Coleccionistas

Por Rosario Carmona Yost[*]

El espíritu humano responde a la imposible  tarea de apropiarse de lo que debe, en cada caso, permanecer inapropiable.

Giorgio Agamben

Probablemente, el impacto que produjo la fotografía durante el siglo XIX en el modo de aproximarnos y relacionarnos con lo que acontece y nos rodea fue tan determinante que además esta se posicionó como materia de discurso y reflexión. La posibilidad de capturar lo que percibimos instaló la impresión de que somos capaces, independiente de la multiplicidad de cosas que llaman nuestra atención, de contener y retener todo el mundo en nuestra cabeza (Sontag, 2006), coleccionando, a través de imágenes, fragmentos de la realidad que, como sinécdoques, nos dan cuenta de la complejidad del contexto y cómo el hombre se relaciona con él.

A medida que el tiempo transcurre, estos fragmentos se insertan en otro lugar más allá de la experiencia que los exalta y a su vez los dota de palabras, simulando una voz que pareciera provenir de ellos, pero que en realidad proviene del más acá, del lado del espectador. Este hecho, inconsciente muchas veces de la ficción que lo sostiene, hace que olvidemos una condición creativa, empujándonos a creer que podemos conocer y comprender lo que nos rodea, precisamente porque imaginamos que nos responde. En relación a esa voz y el anhelado conocimiento, y más allá de instalar la pregunta respecto a la supuesta objetividad ―o más bien la hoy ya consensuada subjetividad― del punto de vista y registro fotográfico, resulta interesante detenerse en un asunto que ha ido de la mano de la producción fotográfica: la sobreproducción de imágenes. Conscientes de que el fragmento que la fotografía nos entrega no es precisamente una parte objetiva que nos trae el todo, cabe preguntarse ¿por qué cada vez acumulamos más imágenes?  

Quizás los seres humanos nos caracterizamos por acumular, desde lo abstracto, el conocimiento y el lenguaje dan cuenta de ello, desde lo material, la acumulación de riqueza y la desigualdad también. Algo nos produce el hecho de agrupar, nominar y poseer, algo que quizás nos reafirma o nos permite seguir viviendo. Puede que acumular imágenes esté dentro de esa constante.

Coleccionar imágenes como si con ellas atesoráramos lo registrado, como herramienta metodológica, como aval de la experiencia e incluso como respaldo científico, pueden haber sido los primeros objetivos del quehacer fotográfico, mas hoy, producto de la masividad de los sistemas de reproducción visual, la fotografía ha sido liberada de mayores pretensiones pasando a instalarse de una manera más directa, y por lo tanto más constante, en nuestra cotidianidad. Muchos podemos tomar cientos de fotografías y, por lo tanto, construir nuestra propia versión de la realidad. No obstante, esta posibilidad también ha instalado el temor a “perderse de algo”, o la necesidad de registrar y exhibir cada paso que damos. Queremos aprehender el mundo, y la tecnología nos presta un momento de alivio.

Los coleccionistas acumulan diversas cosas que para el resto de las personas, la mayoría de las veces, carecen de importancia. Las colecciones probablemente generan un cierto orgullo, pues claro, para el coleccionista son acumulaciones de objetos preciados. Según  Baudrillard (1968) y debido a lo anterior, la vida del coleccionista se sustenta en el hecho de coleccionar, para este, paradójicamente, concluir la colección puede devenir en un pérdida de sentido.

Pero no solo los coleccionistas le entregan un sentido a sus días, sino que, en mayor o menor medida, todos conducimos nuestra vida hacia un supuesto punto de llegada, que evidentemente nunca se alcanza del todo. ¿Coleccionaremos algo en el camino?

Acumular experiencia es un modo de sentirse vivo, recordar lo que se ha hecho y exaltarlo, una manera de afirmarse. Y en ese sentido, la imagen fotográfica nos ayuda ya que nos recuerda que esa experiencia aconteció, probablemente de una manera distinta a la representación que nos llega o es leída con posterioridad, probablemente incluso con un objetivo distinto al que en ese momento impulsó su captura. Pero eso ya no importa porque con el tiempo la fotografía pierde su condición de objeto, de uso, y se instala autónoma, simulando una voz desde otro lugar, trayéndonos con ello algo de nosotros en el presente.

