
* Agustina Sulleiro
Lo cierto es que existe un consenso bastante generalizado en una sociedad que repudia la represión, y bajo dicho principio la gestión kirchnerista sostiene la defensa de los Derechos Humanos como uno de sus principales pilares simbólicos para legitimar su continuidad y consolidación de liderazgo. Sin embargo, en el proceso iniciado en 2003 se pueden encontrar diversos puntos de quiebre que habilitan problematizar la represión en un sentido más amplio.
Si la represión es pensada como una imagen donde los tiros, los palos, las bombas de humo y los allanamientos ilegales (entre otros mecanismos) son los protagonistas, es posible argumentar que en la Argentina de los últimos años no estuvimos frecuentemente sometidos a dichos escenarios de extrema violencia. Tal vez sea por las salvajes experiencias sufridas durante la última, salvaje y genocida, dictadura militar, con 30 mil desaparecidos en su derrotero; tal vez, por las sangrientas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, que dejaron un saldo de 33 muertos; tal vez, por los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán en manos de la policía bonaerense durante una movilización piquetera el 26 de junio de 2002 en la estación de trenes de Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, durante el gobierno de Eduardo Duhalde. Lo cierto es que existe un consenso bastante generalizado en una sociedad que repudia la represión, y bajo dicho principio la gestión kirchnerista (tanto de Néstor como de Cristina) sostienen la defensa de los Derechos Humanos como uno de sus principales pilares simbólicos para legitimar su continuidad y consolidación de liderazgo.
Sin embargo, en el proceso iniciado en 2003 se pueden encontrar diversos puntos de quiebre que habilitan problematizar la represión en un sentido más amplio. Porque si las balas y los camiones hidrantes son una forma de ahogar la protesta social, existen otras que, por sutiles, no dejan de ser igual o más efectivas.
Libertad y democracia sindical: un derecho pendiente
El modelo sindical vigente en la actualidad en la Argentina se caracteriza por la existencia de un régimen de exclusividad. Si bien admite la coexistencia, en un mismo sector, de sindicatos con personería gremial y sindicatos inscriptos, los primeros tienen una serie de privilegios que obstaculizan la libre organización de los trabajadores en sindicatos con capacidad de acción colectiva. Por ejemplo, sólo los representantes de las asociaciones sindicales con personería gremial poseen protección especial frente a despidos, suspensiones y/o modificaciones de las condiciones de trabajo, mientras que los representantes de los sindicatos simplemente inscriptos carecen de toda protección legal. Es decir (y forzando el razonamiento al extremo), un empleador puede desarticular un sindicato sin personería gremial despidiendo a todos sus representantes.
De esta manera, la injerencia del Estado en la vida interna de las organizaciones sindicales y las trabas impuestas a los trabajadores para decidir libremente la conformación de nuevos sindicatos con capacidad de transformación, neutraliza la libre organización popular. El resultado es fácil de leer: burocracias sindicales que se manejan con códigos mafiosos, líderes gremiales que se transforman en empresarios. En el medio, los trabajadores, muchas veces en condiciones precarizadas, con extremas dificultades para defender sus derechos.
Para graficar, alcanza una muestra. El 20 de octubre de 2010 guardas tercerizados del tren Roca cortaron las vías para denunciar que cobraban la mitad que quienes cumplían las mismas tareas bajo el convenio ferroviario. Las patotas sindicales arremetieron contra los manifestantes. Mariano Ferreyra, un pibe de 23 años, militante del Partido Obrero que fue a acompañar la movilización de los tercerizados, murió de un balazo que le perforó el tórax.
A veces, no es necesario mandar a las fuerzas policiales a reprimir. Alcanza con la decisión política de no cumplir con la promesa de consagrar la libertad y la democracia sindical.
Desaparecidos en democracia
La sistemática desaparición de personas fue el tristísimo sello de la dictadura. Lamentablemente hoy, con casi 30 años de democracia encima, seguimos encontrando casos que se suman a la lista: dos nombres retumban como eso-que-no-tiene-que-pasar-pero-pasa.
Julio López fue desaparecido el 18 de septiembre de 2006 luego de declarar como testigo clave en el juicio contra Miguel Echecolatz (el ex jefe de investigaciones de la policía bonaerense que fue condenado a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad cometidos durante el gobierno de facto). A cinco años, aún no se sabe nada sobre su paradero, en los medios de comunicación masiva casi no se aborda el caso y el oficialismo no lo tiene como un tema de agenda.
Luciano Arruga era un pibe de 16 años de quien nada se sabe desde el 31 de enero de 2009. Su hermana, Vanesa, explica: “Hay pruebas bastante contundentes contra ocho policías del destacamento de Lomas del Mirador (Provincia de Buenos Aires), pero ninguno está preso, ninguno está procesado, y lo más terrible: siguen trabajando como si no hubiera pasado nada. En un momento comprendimos que Luciano no iba a aparecer con vida. Buscamos el cuerpo, pero si los policías siguen en funciones, ¿puedo pretender que mi hermano aparezca? La falta de compromiso del sector político los hace cómplices también de la desaparición. Son los que implementan políticas para matar a los pibes de los barrios pobres. Pensar en encontrar el cuerpo sigue siendo una utopía con estos personajes nefastos del sistema político y judicial” [1].
Criminalización de la protesta social
Cuando las movilizaciones, las protestas y las demandas de las organizaciones sociales, son trasladadas al campo penal, la lucha de un grupo se reconfigura en un problema individual. Así, pensar los conflictos como litigios judiciales (donde las principales imputaciones giran en torno a los cortes de ruta y a la ocupación de la vía pública) implica un trastocamiento del objeto en lucha: es un individuo el que infringe una ley, y no un sujeto social que establece una lucha política por una reivindicación colectiva. En este marco, el entramado jurídico/político/social pone al conflicto como delito, apelando de este modo a desalentar la organización y la participación ciudadana.
El Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) es uno de los sujetos sociales que más lucha en contra de la criminalización de la protesta social, probablemente porque son quienes la sufren casi cotidianamente. Nacido en 1996 como una mesa de articulación nacional entre organizaciones de la agricultura familiar, el MNCI reúne hoy a más de 20 mil familias campesinas indígenas y barriales del campo y las ciudades que, con una participación activa, llevan adelante una acción territorial que incide en más de 100 mil familias. Bajo sus principios fundamentales y fundacionales (por la reforma agraria integral, la soberanía alimentaria y en contra los agronegocios), dicho movimiento lucha para defender el acceso y la función social de la tierra, el agua, las semillas criollas, la producción de alimentos sanos y el trabajo colectivo, exigiendo leyes que contemplen la realidad campesina indígena e insistiendo en que el Estado reconozca a las organizaciones populares como actores prioritarios para el desarrollo de políticas públicas. Así, el MNCI (que reúne al Movimiento Campesino de Santiago del Estero –MOCASE-, el Movimiento Campesino de Córdoba (MCC), la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra –UST- de Mendoza y San Juan, la Red Puna de Jujuy, el Encuentro Calchaquí de Salta, la Mesa Campesina del Norte Neuquino, el Movimiento Giros de Rosario y Organizaciones Comunitarias Urbanas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de la Provincia de Buenos Aires) denuncia en uno de sus comunicados oficiales:
“Hombres y mujeres uniformados que muchas veces nacieron en el mismo lugar que la familia desalojada se niegan a tomar las denuncias o escriben lo que ellos quieren y no lo que el denunciante declara. (…) Hoy las familias que resistimos el avance del modelo de agronegocios sufrimos también la represión. La policía y grupos armados civiles nos aprietan con total impunidad. Se pasean armados por nuestros territorios y nos amenazan si hacemos denuncias. Pero somos los campesinos indígenas los que terminamos imputados. Tenemos muchos compañeros y compañeras imputados por defender sus derechos. Pero aún no hemos logrado que la justicia sea justa con los responsables de robarnos las tierras y los bienes de la naturaleza. Las fuerzas de seguridad, mantienen los mismos principios morales que los responsables del genocidio y el terrorismo de Estado. No alcanza sólo con que hagan cursos de Derechos Humanos si después en las comisarías les enseñan a torturar. La política de seguridad de los gobiernos que siguieron a la dictadura militar de 1976 fue siempre la misma: mano dura. Leyes con penas mayores, más policías en las calles y comandos especiales. (…) Esta realidad social requiere de más democracia, más justicia, más soberanía popular para disminuir la violencia” [2].
La vida por la tierra
Pese a que en la Argentina existe un marco legal que reconoce el derecho de los Pueblos Originarios a vivir en las tierras ocupadas por sus antepasados y a desplegar sus prácticas culturales y modos de vida, muchas veces su cumplimiento y concreción permanece en el plano formal: la expansión de las fronteras para el cultivo de soja (con los consecuentes desmontes, destrucción de flora y fauna, contaminación de agua dulce) condena a la exclusión y la muerte de pueblos en favor de intereses económicos.
En este contexto, la comunidad QOM-La Primavera, de la provincia de Formosa, sufrió un violento desalojo durante el 23 y 24 de noviembre de 2010, que terminó con el saldo de dos muertos, decenas de heridos de gravedad y detenciones de niños, niñas, mujeres embarazadas y ancianos. Tras esas jornadas trágicas, miembros de la comunidad se trasladaron a la Ciudad de Buenos Aires para realizar un acampe que se prolongó por más de cinco meses, denunciando la represión y reclamando la propiedad comunitaria de sus tierras.
Ahora bien, la demanda por la tierra no es sólo un problema de los Pueblos Originarios. En el marco de la emergencia habitacional que atraviesa la Ciudad de Buenos Aires (declarada por ley y vetada por el Jefe de Gobierno, Mauricio Macri), más de 14 mil personas tomaron el Parque Indoamericano, en el barrio de Villa Soldati, en diciembre del año pasado. La manipulación política devino en desastre: durante tres días el Gobierno local le pateó la pelota al Nacional, que se la devolvió de taquito y así nadie se hacía cargo de la situación. Y en zona liberada, gana quien tiene más balas. El saldo: tres muertos, varios heridos, xenofobia al por mayor y la creación, a nivel nacional, del Ministerio de Seguridad.
Notas finales
Si bien es cierto que la gestión kirchnerista ha avanzado en materia de Derechos Humanos, también es verdad que persisten enclaves autoritarios y represivos: según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), durante 2003 y 2010 han sido asesinados por gatillo fácil, tortura, en cárceles, comisarías e institutos de menores 1634 personas en todo el país. No hay que olvidarse de Rubén Carballo, asesinado por la policía el 15 de noviembre de 2009 en una violenta represión en la entrada del recital de Viejas Locas.
En suma, reclamar, movilizarse, organizarse, no implica necesariamente una desestabilización institucional. En ese sentido, denunciar que en la Argentina la represión actualmente adopta formas diversas (y se carga varias vidas) es, ante todo, una responsabilidad: la profundización de la democracia es una urgencia, y sólo podrá construirse con la participación activa de la ciudadanía en su conjunto.
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* Agustina Sulleiro: Estudiante de sociología, Universidad de Buenos Aires; Asesora de cultura y militante CTA.
[1] Fuente: http://lavaca.org/notas/luciano-arruga-algo-habra-hecho/
[2] Fuente: http://www.mnci.org.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=6&Itemid=6
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