Acerca de este número

Andrés Bralić*

Cuando hablamos de políticas de salud mental, damos cuenta de cómo en las sociedades actuales se responde al malestar subjetivo. Aparece una suerte de tensión entre los ideales de salud de la época y los determinantes sociales existentes para llevar dicha salud a la población. Como resultado de esta tensión se entrelazan, actualmente, el discurso de la ciencia y el discurso económico como modos en que socialmente se organizan las políticas sociales y se nombra el malestar, con el fin de responder de manera rápida y eficiente. El resultado, por un lado, es la clasificación en trastornos de dicho malestar, presentes en manuales como el DSM y CIE en sus diversas versiones, y por otro, la de protocolos de intervención preestablecidos, ambos sostenidos en estudios estadísticos y de viabilidad económica.

Una de las consecuencias de la clínica organizada desde el discurso de la ciencia y el discurso capitalista, es que enfrenta al sujeto, siempre singular, al universal del «trastorno» y a intervenciones «para todos» igual. Es así como la sintomatología que presenta es leída como una desviación con respecto a una supuesta normalidad, normalidad que habría que alcanzar para lograr el bienestar, lo que se traduce en una clínica orientada a la disminución sintomática, rectificación conductual y adaptación de estos sujetos a lugares que se deben ocupar en la sociedad. Es en este punto donde podemos observar cómo las políticas que en un principio están orientadas al bienestar de la población, se transforman en el ejercicio de un poder y control social.

Los efectos que tiene para un sujeto el ser clasificado no son menores; tanto para niños como adultos el «ser bipolar, esquizofrénico, hiperactivo», etcétera, no es fácil. La clasificación, al estar vacía de un significado propio, dificulta leer qué lugar se ocupa para los demás, y muchas veces genera angustia e impotencia en los demás, al no saber cómo deben responder frente a él.

En salud pública podemos observar un fenómeno particular: la circulación constante de pacientes en las diversas instituciones de salud mental. Esta circulación es consecuencia, más allá de la burocratización del sistema en protocolos de derivación orientados por la clasificación diagnóstica, de una suerte de inversión en las responsabilidades en cuanto a la relación del paciente con su sufrimiento. El «usuario», al ingresar a una institución de salud, deja de ser responsable de su malestar, y este pasa a ser responsabilidad de la institución. El problema es que nadie quiere ni puede hacerse responsable, por ejemplo, de un paciente con ideación suicida, por lo que se lo deriva constantemente, dentro de una supuesta red asistencial que en la práctica no existe, ya que hay un exceso de demanda, no hay cupos, y se sostiene en la creencia de un saber experto al que nunca se llega. Por otro lado, el estado paga a la institución que recibe al paciente por “prestación”, en este sentido el criterio administrativo y económico muchas veces prima por sobre la problemática subjetiva, y el paciente queda ubicado como un bien de consumo.

El ocupar el lugar de enfermo, ser constantemente derivado y diagnosticado, desresponsabilizado, empuja al lugar de objeto, se es objeto de un diagnóstico y de una intervención, sin que exista necesariamente el consentimiento del sujeto en dicha intervención. Las consecuencias subjetivas no se dejan esperar, se intensifican los síntomas, aumenta la angustia. El sufrimiento del sujeto siempre retorna, resiste al ideal de dominio del universal. Paradójicamente, cuando la clínica no anda, lo que queda fuera de su alcance se sitúa como «grave», «refractario», lo que se traduce en la intensificación de los tratamientos. Aparece una suerte de batalla entre lo que el paciente trae y los intentos de los tratantes por ajustarlo a las clasificaciones y protocolos preestablecidos.

El psicoanálisis plantea una posición ética distinta, una clínica orientada a lo singular. Más allá de cuán grave o refractario sea el caso, el foco queda puesto más bien en establecer la relación del sujeto con eso que para él no anda, su malestar. En este sentido se abre la pregunta, en la clínica, de quién se adecua a quién. En la clínica psicoanalítica se trata de cómo generar las condiciones necesarias que permitan el despliegue de una realidad singular. En este sentido, el analista es agente de un discurso sin palabras, y es esta posición, la de semblante de un vacío, la que permite este despliegue.

El síntoma, en esta línea, es leído como una producción subjetiva, y es justamente hacia donde la escucha se debe orientar. El malestar en la cultura, siguiendo a Freud, es un hecho de estructura, consecuencia del encuentro entre la singularidad y el Otro social. El síntoma es una desviación en relación con la norma, pero no en tanto trastorno, sino como indicador de lo que es más singular; da cuenta de cómo cada sujeto ha intentado arreglárselas con lo que para él no anda. El síntoma, en este sentido, es un intento de solución, y solo sosteniendo esta posición se puede operar con él.

Al ser singular, no existe saber externo al sujeto que pueda dar cuenta del síntoma, por lo que en el trabajo analítico se despliega un saber propio que, por lo tanto, siempre responsabiliza. Es por esto que el síntoma para el psicoanálisis escapa a todo intento de clasificación, que es siempre hegemónico y ajeno al saber propio.

La Asociación Lacaniana de Psicoanálisis de Chile[1], grupo asociado de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, enmarca su práctica en la orientación al síntoma, entendido como producción singular. Los artículos que presentamos a continuación son el resultado del encuentro que cada psicoanalista ha tenido en su práctica con lo que no anda para cada sujeto. Es a partir de este encuentro, y no desde un saber académico o experto, que se autoriza una reflexión sobre el malestar y las variantes de la época que lo determinan, por lo tanto la singularidad de cada analista está también puesta en juego en cada uno de estos artículos. En palabras de Gustavo Stiglitz, psicoanalista argentino, «el psicoanalista invita a la rebelión de los clasificados en la clase que sea. Invita a la rebelión de las singularidades»[2]. Y en tanto rebeldes, analistas y pacientes, en definitiva, rufianes.

[1] ALP Chile: www.alpchile.cl | Consultorio ALP: www.calp.cl | Blog: http://saludmentalypsicoanalisis.blogspot.com/

[2] Stiglitz, Gustavo. DDA, ADD, ADHD, como ustedes quieran. El mal real y la construcción social. (Buenos Aires: Grama, 2006), p. 18.

* Psicólogo, Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Psicología Clínica de Adultos, mención psicoanálisis, Universidad de Chile. Estudiante del Instituto Clínico de Buenos Aires. Psicólogo Equipo Adultos COSAM Maipú. Miembro de ALP Chile.

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