Dar para olvidar

(Micro-espacios de convivencia)
*Alejandra Salgado

Y frecuentemente damos más en la micro que en otros lugares, porque el estado de conciencia es diferente al de otros momentos, como si bajáramos la guardia en unos aspectos y la subiéramos en otros.

Un joven bien vestido, rubiecito, con pinta de voluntario de Un techo para Chile, llegó al paradero junto a un señor de ojos desorbitados y movedizos. Como llevaba un palo de escoba en su mano y el joven nunca dejó de tomarlo por el hombro, imaginé que era ciego. Después de breves minutos en silencio, el voluntario le dijo que se tenía que ir, que otra persona le diría cuándo subir a la micro. Se dio media vuelta y lo encargó a quien parecía su verdadero opuesto (muy moreno, apoyado en un fierro con aire de choro). A pesar de no recibir respuesta, el voluntario le dio las gracias y se fue rápido. Nunca nadie se acercó al ciego, y él se ponía cada vez más inquieto. Si bien sus expresiones fueron siempre exageradas, al dejarlo el centinela, entró en desesperación. Sus ojos cambiaban de dirección cada vez más rápido, sobre todo cuando llegó la micro. En ese momento empezó a mover el palo y a avanzar hacia adelante. El choro comentó algo a otro que estaba cerca, sin separarse del fierro. El ciego siguió avanzando solo hacia la calle. Yo me subí a la micro que paró, me senté en los asientos de atrás, desde donde lo vi tantear con su palo y avanzar muy poco, tenso, con la cabeza inclinada hacia atrás. Sentí algo raro, no fue pena. Pero pensé unos segundos en si los choros a cargo lo ayudarían cuando llegara su micro, si se quedaría mucho rato ahí o si caería finalmente a la calle. Desde luego, también me molestó su falta de autonomía, por no tener el bastón correspondiente, por no saber desenvolverse solo ni pedir ayuda.

Dos cuadras más allá se subió un sordomudo que presentaba su discapacidad en un papel que por un lado traía impreso el alfabeto en lenguaje de señas y por el otro los diez mandamientos del vago; de yapa, un calendario del pato Donald que dice “Fue fácil conocerte, difícil el no quererte, imposible dejar de amarte”. Le di una moneda de cien pesos aunque no le di nada a otro que subió con el mismo papel dos días antes, quien me lo quitó con fuerza, enojado, como suele pasar cuando te dejan el producto contra tu voluntad y lo devuelves sin dar dinero.

A pesar del feo episodio con el sordomudo anterior, y que no me interesaba en absoluto tener los mandamientos del vago, algo me obligó a abrir el monedero… Cien pesos no es nada hoy en día. No alcanza ni para comprar un superocho. Pero tampoco tengo suficientes cien pesos para atender a todos quienes suben a las micros, lo que me ha llevado a pensar en organizar un fondo personal destinado a este tipo de gastos. Tengo múltiples giros para elegir: entre los que venden calcetines, remedios, dulces, artículos para manicure o pedicure, libros, portadocumentos, y los clásicos heladeros, además de músicos, uno que otro declamador, cesantes, enfermos, payasos y personas con capacidades limitadas. A pesar de su diversidad, todos comparten rasgos conmovedores, como de vulnerabilidad e intemperie.

Uno prioriza respecto a la típica lógica del costo-beneficio. Por ejemplo, no hay por dónde perderse entre comprar un cortaúñas a quinientos pesos en la micro, si las cadenas farmacéuticas los venden cien por ciento más caro. El tema es, sin lugar a dudas, necesitar el cortaúñas en ese momento. A pesar de ello, existen quienes compran para ayudar, sea porque el vendedor les cayó bien o porque les dio pena que nadie le comprara. Entonces, al beneficio de la ganga, se suma una especie de distensión emocional.

Los músicos son recompensados según el bienestar que generen en los demás, sea por una buena interpretación de la pieza y/o por factores emocionales que motiven las temáticas de sus canciones. Si te molestó o te fue indiferente, simplemente no le das. Actualmente abundan grupos con diversidad de instrumentos y estilos, mucho más producidos que antes, con arreglos para la ocasión y todo. En muchos casos, uno podría hasta agradecer la posibilidad de escuchar música en vivo durante los trayectos.