Tal exaltación no conlleva el riesgo de que la fotografía no nos traiga realidad, sino que  solo se sume a una extensa acumulación: la colección de las imágenes humanas que pueden ser concebidas como obra de arte (Bateson y Mead, 1977). No obstante, este riesgo es a la vez una liberación de la imagen. La imagen no debe cerrarse a un objetivo incuestionable ni hablarnos solamente de aquello que registra, también nos habla de nosotros mismos. A través del registro del afuera, la fotografía nos ha permitido una mirada hacia el adentro. De allí que podamos afirmarla como un testigo, no simplemente de eso que nos muestra, sino de aquel que disparó.

Y ese testimonio es recibido por otro que al leerlo, a la vez, le suma su experiencia, haciendo confluir en la imagen dos vidas que en relación a lo registrado –en cuanto tiempo y geografía– probablemente de otro modo no se habrían conectado. La fotografía, por lo tanto, permite la confluencia de experiencias, mientras que lo fotografiado queda ahí, fijo, inmóvil, muerto (Sontag, 2006). El original no existe y por lo tanto pareciera ya no importar, lo que ya fue no nos llega, la imagen nos remite a un lugar que se encuentra entre el pasado –el del fotógrafo y el del espectador– y el ahora. Sin embargo, la imagen nos habla, o más bien, nos empuja a hablar.

Coleccionar imágenes es necesario porque sin ellas nuestra memoria se conformaría con los relatos, que también sabemos son ficción. La memoria que potencian las imágenes nos construye un pasado que debemos considerar en el presente para que muchos hechos vuelvan o no a ocurrir, porque también el ser humano muchas veces intenta negar su presente intentando anular cualquier evidencia del pasado. Aunque esta anulación proyectada en el tiempo resulta imposible; los que ya no están no pueden detener el instinto arqueológico, no pueden frenar el impulso del coleccionista.

Didi-Hubernan nos dice “imágenes pese a todo” (2004), imágenes que se superponen a la omisión, imágenes incluso en la omisión, que nos hablan de lo que representan pero también de aquello que se silencia, como las fotografías tomadas por Alex, un miembro del Sonderkommando que, gracias a la intromisión de una cámara por parte de un trabajador externo, logró realizar cuatro fotografías de aquello que no debía representarse. Estas imágenes, que bajo criterios que anhelan la objetividad o la idealización artística podrían carecer de todo valor, son hoy en día una voz silenciosa y dramática de lo que ahí sucedió. Fotografías temblorosas que, sin presentar la realidad, nos relatan las condiciones en que pudieron ser realizadas, la adversidad que intentó impedirlas, los lugares a los que puede llegar el ser humano, recordándonos la urgencia y necesidad del testimonio.

Hoy esas imágenes adquieren una autonomía, a la vez que nos entregan un testimonio nos interpelan; sin haber estado ahí, es más, sin poder imaginar haber estado ahí, esas imágenes nos duelen. Ese dolor permite que las apropiemos, que nos modifiquen, haciéndolas nuestras, sumándolas a esas otras imágenes que, acumuladas, determinan nuestra experiencia.

Quienes comprenden ese poder de las imágenes, en cuanto modificadoras y conductoras de la experiencia, las manipulan. Quienes confían en ese poder de las imágenes, se modifican.

De alguna manera en el presente esta acumulación de las imágenes y su devenir guarda relación con el quehacer del arqueólogo, que lee el silencio del pasado y lo transforma en voz, sumando a la gran colección de la Historia. Así también, con la labor del etnógrafo, que busca en el cotidiano una revelación que de cuenta de un más allá de lo percibido; su sistema de pesquisa es quedarse ahí, junto al otro, día a día coleccionando experiencia, acumulando lo nimio a la espera de que le hable. Sin embargo, esa voz que anhela es imposible, porque en el momento que interfiere los otros se modifican, modificando por lo tanto el objeto de su búsqueda [1].

