
* Daniela Acosta
La cultura es un campo en disputa y, en tal sentido, la entendemos como un proceso en el que se despliegan relaciones de poder. En el siguiente artículo, un breve acercamiento al concepto de cultura que construye el CNCA de Chile, en el documento “Chile quiere más cultura. Definiciones de Política Cultural 2005-2010”, también un pequeña reconstrucción de la modelación de la ciudadanía en relación a las figuras del receptor y productor de objetos culturales, en el marco de la post-dictadura y de la consolidación del modelo neo-liberal de mercado. Además, un llamado a preguntarse por el rol de la ciudadanía y el gestor cultural en este complejo escenario.
Los intentos en la historia de Chile de establecer una institucionalidad cultural se remontan quizás al año 1966, en que Chile adopta el “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” de la ONU, que se ratificaría en 1972 y se promulgaría en 1989, haciéndose efectiva su entrada en vigencia como Ley de la República [1].
Como vemos, el final de la dictadura militar en Chile trajo consigo, además de la apertura del horizonte de expectativas democráticas, la renovación de ese proyecto de institucionalidad cultural, olvidado en el espacio que se abre entre los años 1972 y 1989. En este sentido, el gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994), por intermedio del entonces Ministro de Educación, Ricardo Lagos, convocó a la constitución de una Comisión con el objetivo de elaborar una propuesta para la institucionalidad cultural chilena, la que terminó su labor en agosto de 1991.
Durante el gobierno de Eduardo Frei (1994-2000), precisamente en el año 1997, gestores culturales y un grupo de diputados representativo de todas las corrientes con expresión parlamentaria, convocaron al “Encuentro de Políticas Públicas, Legislación y Propuestas Culturales” en la ciudad de Valparaíso. En el documento resultante surgieron 120 propuestas para la cultura y se reiteró la necesidad de avanzar hacia la creación de una institucionalidad cultural.
Pero no fue sino hasta el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006) cuando estas intenciones se verían cristalizadas. En julio de 2003 se promulga la ley de “Institucionalidad Cultural”, que creó el “Consejo Nacional de la Cultura y las Artes”.
Entendemos la apertura a una institucionalidad cultural en Chile desde una perspectiva particular, pues el proceso de redemocratización de la vida social en el que se enmarcan los proyectos de ley arriba citados que redundan en la posterior cristalización del CNCA, deben su coherencia -a pesar de las referencias a la superación del pasado dictatorial- a la instauración del modelo económico neo-liberal. Junto a Willy Thayer podemos decir que la transición es primordialmente la dictadura: “el proceso de ‘modernización’ y tránsito del Estado nacional moderno al mercado transnacional post estatal” (1996; 189).
Pero la cultura es un campo en disputa: “[Existe] un capital común y la lucha por su apropiación […] A lo largo de la historia [se] ha acumulado un capital (de conocimiento, habilidades, creencias, etcétera) respecto del cual actúan dos posiciones: la de quienes detentan el capital y la de quienes aspiran a poseerlo” (García Canclini, 1990; 14).
En este sentido abordamos todo intento por definir el espacio cultural, pues esta caracterización es productiva en la medida en que sugiere la idea de un “proceso”, y se aleja de la producción unilateral de una clase política, ya que sitúa su atención sobre el carácter conflictivo de las relaciones entre los participantes políticos y sociales de la “comunicación estética”[2]. Una cultura no es el producto de una clase social sino el conjunto de procesos donde se elabora, como bien dice García Canclini, la significación de las estructuras sociales, se la reproduce y transforma mediante operaciones simbólicas.
De este modo, el hecho de que la cultura pase a ser vista y reafirmada legalmente como un derecho internacionalmente reconocido, dista de la visión neoliberal preponderante y de “particular” vigencia en el Chile actual respecto de la educación y la cultura como bienes de consumo y no derechos inalienables del hombre. En este espacio de tensión se inscribe el documento “Chile quiere más cultura: Definiciones de política cultural 2005-2010”.
La definición de cultura que se hace en el primer documento del Consejo Nacional de Cultura y las Artes es bastante compleja, por no decir contradictoria y poco clara. Lo mismo pasa con la modelación del ciudadano chileno, quien resulta ser más bien un consumidor, en un rol pasivo y receptor de esta cultura que hacen los otros.
