A 25 Años del Primer Programa de Gobierno de la Concertación: Promesas para los trabajadores, políticas para los empresarios

Álvaro Molina *

Hacer una evaluación supone premisas y criterios previos, por lo que comienzo explicitando los míos. Adhiero a la idea de que las relaciones laborales, en una sociedad capitalista, son relaciones de poder, o más propiamente dicho, de desigualdad de poder donde una de las partes dirige el proceso de producción y la otra, a cambio de una remuneración, se somete a subordinación y dependencia. Esta desigualdad entre las partes de la relación, evidentemente, tiene una serie de consecuencias. Lo segundo, es que creo que en este tipo de sociedad, el Estado cumple también un rol, interviniendo en mayor o menor medida y a favor o en contra de alguna de las partes, en función de su propio concepto de lo «necesario» para la economía.

Dicho lo anterior, con el riesgo de simplificar cuestiones más o menos complejas ocurridas en casi veinticinco años, el objetivo de este artículo es ejemplificar cómo las relaciones laborales durante los gobiernos concertacionistas confirmaron y profundizaron el mayor poder de la clase empresarial en la sociedad chilena y la subordinación de los trabajadores, en su desarrollo como sujetos y como actores de la política nacional.

La situación laboral hacia 1990 es más o menos conocida. La dictadura impuso violentamente un modelo de desarrollo neoliberal, lo que en materia laboral significó traducir en normas la violencia que ya había operado con metralletas, desde 1973. Así, desde el golpe y pasando por el Plan Laboral de José Piñera, se minimizó el rol de los sindicatos (los que incluso, por un tiempo, no podían reunirse sin autorización previa de la autoridad), se enmarcó y limitó su accionar a las fronteras de cada empresa, quedó prohibido que las organizaciones de mayor nivel (Federaciones, Confederaciones, etc.) tuvieran posibilidades de negociación, se prohibió la huelga y se impuso el libre despido.

Lógicamente, el retorno a la democracia albergaba grandes esperanzas para los trabajadores. Lamentablemente, estas se fueron desvaneciendo a medida que pasaron los años.

El programa del primer gobierno democrático, en 1989, efectuaba el siguiente balance de la situación[2]:

Actualmente, la institucionalidad laboral vigente no satisface estos requisitos de justicia, equidad y participación. Dicha institucionalidad ha puesto a los trabajadores en una situación de grave desprotección. Ha impedido la constitución de un sindicalismo fuerte y representativo, así como el desarrollo de una negociación colectiva equitativa para los sectores laborales. Por lo tanto no puede esperarse de ella la legitimidad social que es necesaria para regular de manera armónica las relaciones entre trabajadores y empresarios en un futuro régimen democrático.

Proponemos, en consecuencia, introducir cambios profundos en la institucionalidad laboral, de modo que ésta cautele los derechos fundamentales de los trabajadores y permita el fortalecimiento de las organizaciones sindicales para que estas se vayan transformando en una herramienta eficaz para la defensa de los instrumentos de los asalariados y en un factor de influencia sustantiva en la vida social del país. Sólo así podrá cumplir eficazmente su función de canalizar, organizar y regular las vinculaciones entre los actores sociales que intervienen en las relaciones del trabajo, garantizando una mayor justicia social y participación.

En concreto, y entendiendo que en el centro de las relaciones laborales se encuentra por una parte el problema de las condiciones en el empleo y por otra la capacidad de organización y negociación de los trabajadores, el programa proponía, entre otras medidas, las siguientes:

– Todo término de contrato deberá originarse en una causa legal, apoyada en fundamentos de hecho, y en el caso que corresponda pagar indemnización, ésta será equivalente a un mes de remuneraciones por cada año de servicios, y fracción de seis meses, sin límite.

– Reconocer que sólo las organizaciones sindicales (sindicatos, federaciones y confederaciones) sean contrapartes de los convenios y contratos colectivos.

– Reconocimiento a las federaciones y confederaciones del derecho a suscribir convenios y contratos colectivos.

