Dios en La Moneda

Luis Cordero Vega

Con el nuevo gobierno la apelación a dios se ha vuelto un asunto común en el discurso público. Las exigencias de la democracia, sin embargo, hacen intolerable a esta práctica.

Desde que Sebastián Piñera ganó la elección presidencial se ha instalado como parte de su discurso público la figura de “Dios”, la que ha llevado a sus intervenciones en diversos y complejos asuntos públicos. El discurso el día de su triunfo, el mensaje del 21 de mayo del año pasado, el rescate de los “33”, así como una buena cantidad de otras intervenciones públicas han estado iluminadas por la figura de “Dios”. En palabras del Presidente, de Él dependen las fortalezas, la sabiduría y el destino de nuestro país.

¿Es esto sensato? ¿Es tolerable que el Presidente de la República revindique sus íntimas creencias como justificación de su actuar en lo que a asuntos públicos se refiere?

En mi opinión, no. El Estado moderno constitucional se ha construido sobre una lucha por la secularización del poder. También entre nosotros ha existido una demanda creciente por el “laicismo” del poder, representado por la que se creía la conquista más relevante de ese proceso: la separación entre la Iglesia y el Estado. Aunque comparto evidentemente ese discurso, creo que lo manifestado por el Presidente va mucho más allá.

Que la Iglesia y el Estado están separados totalmente, así como que nuestras creencias forman parte de la intimidad y de la propia conciencia, son una cuestión evidente y legítima. Pero pareciera que la manera como se justifica el actuar de nuestras autoridades no necesariamente es alcanzada por esas conquistas.

Recurrir a “Dios” como parte de los respaldos y de las orientaciones que deben “iluminar” las soluciones a los problemas de interés público, resulta ciertamente inadecuado. Afirmarse en ello supone buscar soluciones en una cierta retórica cosmológica, basada en una “historia de la salvación” que no depende de nosotros, de manera que si esas soluciones no se concretan, es porque “así estaba escrito”. Se podría afirmar, en definitiva, que las soluciones dependían de una voluntad externa a la propia deliberación pública en una sociedad democrática.

Algunos sostendrán que detrás de las expresiones del Presidente no existe ninguna amenaza para el Estado laico, sino que es más bien un énfasis retórico buscando un discurso de unidad.

Aunque esa respuesta es aparentemente inocente, en mi opinión, no es aceptable. No puede un Presidente de la República de un Estado Constitucional que garantiza, en principio, un pluralismo ético, fundar los objetivos y respuestas de su política pública en un “poder sustentador” ajeno al sistema democrático, pues por esa vía lo relevante no serán las reglas de convivencia que hemos definido, sino creencias pre-políticas de comunidades religiosas, que se sobreponen a la voluntad democrática, da lo mismo si esta es católica o no.

Es riesgoso para una sociedad democrática concebir que la vida buena y ejemplar depende de preferencias religiosas específicas, especialmente cuando ellas son invocadas por el propio Presidente de la República como objeto deseable de desarrollo nacional.

Que una sociedad requiera de solidaridad entre sus ciudadanos, así como la necesidad de una convocatoria colectiva para afrontar momentos difíciles, no justifica invocar un argumento externo a nuestra convivencia democrática para encontrar esa identidad común, precisamente porque una convocatoria así excluye a otros.

Las formas importan y el discurso público también. No es adecuado que traslademos a la esfera pública las cuestiones que son propias de la conciencia. En ese espacio debemos tener cuidado porque corresponde a un lugar común donde definimos nuestras reglas de convivencia y de participación colectiva.

Comentarios

Comentarios

CC BY-NC-SA 4.0 Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Be the first to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo no será publicada.


*