectiva a los terrenos de la democracia. Hacer ecología política hoy tiene que ver con negarse a que existan problemas con soluciones únicas y proveer siempre formas alternativas de mirar el mundo. Cuando no hay alternativas, la democracia colapsa y el mundo literalmente se degrada y empobrece.

[*] Sociólogo, candidato a doctor en Geografía Humana de la Universidad de Sídney.

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