– Respetar el principio de libertad de organización sindical de los trabajadores. Ello supone, entre otras cosas, permitir la libertad de afiliación sindical. Sin embargo, se establecerán regulaciones para evitar la fragmentación de los sindicatos, que debiliten su representatividad.

– Para hacer efectiva la negociación colectiva se requiere de normas que por su amplitud, cobertura y forma de resolver los conflictos, le otorguen legitimidad a dicho proceso de negociación. En particular, se requiere de un mayor equilibrio entre las partes que negocian que la que se da en la actualidad. Los acuerdos colectivos podrán darse a tres niveles: negociación colectiva en la empresa; negociación colectiva supra-empresa, y tarifados sectoriales.

Muchas de las buenas intenciones del programa quedaron en el papel. Desde el primer momento, la Concertación ya establecida en el gobierno efectuó un viraje, en el cual ya no se impulsó el fortalecimiento de las organizaciones sociales (ni sindicales), sino que se privilegió un discurso de superación de la pobreza y de mayor equidad, el cual –decían ahora– se alcanzaría con crecimiento económico, fortaleciendo así el modelo que venía de la dictadura, pero con medidas «correctivas» de orden social. Ejemplo de esto fueron el aumento de los ingresos mínimos o, posteriormente, los «bonos» a los sectores más pobres, que más tarde traerían tanta popularidad a la presidenta Bachelet. El fortalecimiento de los sindicatos y el empoderamiento de los trabajadores, si alguna vez fueron intenciones reales, quedaron en el olvido, situación que penosamente reflejan las estadísticas a las que haré referencia más adelante.

Entendidas las cosas así, esto es, evaluando desde la calidad y estabilidad del empleo a nivel individual y desde la capacidad de organización y negociación de las organizaciones sindicales, a nivel colectivo, diría que existen tres grandes hitos de los gobiernos concertacionistas que definen la situación laboral actual: i) las primeras reformas acordadas en el gobierno de Aylwin y que derivaron en el Código del Trabajo de 1994; ii) las reformas laborales de 2001; y iii) la ley de subcontrato de 2006.

Si bien es posible culpar de la pobreza del Código del 94 a los amarres de la dictadura, lo cierto es que el ex ministro del trabajo de Patricio Aylwin, René Cortázar, efectuaba un balance totalmente positivo de lo ocurrido:

Durante el período 1990-1993, a través del desarrollo de sus cinco tareas, la política laboral demostró capacidad para avanzar simultáneamente hacia el tripe objetivo de crecimiento y estabilidad, equidad y participación y consolidación de la democracia. No son muchos los procesos de transición democrática que pueden mostrar un resultado como éste.[3]

Esta mirada optimista quizás sostenga como grandes logros el aumentar los topes de las indemnizaciones por años de servicio de cinco a once meses (con un máximo de 90UF) y haber confirmado el despido «causado», esto es, limitar supuestamente el desahucio (libre despido) a cambio de despidos por necesidades de la empresa, las cuales debían estar «justificadas».

Lo cierto es que las necesidades de la empresa eran (y son) tan amplias, que la estabilidad en el empleo es hasta hoy bastante menos que relativa. Como sabemos, el que un despido se declare improcedente por no existir las mencionadas «necesidades» de la empresa, no significa que este queda nulo, sino que simplemente procede el régimen de indemnizaciones.

En materia de derecho colectivo, la lógica de la dictadura se mantuvo. Pese a que formalmente se abrió la posibilidad de negociar a un nivel supra-empresa, en la realidad esto no puede ocurrir pues requiere el consentimiento de la parte empresarial, y el sindicato sigue confinado a los límites de cada unidad económica. Las organizaciones de grado superior (Federaciones, Confederaciones y Centrales) siguen sin ningún rol negociador. Tampoco se implementó ningún tarifado para sectores donde no se pudiera negociar (temporeros, pymes, etc.), como se había prometido en el programa.

