
Milena Bralić*
Ya han pasado unos cuantos años desde que la macabra maquinaria del libre mercado y el postmodernismo se alimenta de los cerebros podridos de aquellos que han sido sometidos a reglamentos esclavizadores que no hacen más que engordar las billeteras de empresarios que, por supuesto, son los mismos que nos gobiernan. ¡De alguna manera debe ser sustentado el modelo, y qué solución más perfecta la de gobernar y robar al mismo tiempo, creando una legislación que lo permita!
Los años pasan y la generación perdida va quedando atrás, aquellos que por miedo, desconocimiento o desinterés no se pronunciaron ante la realidad succionadora que nos rodea, están siendo desplazados por generaciones más jóvenes que se encuentran algo más alejadas de épocas militarizadas y por lo mismo son capaces de verbalizar sus objeciones contra la herencia de estas. Los estudiantes entonces son los que comienzan a usar sus espacios para poner los temas sobre la mesa, y una vez consensuadas las demandas, las calles comienzan a ser utilizadas para exigir algo que nos pertenece, el espacio público se convierte en el panel de exposición de petitorios y, al mismo tiempo, en el territorio de batalla, algo de lo que todos hemos sido testigos y/o partícipes estos últimos años.
El despertar de las generaciones es algo necesario y para esto son imprescindibles los espacios de discusión, porque claramente debemos saber de qué estamos hablando. El problema está, a mi parecer, cuando la discusión se da vueltas una y otra vez sobre sí misma, teorizando sobre conceptos y formas de manera tan detallada que la asamblea de estudiantes queda reducida a una burbuja atemporal tan impermeabilizada que ya es imposible volver a contextualizarla. El grave afán por la perfección intelectual del discurso termina por ubicar en un segundo plano la finalidad de nuestras demandas, ya que comienza a ser demasiado tarde para dar el paso que yo creo más importante: el de la acción, pues es el que da cuenta de todos los procesos analíticos que se están llevando a cabo, abriendo unos cuantos otros ojos que se unen en la misma lucha y que no dan respiro a los opresores. Una conversación eterna dentro de cuatro paredes siempre será una conversación eterna dentro de cuatro paredes; un montón de frases compuestas por palabras hermosas no cambiarán nuestra realidad si no somos capaces de materializarlas y darles vida en las calles. Esto ocurre generalmente en las universidades, ya que el estudiante de este espacio físico, a diferencia de los secundarios, se ve envuelto por primera vez en un lugar donde es independiente y donde sus propias ideas son las que lo llevan a generar proyectos e iniciativas; es ahora cuando la palabra propia vale y las autoridades pueden ser enfrentadas, podemos hablar de tú a tú, el ego intelectual comienza a florecer y un vocabulario extenso es el que te permite escalar hacia a la cumbre de la admiración. Es entonces el universitario el que da muerte a las demandas, marchitándolas poco a poco con la ilusión del cambio, ya que su mente ha sido atrapada por el mundo intelectual, donde un buen planteamiento es capaz de desviar la atención de los eventos violentos que están pasando fuera de las aulas. Nuevamente es la calle la que pide a gritos que se le escuche cuando la sangre de manifestantes golpeados tiñe las veredas, mientras las gruesas paredes de las universidades se preocupan de aislarlo todo.
Cuando los espacios donde se encuentran los epicentros de las movilizaciones comienzan a viciarse de esta manera, es urgente encontrar otro lugar de trabajo; alguien debe continuar con el camino que ya se ha caminado, y creo que es hora de abandonar las universidades que de alguna manera u otra son externas a uno, para volver a lo propio, donde se encuentran las raíces, donde las relaciones humanas se basan en lo cotidiano y las necesidades se vuelven evidentes para el ojo común y corriente. Hablo de los barrios y poblaciones. Es aquí donde nos encontramos con una gama amplia de edades, experiencias, géneros y estilos, que nos presentan la realidad tal cual es, sin supuestos ni discursos representativos. Entonces se vuelve palpable la demanda y la eterna perorata del estudiante con experimentada labia queda ridiculizada y reducida a simples palabras, pues no tiene relación con lo que ocurre diariamente en las calles. La acción pasa de ser un producto a largo plazo, de mis discusiones elevadas a una necesidad urgente ante el vecino que hoy no tiene qué comer o no puede ir a estudiar por falta de dinero; ese vecino necesita respuestas efectivas, pues se encuentra inmerso en la realidad donde las condiciones de vida son directamente violentas con las personas que la habitan.
Entonces, cuando nos preguntamos qué debemos hacer ante el obvio desgaste de la lucha universitaria que no produce más que extensos documentos que hablan sobre lo que nos aqueja, basta mirar a nuestro alrededor, pues la respuesta está más cerca de lo que uno cree; solo hace falta que tomemos la decisión y rompamos las barreras que nos separan del otro, para ir y con un simple gesto cotidiano recuperar las relaciones humanas. El que vive al mi lado necesita que todo su alrededor se una y luche en conjunto por un fin común; la maquinaria represora no podrá hacer mucho si se avecina un monstruo gigante cansado de los abusos, y que toma la acción como vía a la solución urgente.
Nos enfrentamos ahora a un gran desafío: ¿Será posible superar aquellas barreras que la misma sociedad construye para que no nos relacionemos con el otro?, ¿podremos superar el individualismo? Si renunciamos y nos alejamos del mundo universitario, puede que estemos cada vez más cerca de lograrlo, pero no cabe duda de que aun así quedaría mucho trecho por recorrer. No basta con identificar una posible área de acción para tener resultados; es necesario encontrar los espacios personales que puedan utilizarse para ello. Pero, ¿cómo lograrlo si hoy en día nuestro tiempo, y por lo tanto nuestra vida, se encuentra tan colonizado por el sistema? El día está en función de la producción y mi cuerpo es utilizado como un objeto que trabajando al límite obtiene ganancias que me permiten comer, pagar el arriendo, comprar ropa y en algunos casos acceder a ciertos lujos. Es más, la presencia constate de la responsabilidad irrenunciable de mantener a una familia y asegurarles un futuro que también será esclavizado, se convierte en una eterna angustia cuando la realidad te golpea directo en la cara. Todo ese esfuerzo que la mayoría de las veces creemos que es para nosotros mismos, al fin y al cabo termina siendo el sustento de la maquinaria. Nuestra vida no nos pertenece, cada vez que suena el despertador cuando aún no hemos recuperado la energía gastada de la jornada de trabajo anterior evidenciamos nuestra triste realidad, nos hemos convertido en engranajes de la gran máquina.
A medida que avanzo en mis reflexiones, me doy cuenta de que quizás la problemática principal no tiene que ver tanto con los espacios, a pesar de que es un eje determinante en cuanto a los resultados. Debo admitir que existe un elemento transversal que es necesario considerar: si nuestra vida no nos pertenece, entonces es imposible planear sus tiempos en función a nuestras luchas, porque de alguna u otra manera quedaríamos “fuera del mundo”. Es necesario entonces comenzar por plantearnos qué queremos hacer de nuestras vidas, y si permitiremos que nos la quiten. Quizás tendríamos que comenzar por pensar si vale la pena vivir en un mundo donde la rutina nos desgasta lentamente. Respondiendo aquello tendremos que elaborar los mecanismos para hacer de nuestra pasada por el mundo algo que tenga que ver con el yo y la relación recíproca con el otro, y no con el servicio sesgado hacia aquellos que por la fantasía del dinero nos dominan.
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* Estudiante de Licenciatura en Artes, con mención en Danza, Universidad de Chile. Miembro de compañía Carnavalito Gitano.
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