Entre las posibles consecuencias que hemos podido constatar a más de un lustro de la publicación del documento “Chile quiere más cultura”, es la sensación -desde nuestra experiencia como ciudadanos chilenos- de que la cultura es un bien de consumo, al que podemos tener acceso siempre y cuando tengamos cómo pagarla.
Así, la cultura es un derecho en la medida en que consumir en una sociedad de libre mercado lo es. La cultura es caracterizada, además, como un bien simbólico que no está al alcance del bolsillo del que está en los bordes, ni tampoco del que está en el centro si no cuenta con el dinero necesario. La cultura es algo de otros, que otros hacen y que a nosotros se nos aparece en las formas del entretenimiento y lo que pudiéramos caracterizar como el “perder el tiempo” de algunos pocos privilegiados.
La cultura como elemento necesario en la conformación de la identidad de los pueblos, es un factor más de segregaciones y define espacios sociales particulares, se confunde -muy a contrapelo de la idealidad de las consignas- con los demás mecanismos de exclusión que operan en la jerarquía social.
Si la cultura es indispensable en la formación de una identidad social, y lo que es más, de una identidad en la diversidad del mundo actual, la única identificación posible para el ciudadano es la del excluido, del receptor pasivo de lo que otro hace por él y le entrega ya definitivamente terminado, primordialmente alejado de su experiencia y, por tanto, imposible de modificar.
Esta visión instaurada del ciudadano chileno frente a la cultura, refleja no solo el rol pasivo de un sujeto receptor, sino también el del Estado, que prefiere dejar en manos de otros la regularización y realización del “hacer”, funcionando, desde el “Consejo Nacional de la Cultura y las Artes”, como un ente administrador de fondos.
Estas dificultades prácticas, sumada la mala socialización de los procesos de concurso de los fondos, vienen a formar -con las características de la educación pública chilena- una figura (para jugar un poco con la metáfora de la “primavera cultural”) oscurecida a la percepción de los ciudadanos que no participan de los círculos del arte y la cultura. Los núcleos identitarios básicos creemos que se encuentran en la televisión, el fútbol y el trabajo remunerado.
Fuera de los fondos que año a año nos dan la posibilidad de realizar proyectos -buenos o malos-, el Estado termina tercerizando las labores que le corresponderían; no hay una política de gestión de los espacios estatales ni de las artes estatales: en el Teatro Municipal, por ejemplo, se ha decidido traer compañías extranjeras porque es menos costoso que mantener un “staff” permanente de trabajadores; el “Festival Santiago a Mil”, el gran festival de teatro chileno, es una iniciativa privada que genera millones en ganancias y aun así recibe aportes estatales.
En síntesis, podríamos situar esta política cultural dentro de lo que García Canclini denominó -para el paradigma político de la acción cultural del Estado- como la “Privatización Neoconservadora”, cuyo principal objetivo es “fundar nuevas relaciones ideológicas entre las clases y un nuevo consenso que ocupe el espacio semivacío que ha provocado la crisis de los proyectos oligárquicos, de los proyectos populistas, y de los proyectos socialistas de los años sesenta y setenta” (1990; 40). Lo que resulta abrumante es que para lograr dicho objetivo, “los principales recursos son transferir a las empresas privadas la iniciativa cultural, disminuir la del Estado y controlar la de los sectores populares” (García Canclini, 1990; 40), cuestión que reafirma, para el campo de la cultura, lo que Willy Thayer ya había adelantado en la década de los noventa al entender la dictadura militar de Pinochet como la “transición”, no de la dictadura a la democracia, sino del Estado al mercado.
Y acá, ¿qué rol le cabe al gestor cultural? Supongamos que el gestor cultural es el que piensa -sobre todo- la cultura, la problematiza, la relaciona y la cuestiona. Partamos desde ahí. Dejemos a productores, facilitadores y otros a un lado -no de lado, por supuesto- para hablar del gestor cultural pensante, el que por supuesto ha de tener una mirada crítica sobre su quehacer y el mundo. Ese gestor cultural, tiene en su poder una herramienta que no debe desperdiciar en eventualidades ni acciones pequeñas. Es hora de pensar en grande, en crear redes y volcarnos no a mirarnos el ombligo, sino a defender nuestros derechos y -a la vez- los de toda la ciudadanía.