Pese a que las reformas bajo el primer gobierno concertacionista eliminaron el límite que existía respecto de los días que podía durar una huelga, se mantuvo su reglamentación general: las pocas ocasiones en que ella es lícita, los momentos cuando se puede hacer, los objetos a los cuales se puede referir, su extensión al marco de la empresa , los reemplazos, etc.; en suma las dificultades para los trabajadores para ejercer este derecho fundamental se mantuvieron, y solo se efectuaron cambios menores a la situación de la huelga de postrimerías de la dictadura.

Luego de once años, bajo el gobierno de Ricardo Lagos, en 2001 se efectuó una reforma algo más sustantiva a las leyes laborales. Allí, sin embargo, las ganancias para los trabajadores fueron pocas. A cambio de limitar los despidos por necesidades de la empresa, eliminándose la causal de «falta de adecuación técnica» (cuestión que no cambió en la realidad mayormente el panorama de los despidos), la legislación laboral incorporó la «polifuncionalidad». Ahora, la ley permite a los empleadores imponer en el contrato de trabajo todas las funciones que estimen necesarias. El catálogo de funciones está restringido a la imaginación del empleador.

En materia de negociación colectiva, no solo no se fortaleció a los sindicatos, sino que se les golpeó aún más: se siguió permitiendo la existencia de grupos negociadores (fácilmente manejables por la parte empleadora) que pueden suscribir instrumentos colectivos y además se agregó que ellos también tienen la titularidad de la negociación «semi-reglada», esto es, una negociación que cumpliendo mínimos requisitos y sin derecho a huelga, puede conducir a un convenio colectivo que puede amarrar a sus participantes a periodos de hasta cuatro años sin tener posibilidad de volver negociar colectivamente. Si consideramos que para un sindicato es difícil obtener buenos resultados en una negociación colectiva dadas las limitaciones que se han descrito, es fácil imaginar los resultados y alcances de una negociación con un grupo de personas que pueden ser organizadas por los mismos empleadores.

El derecho a huelga recibió un nuevo revés. La reforma del 2001, en vez de prohibir definitivamente los reemplazos en huelga, los reglamentó. Así, un empleador bien preparado para una negociación puede fácilmente anular los resultados de una huelga. A la inversa, los trabajadores deben enfrentar un escenario donde no todos sus compañeros se encuentran sindicalizados, ya que muchos de ellos prefieren no involucrarse por temor al despido o porque, al final, el empleador les extenderá los beneficios del contrato colectivo que obtenga el sindicato sin tener que «enemistarse» con el jefe. Además, el empleador lícitamente puede contratar a un esquirol para eludir los efectos de la huelga. Nuevamente, la reforma del 2001, entonces, contra los buenos deseos expresados en la campaña, volvió a ratificar que la huelga es un derecho meramente nominal.

No puede obviarse que el gobierno de Ricardo Lagos presentó como uno de sus mayores triunfos en materia laboral la implementación de un seguro de desempleo, inédito en el país. Para ser sinceros, se trata de un seguro que entonces también era inédito en el mundo, por su forma de financiamiento tripartito, es decir, donde aportan al fondo el empleador, el Estado y el propio trabajador. Este financiamiento tripartito del seguro incluía un gran guiño a la patronal: los aportes que ella efectuara para financiar el sistema podían ser descontados del finiquito del trabajador despedido por necesidades de la empresa. Según Lagos, un win win: tenemos seguro y flexibilizamos el despido, haciéndolo más barato para los empresarios.

El cuarto gobierno de la Concertación nuevamente alentó las ilusiones, con una mujer socialista a cargo del gobierno. Todos recordarán que el año 2006 fue un año movido para Chile. Después de 17 años (los mismos que duró la dictadura), el malestar comenzó a transformarse en movilizaciones. Es curioso como la revolución pingüina y el movimiento de los subcontratistas del cobre tuvieron un resultado similar bajo el gobierno de Michelle Bachelet. La primera fue diluida[4] en una comisión cuyos resultados fueron obviados para, en su lugar, promulgar la LGE (con la ya clásica y simbólica imagen de la presidenta, concertacionistas y la derecha, todos con las manos tomadas y en alto en La Moneda). La segunda concluyó con la promulgación de la ley de subcontratación, en el mes de Octubre.

