200 años de teatro chileno: trauma y trama

Rodrigo Miranda

Un breve recorrido por la escritura teatral chilena desde el siglo XIX da cuenta de una permanente denuncia de ciertos temas que siguen vigentes en la actualidad, tales como el arribismo, la inequidad y el poder económico de las elites.

Desde los albores de la República, el teatro dibujó el país tal como lo conocemos hoy. Los precursores de la dramaturgia chilena hablaban de temas que hasta la actualidad se mantienen presentes en la escritura teatral. Abordaban tópicos como el arribismo social, la necesidad de aparentar el mestizaje, la inequidad social, la marginalidad de las clases populares, las relaciones de poder económico de las elites, la doble moral que creaba el dominio patriarcal en lo público y el poder matriarcal en lo privado, y la nula visibilidad femenina en las esferas de poder.

Una de las primeras obras chilenas, Como en Santiago, escrita por Daniel Barros Grez en 1875, critica la identidad local y sus nefastas conductas.

El texto ironiza sobre un arquetipo que forma parte del imaginario de la nación: el siútico. La obra muestra al Chile decimonónico, que ansiaba unirse al carro del progreso por medio de la imitación de los cánones extranjeros. La sociedad chilena aspiraba a ser moderna y dejar atrás el orden colonial para abrirse al mundo y al predominio del capitalismo y el dinero. La suntuosa aristocracia local adoptaba e imitaba modas, el estilo de vida y las costumbres foráneas.

Como en Santiago refleja las problemáticas propias de los albores de la patria. La incipiente República imita el modelo importado e intenta embellecer la capital con jardines y paseos peatonales. Barros Grez se ríe de los “progresos” de la ciudad. Uno de los personajes, el diputado corrupto Faustino Quintalegre busca encandilar a sus futuros electores y califica de “mago” al Intendente de Santiago Benjamín Vicuña Mackenna. También alaba la renovación urbana que busca, a través de grandes obras de arquitectura de estilo francés, separar los barrios civilizados de los suburbios donde reina la barbarie.

El pueblo imaginario donde transcurre la obra busca con fuerza sacudir su pasado colonial y conformar una identidad nacional imitando a la metrópolis. Se pone en evidencia el arribismo como una de las principales características de la sociedad chilena desde su nacimiento. Los personajes aspiran a las nuevas condiciones de vida que trae la modernidad. Sin embargo, el ascenso social también implica claudicar ante algunas normas morales propias de la sociedad agrícola. El arribista sufre una obsesión enfermiza por aparentar riquezas y costumbres que no tiene, volviéndose egoísta, avaro y falso.

A su vez, La viuda de Apablaza (1928), de Germán Luco Cruchaga, es la primera obra que propone la figura del “huacho” y la idea de ocultar el mestizaje indígena, conducta arraigada en la construcción social del país desde la Colonia.

Otro caso singular es la dramaturgia de Juan Rafael Allende, quien en la obra La república de Jauja, de 1889, satiriza los vicios de la clase política chilena.

La obra transcurre en el año 2000. En un país latinoamericano imaginario llamado Jauja es elegido Presidente de la República Camaleón II, quien cuenta con el apoyo incondicional del pueblo. Pero a poco gobernar, se olvida de las promesas de bienestar para su electorado y, aliándose con la aristocracia, gobierna para su propio beneficio y el de unos pocos. La ambición desmedida del Presidente lo lleva a proclamarse Emperador.

Todos los vicios de la clase política se reflejan en esta sátira. El autor describe al político como un personaje con tanto talento para la mentira que es capaz de engañarse a sí mismo. Al leer la obra en la actualidad, se constata su vigencia y se podría creer incluso que se ha retocado para adaptarla a la realidad. No es el caso. El texto escrito hace 122 años conserva validez porque la corrupción, los abusos y los escándalos políticos se arrastran en el tiempo.

La sátira y la farsa fueron las armas de Juan Rafael Allende para ofender al poder y rehabilitar la dignidad de los oprimidos. En La república de Jauja plantea la lucha descarnada por el poder y todo lo que se hace, se ofrece, se traiciona, y se miente en aras de lograr una posición privilegiada en la política.

Junto con Camaleón II, en La República de Jauja aparecen personajes alegóricos, como La Aristocracia, que desconfía del nuevo Presidente pero luego entra en arreglos con él. También está La Verdad, que sufre el desengaño de la política, y El Pueblo, que confía en las promesas electorales de Camaleón II. Otras alegorías son El Trabajo y su hija, La Democracia. Y junto a ellos La Industria y El Presupuesto. Este último, por cierto, desea no ser menoscabado por el nuevo mandatario, como lo había hecho su antecesor, y espera que El Pueblo lo financie con su esfuerzo. Simón Crespo es el marido de La Aristocracia; Bertoldo Cara de Palo es un agente de cohecho; Tío Tom representa los intereses foráneos, y Tragaldabas es un periodista que hace “tragar al pueblo unas ruedas de molino que a veces se le atragantan”.

La sátira de Allende es compleja, de elaborado juego alegórico y aguzado espíritu irónico. El autor capta una fotografía social de la época con una clase oligárquica del lado de los intereses comerciales foráneos que usufructuaban del salitre, mientras la mayoría de la población sobrevivía empobrecida, hacinada en cités y conventillos, víctima de epidemias, sin voz ni voto.

Juan Rafael Allende (1848-1909) fue escritor, poeta, dramaturgo y periodista. Con su pluma fustigó a la aristocracia y la clase política. Defendió las ideas de igualitarismo y democracia, pero, sobre todo, atacó al clero católico, ridiculizándolo. Llegó a ser el enemigo público número uno de la Iglesia Católica chilena de fines del siglo XIX. Blasfemo incorregible, fundó un pequeño imperio editorial desde el cual atacó a los poderosos. Las caricaturas publicadas en sus periódicos son imágenes de curas y obispos retratados en juergas con prostitutas y monjas, dilapidando la caridad. Antes de la irrupción de Allende ya se publicaban caricaturas satíricas que festinaban a la política y la religión. Las más famosas fueron El Padre Cobos y El Padre Padilla, flaco uno, gordo el otro, el ingenuo y el pillo, el asceta y el gozador, que eran dos caras de la misma moneda: la fe al servicio de la clase política.

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