Y así como el fotógrafo suma toda su experiencia al momento del encuadre y el disparo, el etnógrafo carga con todo su pasado al situarse entre sus otros, y la voz que pretende escuchar no proviene solamente de aquellos que observa, sino de un cruce entre los diversos pasados que confluyen. Este cruce probablemente permite el acontecer de sucesos que sin la presencia del etnógrafo no habrían sido, como esas primeras fotografías etnográficas de principios del siglo XIX que, buscando reconstruir una noción de original, retratan al indígena vistiendo dos pantalones, uno sobre otro.

Ni el fotógrafo, el arqueólogo o el etnógrafo pueden presentarnos esa objetividad, sin embargo siguen buscando, acumulando [2]. El etnógrafo colecciona, el arqueólogo colecciona, el fotógrafo colecciona, en búsqueda de esa voz que le hable de lo humano y con ello de sí mismo. Como testimonio de esta búsqueda queda el registro, la imagen o el relato, el archivo construido que, como una nueva página expectante a ser llenada, interpela a un nuevo lector demandando su experiencia. Y acá se produce un nuevo cruce, una nueva modificación y, en la memoria, probablemente otra imagen, una más.

Entonces, sí, coleccionamos, sin que lo pensemos todos los cruces devienen en acontecimiento dejando un rastro, algunos serán leídos por otros y sumarán a la colección, otros quizás llegarán a través de otras voces, sumando de todas formas.

Otros coleccionistas

«Recuérdame»

Susurra el polvo

Peter Huchel

El hermano de la abuela de mi madre se llamó Rodolfo Fuenzalida Ríos, no sé mucho de su historia y tampoco este es el momento de contarla. Tampoco lo conocí, sin embargo siempre he creído que mi inclinación por acumular objetos y, este último tiempo, experiencias de manera sistemática, ha tenido que ver con él.

Rodolfo fue un coleccionista desordenado, acumuló todo lo que la vida le trajo, hasta el extremo de que quienes lo visitaban no podían caminar por el piso de su casa, mi madre me cuenta que este Rodolfo disponía en hileras incluso las tapas metálicas de las bebidas. Y en esa casa, sin espacio para la gente, Rodolfo falleció solo; al ir por él, su familia no solo debió transitar entre los objetos, sino que también entre sus desechos, que también atesoró.

Hace unos años encontré una fotografía de su casa tomada después de su muerte. La imagen representa una esquina de su habitación, prácticamente sin ningún espacio disponible, aunque todo está ordenado y posee un sentido dentro del total, la imagen produce vértigo, pareciera que el aire no circula y que la luz natural, al no poder ser retenida, no entra.

Antes de encontrar la imagen e incluso conocer esta historia, siempre me llamó la atención el comportamiento denominado como Síndrome de Diógenes, trastorno que afecta por lo general a las personas mayores, como Rodolfo, impidiéndoles descartar lo que poseen o llega a sus manos y que evidentemente es considerado como un padecimiento, una vida en fracaso. No obstante, en un contexto en que todo es desechable, pareciera que quienes están dominados por este extraño deseo instalan una excepción.

Entregarle valor a lo intrascendente tiene que ver con una operación creativa que hoy estructura gran parte de la producción de arte contemporáneo: la obra es un objeto descontextualizado de la realidad y dispuesto en un lugar –el contexto del arte– que suponemos se encuentra más allá de lo cotidiano, de lo útil. A pesar de mantener una postura crítica con respecto a este proceder, creo profundamente que las personas nos comportamos de manera creativa todo el tiempo, dotando de un valor, cual coleccionistas, ciertos hechos o cosas que para otros no significan igual. Cuando un grupo concuerda en la otorgación de ese valor, se produce cultura y sentido de pertenencia, sin embargo, cuando una persona entrega un valor a los hechos y cosas que la sociedad no comparte puede ser tildado desde enfermo a excéntrico, llegando a ser reprimido algunas veces por ser considerado dañino, o quizás resultando casi indiferente, invisible, pero siempre instalando una sospecha.