La situación de los subcontratados estaba escasamente regulada en el Código del Trabajo, sin embargo, se trataba de una forma de trabajo que se extendía cada vez más. El problema es central para las variables que estamos comentando: los despidos eran facilísimos, pues las empresas de papel encubrían los patrimonios donde los trabajadores pudieran hacer efectivas sus indemnizaciones, y evidentemente las posibilidades de sindicalización y negociación son casi nulas.

No es casual que el estallido se haya dado en la minería del cobre. Allí la situación de trabajadores de primera y segunda categoría era escandalosa. Al igual que la revolución pingüina, el remedio resultó peor que la enfermedad. La ley de 2006 no solo legalizó figuras que hasta la fecha eran ilegales (como la puesta a disposición de trabajadores, figura moderna de la trata de esclavos donde el objeto de la empresa de servicios transitorios es simplemente proporcionar trabajadores a otra empresa, la cual no tiene ninguna responsabilidad con el trabajador), sino que además autorizó la subcontratación sin limitación alguna. Así, las empresas pueden subcontratar actividades de su propio giro, con lo cual pueden tener trabajadores realizando lo mismo que un trabajador directo, pero sin que ellos sean sus empleados. Esto tiene numerosas consecuencias, pero para los efectos de estas líneas, resultan particularmente nefastas aquellas que repercuten en la organización sindical y la negociación: tratándose de dos empresas distintas, los trabajadores que trabajan en un mismo lugar haciendo lo mismo, no pueden negociar colectivamente en conjunto.

Cuando se van a cumplir 25 años de la redacción del programa del primer gobierno de la Concertación, es curioso cómo el panorama podría describirse de forma similar: «la institucionalidad laboral vigente no satisface estos requisitos de justicia, equidad y participación. Dicha institucionalidad ha puesto a los trabajadores en una situación de grave desprotección. Ha impedido la constitución de un sindicalismo fuerte y representativo, así como el desarrollo de una negociación colectiva equitativa para los sectores laborales.»

Las estadísticas de la Dirección del Trabajo muestran que los despidos con derecho a indemnización (por necesidades de la empresa) no superan el 20%. El resto de los contratos termina por causales que no dan derecho a indemnización (término del plazo, término de obra, entre otras), y esto sin considerar a los trabajadores sin contrato de trabajo (boletas, etc.).

En solo un 7,8% de las empresas existe un sindicato. La proporción entre contratos colectivos y convenios colectivos es 2:1, es decir, al menos un tercio de los instrumentos colectivos se celebra sin que exista una negociación con posibilidades de ejercer huelga. Durante el año 2012 se hicieron efectivas solo 161 huelgas en todo el país, sin embargo, ese mismo año había 10.585 sindicatos activos. ¿Qué estaban haciendo esas organizaciones ese año? Claramente, no negociando mejores condiciones laborales. Estas estadísticas muestran que las condiciones de trabajo no se negocian colectivamente en el 92% de las empresas del país y en el pobre 8% de las empresas con sindicatos, los 10.000 sindicatos vigentes no tienen capacidad más que para hacer 161 huelgas.

Recientemente, cuando después de meses de carrera presidencial finalmente se presentó el programa de Michelle Bachelet, el Presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Andrés Santa Cruz, comentó: «El tema laboral tal como está planteado, no nos pone nerviosos». A la luz de lo expuesto, me imagino que la frase que completa esa afirmación debe ser algo así como: «Nosotros ya nos leímos el programa de Patricio Aylwin, así que sabemos que una cosa es el papel, otra cosa es con guitarra…»


* Abogado Laboralista

[2] http://es.scribd.com/doc/34195404/Programa-de-Gobierno-Patricio-Aylwin

[3] Una política laboral para una nueva realidad, René Cortázar: http://www.cieplan.org/media/publicaciones/archivos/15/Capitulo_6.pdf

[4] Afortunadamente, de forma transitoria, como demostraron los acontecimientos de 2011.

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