La responsabilidad por defender sus derechos no le cabe solo a los gestores culturales, si bien podrían constituirse como un grupo muy fuerte en este ámbito, y es la sociedad civil también quien debe enterarse que la cultura no es lo entretenido que se hace cuando se puede o cuando se tiene el dinero y el tiempo de sobra para ello, sino que es parte de sus derechos como ciudadanos y, por tanto, debe exigirlos y vivirlos plenamente.
Es hora de que estudiemos las políticas culturales de nuestro país, generemos conocimiento y también -y quizá sobre todo- veamos concretamente qué podemos hacer para mejorarlas y no simplemente seguir reproduciendo un discurso que -ya sabemos- tiene bastantes falencias.
Por supuesto que no se trata de arrasar con la institucionalidad cultural. No. Creemos que se trata más bien de tomar la responsabilidad, hacernos cargo -desde la academia, la sociedad civil, la política y la gestión cultural- de lo que nos pertenece por derecho: la cultura. Hacerla nuestra, compartirla, tomar un rol activo, para que esto no sea solo una queja y un ahondar en el neoliberalismo más salvaje, sino un acto de reflexión y proposición.
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* Daniela Acosta: Santiago, 1982. Licenciada en Comunicación Social y periodista de la Universidad de Chile. Diplomada en Crítica Cultural por la Universidad de Chile y en Gestión y Política en Cultura y Comunicación por Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede académica Argentina. Ha escrito en las revistas “Ciertopez”, “Aisthesis” y para el blog de literatura La Calle Passy 061. Ha publicado la versión digital el libro de poesía “la otra velocidad”, por La Calle Passy 061 Ediciones, disponible en http://bit.ly/dT0fiL y forma parte de la antología de narrativa chilena “Voces -30”. Actualmente trabaja en el portal Sicpoesiachilena.cl, proyecto de investigación del que es co-creadora.
[1] De este modo, el Estado de Chile se comprometió a respetar el “Derecho a la cultura y a gozar de los beneficios del progreso científico”, además de reconocer el “Derecho de todos a participar en la vida cultural, a gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones y a beneficiarse de la protección de los derechos de autor” y asume “la obligación de adoptar medidas orientadas a la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia y de la cultura, así como a respetar la libertad en la investigación científica y en la actividad creadora” (“Derechos consagrados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”).
[2] Tomamos prestado este concepto de Sigfried Schimdt, solo en la medida en que suscita una escenografía en la que participan diferentes actores: productores, receptores y los diferentes intermediarios o agentes de transformación. (En: La comunicación literaria).
Referencias:
– “Derechos consagrados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”. Web:
http://www.iniciativamercosur.org/index.php?option=com_content&task=view&id=19&Itemid=1
– UNESCO. Declaración de México de 1982. Web:
http://portal.unesco.org/culture/es/files/35197/11919413801mexico_sp.pdf/mexico_sp.pdf
– Programa de gobierno de Ricardo Lagos: Para crecer con igualdad. Web:
http://www.lib.utexas.edu/benson/lagovdocs/chile/federal/presidente/programa-de-gobierno.pdf
– Chile quiere más cultura. Definiciones de política cultural (2005-2010). Santiago de Chile: mayo, 2005. Web:
http://www.consejodelacultura.cl/portal/galeria/text/text105.pdf
– Schmidt, Sigfried. “La comunicación literaria”. Ed. José Antonio Mayoral. Pragmática de la comunicación social. Madrid: Arlo, 1986.
– García Canclini, Nestor. Políticas culturales y crisis de desarrollo: un balance latinoamericano. En: García Canclini, Nestor (ed). “Políticas Culturales en América Latina”. México: Editorial Grijalbo, 1990.
– García Canclini, Nestor. La sociología de la cultura de Pierre Bordieu. En: Bordieu, Pierre. “Sociología y cultura”. México: Editorial Grijalbo, 1990.
– Thayer, Willy. La transición no moderna de la Universidad moderna. En: “La crisis no moderna de la universidad moderna”. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 1996.
– Williams, Raymond. “Marxismo y literatura”. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2009.
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