Así como el arqueólogo espera que el pasado le hable en el fragmento y el etnógrafo que el presente lo haga a través de lo nimio, creo que Rodolfo, y quizás muchas de las personas que experimentan el síndrome de Diógenes, atesoraba las cosas pensando que las jerarquías no tienen sentido porque todo en el mundo tiene el mismo valor. Motivado, como muchos, por la intuición de un sentido último, Rodolfo esperaba que este se le revelase de algún modo, en algún momento u objeto cualquiera. Por lo tanto, él debía permanecer atento y cuidadoso, sin descartar ninguna posibilidad, porque si algo, lo más pequeño, lo más detestado o lo más sucio, se manifestaba, él debía estar ahí y ser capaz de percibirlo. Me pregunto qué podría suceder después de eso.

Perdérselo, en todo caso, sería el verdadero fracaso.

Bibliografía

Baudrillard, Jean, 1969. Sistema marginal: La colección, en: Baudrillard, Jean, El sistema de  

los objetos, Siglo XXI, México.

Borges, Jorge Luis, 1994 [1969]. El etnógrafo, en Borges, Jorge Luis, Elogio de la sombra.

Obras completas, volumen dos, 20ª. ed., Emecé Editores, Buenos Aires.

Didi-Huberman, Georges, 2004. Imágenes pese a todo, en: Didi-Huberman, Georges,

Imágenes pese a todo, Historia visual del Holocausto, Paidós, Barcelona.

Mead, Margaret y Bateson, Gregory, 1977. Sobre el uso de la cámara fotográfica en

Antropología, en: Naranjo, Juan (ed.), 2006, Fotografía, Antropología y colonialismo

(1845-2006), Gustavo Gili, Barcelona.

Perec, Geroge, 2006. La historia del antropólogo incomprendido, en: Perec, Geroge, La vida

instrucciones de uso, Anagrama, Barcelona.

Sontag, Susan, 2006. En la caverna de Platón, en: Sontag, Susan, Sobre la fotografía, Alfaguara, México.

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[*] Licenciada y magíster en Artes, Universidad de Chile y magíster en Antropología, Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Investigadora del Núcleo de Estudios Étnicos y multiculturales de la UAHC, asistente de investigación del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas, ICIIS, y del proyecto FONDECYT de iniciación N° 11130002.

[1] George Perec relata en “La vida instrucciones de uso” la historia de un antropólogo, incomprendido, Appenzell, formado en la escuela de Malinowski. A los 23 años parte a Sumatra a estudiar un pueblo fantasma, los Orang-kubus, quienes antaño habían sido los dueños de la isla, y hoy estaban escondidos en el interior.  A pesar de no encontrar rastros y perder a todo su equipo, Appenzell insiste, desapareciendo durante cinco años y once meses. Cuando lo rescatan no tiene nada. Sin embargo, promete una conferencia basada en la integridad de sus recuerdos, la que nunca realiza, ya que luego de seis meses de trabajo decide volver a Sumatra, quemando toda su escritura. Su madre rescata un cuaderno, único testimonio, que relata que los Orang-kubu tienen un limitado vocabulario, y que cada vez que él lograba encontrarlos, ellos, sin ser nómades, abandonaban el pueblo yéndose a lugares más inhóspitos que demandaban a Appenzell nuevos meses de expedición. Appenzell, sin comprender el rechazo, se lamenta especulando en sus notas por qué esta tribu no lo quiere: “Creo conocer bastante el dolor físico. Pero lo peor de todo es sentir que se muere el alma” (Perec, 2006).

[2]En relación a esta imposibilidad de compartir la experiencia etnográfica de una manera objetiva, resulta ilustrativo el cuento “El etnógrafo” de Jorge Luis Borges. Fred Murdock, es uno y miles a la vez. Murdock es un etnógrafo que tras dos años con una comunidad “llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba” y logra acceder a un secreto que los brujos le entregan al iniciado, con el objetivo primero de volver a publicarlo. Sin embargo, a su regreso Murdock decide no hacerlo, señalando que los caminos que lo condujeron a él son más preciosos que el secreto mismo.

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