En tanto, los menos favorecidos por el tiempo y los cambios han sido los enfermos, los cantantes a capella, las mamás solteras con los niños a cuesta, los artesanos y los discapacitados. Antes, en las micros amarillas, éstos abundaban y, aunque no recuerdo bien si conseguían la ayuda que buscaban, sé que había muchísimos. Hasta tenían una entonación característica, que muchos imitaban de manera perfecta para lucirse entre los amigos. Ellos son los extintos, a quienes no se les extraña en demasía, pero sí se les recuerda.

Como excepción, hace un par de meses subió a la 403 Santiago-La Reina, cerca de Plaza Italia, un señor diciendo que venía del sur, que no tenía dinero ni trabajo y nada más. Brevemente explicó su condición, pidió la ayuda y se fue. Lo increíble es que casi todos los pasajeros le cooperaron, parecieron conmoverse en serio, hasta lo comentaron al final. Algo habrá influido el tono suave, su acento muy sureño, su performance en general, que tuvo harto de honesta… quizás el recuerdo del terremoto. De todas maneras uno sospecha de todos, sean cesantes, enfermos o discapacitados.

Es posible que fuera de las capacidades oratorias del sureño, el evento estuviera condicionado por la escasez de personas que piden en relación a quienes necesitan dar. Y frecuentemente damos más en la micro que en otros lugares, porque el estado de conciencia es diferente al de otros momentos, como si bajáramos la guardia en unos aspectos y la subiéramos en otros. Algo pasa en la micro, que reúne muchos de los rasgos de nuestro entorno, como si hubiéramos elegido este espacio para depositar problemáticas importantes, tales como la fragilidad del trabajo del artista, el problema de la discriminación a los discapacitados, su desprotección, la de los enfermos y de los cesantes. Es reflejo de cómo nos relacionamos, un verdadero muestrario de micro-lógicas, digno de observar y estudiar. Ejemplo de esto serían las mencionadas dinámicas de donación, donde el gesto se materializa en un parche curita o en un calendario que recuerde la buena acción. Probablemente estos objetos se lleguen a necesitar, pero por alguna razón preferimos comprarlos en la micro a la librería, más allá de lo cómodo que sea obtener algo sin salir del asiento.

Dentro de todo esto, lo terrible sería conformarse, incluso sentir comodidad y satisfacción en esta micro-relación con los estigmas de nuestra sociedad. Sería macabro pensar el donar de micro como una única vía de escape a la infinita presión que generan los problemas sociales irresueltos, una especie de catarsis, análoga a las macro-relaciones (transnacionales) de donación como Worldvision y la Teletón.

En mi caso, con lo del ciego y el sordomudo, creo que tuve la necesidad urgente de dar. Sucedió en mi consciencia un traspaso de la culpa, de un evento a otro, por no haber ayudado inicialmente a quien no pudo subirse a la micro por sus propios medios. Ni siquiera cuestioné que el sordomudo lo fuera realmente. Sólo doné. Le di un valor adicional al papel y al calendario de yapa, el de paliar la culpa.

Todos, o muchos de nosotros, esperamos sentados en un asiento de micro que las cosas mejoren, que las personas discapacitadas tengan una inserción laboral real, a pesar de ver diariamente a ciegos vendiendo antenas de TV de la calle. También esperamos que baje la cesantía, y que nuestros hijos no sean músicos o que no les toque subir borrachos a la micro a pedir limosna. Mientras tanto, donamos, pasamos la moneda a quien la pide, esperando también un poco de paz a cambio. Pero ¿borra la moneda la conciencia pesada? ¿Nos sentimos responsables por los problemas ajenos? ¿Queremos cambiar algo?

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*Alejandra Salgado: Bailarina e investigadora, Licenciada en Artes con mención en Danza y Bachiller en Ciencias Naturales y Exactas de la Universidad de Chile. Intérprete y directora artística de AA, proyecto de creación interdisciplinaria. Bailarina de la compañía de danza Tardanza de Yasna Lepe. Su investigación actualmente está ligada a la promoción de la transversalidad en la formación artística.

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